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—¡Por el amor de Dios, una caridad para el ciego!
El día era frío. Los pobres ciegos estaban allí desde la mañana, recibiendo sin cesar las ráfagas del viento. No podían mezclarse con la muchedumbre para calentarse, y en sus voces, que iban turnando, se notaba un tono conmovedor de amarga queja de su padecimiento físico y su completo abandono. Las primeras palabras podían comprenderse, aunque con dificultad, pero las últimas salían de los pechos oprimidos sólo como un suspiro que muere de frío. Mas a pesar de todo, los tonos postreros y casi imperceptibles sonaban hondamente en el oído de los transeúntes, porque revelaban la queja de su manifiesta y triste desgracia.
Piotr palideció y sus facciones se contrajeron.
—¿Qué te ha espantado? —le preguntó el tío Max—. Éstos son los hombres felices que poco tiempo ha envidiabas; son ciegos que piden limosna... Verdad es que tienen frío, pero según tus ideas, no importa.
—¡Vámonos! ¡Vámonos! —rogó Piotr tomándole la mano.
—¡Ah! ¿Quieres irte? ¿No cabe en tu pecho otro sentimiento en presencia de estos infelices, delante del sufrimiento del prójimo? Si al menos les dieses algo, como todos hacen, aliviarías su pena. Pero tú sólo sabes blasfemar con la boca llena. Envidioso, empequeñeces el dolor de los demás; y ahora que te encuentras con él, quieres huir como una señorita delicada y nerviosa.
Piotr bajó la cabeza. Luego sacó el portamonedas y se dirigió a los ciegos. Hallando al primero con el bastón, buscó el plato a tientas, dejando en él su portamonedas. Algunos transeúntes se habían detenido y contemplaban con sorpresa a aquel joven esbelto y elegante que daba a tientas una limosna a los pobres que la recibían del mismo modo. El tío Max le miró arrugando la frente, pero no así Jojem, quien tuvo que enjugar una lágrima.
—¿Por qué jugáis con el niño, señor? —murmuró Jojem dirigiéndose al tío Max mientras Piotr, pálido y conmovido, regresaba hacia ellos.
—¿Puedo irme ahora? —preguntó—. ¡Por el amor de Dios!
Max se volvió y marcharon todos carretera abajo.
El tío se sintió oprimido al ver el estado en que estaba su discípulo, y observándole con atención se preguntó a sí mismo si habría sido tal vez demasiado cruel con Piotr.
Piotr seguía cabizbajo y tembloroso. Un viento frío levantaba el polvo de las calles de la pequeña ciudad.
VI
Cuando Evelina dijo a sus padres que estaba resuelta a casarse con el ciego, su madre se echó a llorar, y su padre, después de haber orado ante una santa imagen, dijo que se hallaba convencido de que aquélla era la voluntad de Dios y de que no era posible otra cosa.
Se celebró el matrimonio, y Piotr comenzó una vida tranquila y feliz, pero en su dicha no faltaba alguna intranquilidad.
De vez en cuando, entre sus tribulaciones, despertaba en su espíritu la exclamación de los ciegos pobres, y su corazón sentía compasión hondísima y sus pensamientos tomaban nuevo giro.
En la misma habitación en que nació Piotr reinaba gran quietud, únicamente interrumpida por el llanto de un niño. Había nacido algunos días antes. Piotr parecía cada vez más abatido por lo convencido que estaba de la proximidad de una nueva desgracia.
El médico tomó al niño en brazos y le acercó a la ventana. Apartó de un tirón el cortinaje, y en seguida, con su instrumento, examinó detenidamente al niño. Piotr permanecía en el fondo de la habitación, cabizbajo, oprimido y dominado por su idea fija.
—Seguramente será ciego —repetía—. ¡Mejor hubiera sido para él no haber nacido!
El joven médico no respondió ni una palabra y siguió observando en silencio. Al fin dejó el oftalmoscopio y con voz clara y segura dijo:
—¡Las niñas de los ojos se ensanchan! ¡El niño ve!
—¡El niño ve! —Piotr experimentó fortísima impresión. Aquel movimiento probaba que había oído las palabras del médico, pero a juzgar por la expresión de su fisonomía, hubiérase dicho que no las comprendía bien. Con mano temblorosa se apoyó en la ventana y permaneció allí con la cara pálida y la cabeza alta, inmóvil...
Hasta aquel momento se había hallado en un estado especial de excitación. Pero entonces parecía que no fuese dueño de sí mismo: todas las fibras de su cuerpo temblaban de excitación y de esperanza.
Siempre había tenido conciencia de la obscuridad que le rodeaba. La veía, la sentía en toda su inmensidad. Aquellas tinieblas le oprimían, pesaban encima del ciego, que se las imaginaba en su fantasía. Y se dirigía hacia ellas queriendo proteger a su hijo delante del mundo en que se movía constantemente, de la obscuridad penetrante e impalpable.
Mientras el médico siguió examinando al niño, él continuó en el mismo estado. Tenía miedo. Antes conservaba en su espíritu una brizna de esperanza; entonces el miedo terrible y atormentador llegó a su mayor grado, puso en tensión sus nervios excitados en extremo y desapareció la esperanza, que quedó escondida en algún rincón de su espíritu.
Mas de pronto oyó las palabras —¡El niño ve!— que cambiaron enteramente el estado de su alma. Desapareció el miedo y la esperanza se convirtió en realidad. Fue una poderosa sacudida que produjo en el espíritu del ciego el efecto de un vivo rayo de luz.
Y en seguida, después de este vivísimo rayo de luz, ante sus ojos, ciegos de nacimiento, se formaron singulares figuras. ¿Eran rayos luminosos? ¿Eran sonidos? No sabía darse cuenta de ello. Quizás eran sonidos que se animaban, que tomaban forma y que lucían como fulgores espléndidos. Brillaban, pero como la bóveda del cielo encima de nosotros, como los rayos del sol en el horizonte, se movían como la hierba verde de las estepas, como el follaje de las hayas melancólicas.
Todo esto duró un solo instante, y el ciego sólo conservó en la memoria el recuerdo de las sensaciones recibidas. Se olvidó de todo lo demás. En lo que persistió fue en asegurar que en aquel momento había visto.
Lo que vio, cómo lo vio y si verdaderamente vio, no se supo nunca a ciencia cierta. Muchos le dijeron que era imposible, pero él persistió en ello y aseguró haber visto el cielo y la tierra, a su madre, su esposa y el tío Max.
Permaneció algunos segundos con la cabeza erguida y con la cara animada por una expresión de viva alegría.
Tenía un aspecto tan especial que involuntariamente todos le miraron y enmudecieron. Parecíales a todos que aquel hombre era muy distinto del que antes habían conocido. El hombre antiguo había desaparecido con el nuevo misterio que se le había descubierto. Pero sólo le quedó, tras el fugaz instante, una sensación de felicidad y la convicción de haber visto.
¿Era posible que realmente hubiese visto? ¿Era posible que las impresiones luminosas, débiles e indecisas que por vía desconocida tratasen de penetrar en su cerebro rodeado de tinieblas, en aquel momento en que la mirada se dirigía hacia ellas con toda la energía de su espíritu, en un momento de éxtasis que se presentó súbitamente, hubiesen llegado hasta su cerebro como una claridad brumosa? ¿Habían aparecido verdaderamente ante sus ojos el cielo azul y el sol brillante y las aguas transparentes del río, con la colinita al lado, en la que cuando niño tanto había sufrido y llorado? ¿O únicamente era obra de su fantasía, que por encanto había creado montañas, y a lo lejos campos y magníficos árboles, y el sol que iluminaba el cuadro total con sus rayos brillantes, el sol que había contemplado a todos sus antepasados?