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En vano se iba al molino y pasaba allí largas horas queriendo acordarse de la voz, las palabras y los movimientos de la joven. No podía reunir todos esos elementos en un conjunto armónico, ni lograr aquel sentimiento que le había hecho tan feliz. Ya desde un principio, en el fondo de ese sentimiento, había una gota de otra cosa indeterminada, que luego había crecido dominándole. El sonido de la voz de la joven se había extinguido; todas las impresiones de aquella noche feliz habían desaparecido y en su lugar no quedaba más que un triste vacío. Desde el fondo del alma del ciego se levantaba un vivo deseo de llenar ese abismo.
¡Quería verla!
Aquella piedra que despertó de su sueño las fuerzas dormidas, despertó también una fuerza que contenía los comienzos de infinitos sufrimientos.
¡Amaba a Evelina y quería verla!
Cada día el ciego fue volviéndose más retraído, y hasta Evelina no sabía si en sus momentos de tristes reflexiones debía hablar o no.
—¿Crees que te amo? —le preguntó él un día.
—Ya sé que me amas —respondió ella.
—Pues yo no lo sé —dijo él con voz sombría—. No lo sé, no. Antes estaba seguro de que te amaba más que a mí mismo; pero ahora no lo sé. Déjame; sigue a los que te convidan a vivir, antes que sea demasiado tarde.
—¿Por qué me atormentas así? —se quejó suavemente la joven.
—¿Yo te atormento? —preguntó él, y en su rostro se marcó una expresión especial, mezcla de egoísmo y de compasión—. Pues sí; te atormento y te atormentaré durante toda la vida. Es preciso que lo sepas. Déjame. Abandonadme todos, porque yo sólo puedo proporcionar penas en trueque de amor. ¡Quiero ver! —dijo al cabo de un rato con voz más suave—. Quiero ver y no puedo desprenderme de este deseo. Si una vez tan sólo, aunque fuese en sueños, viese el cielo y la tierra y el sol y todo quedase grabado en mi interior; si pudiese ver a mi padre, a mi madre, a ti y al tío Max, quedaría contento, sería feliz y no me martirizaría más a mí mismo.
Un día el tío Max encontró en la sala a Piotr y Evelina. Dominábale al ciego una expresión sombría, y el anciano notó en él señales de aquella tristeza maliciosa que desde algún tiempo le invadía frecuentemente. Parecía que había llegado a necesitar nuevas razones para atormentarse a sí mismo y atormentar a los demás.
—Escúchame, Piotr —dijo con tono serio el tío Max—. Piensa que te rodean personas que te aman. Tú no haces caso de ello y sólo sufres porque eres demasiado egoísta y únicamente te preocupas de tus penas.
—¡Sí! —respondió Piotr con pasión—, ¡Sí! Así es, en efecto, pero obro involuntariamente.
—Si comprendieses que en el mundo hay penas mucho mayores que la tuya, y que en comparación de ellas tu vida, rodeada de amor y de compasión, puede llamarse feliz, entonces...
—¡No, no! —exclamó el ciego exaltado—. No; me cambiaría por el ciego más pobre, porque es mil veces más feliz que yo. A los ciegos no se les debe cuidar tanto... Es un error... Lo he pensado muchas veces. A los ciegos hay que llevarles a la calle y dejarlos allí para que pidan limosna. Si yo hubiese sido un ciego como éstos, ahora mi desgracia sería mucho menor. Por la mañana estaría ocupado contando el dinero obtenido y temiendo la escasez. Me alegraría luego de lo recogido y me esforzaría en recoger lo necesario para la noche. Si no lo lograse, sufriría hambre y frío, y con todo eso no lograría un momento de libertad; no me quedaría ningún rato en que no me preocuparan los trabajos de la vida diaria, y con las fatigas del cuerpo padecería mucho menos de lo que ahora padezco.
—¿Eso crees? —preguntó el tío Max con frialdad mirando a Evelina.
La joven estaba seria y pálida y en la mirada del anciano se leían el interés y la compasión.
—Sí; estoy convencido de ello —respondió Piotr con dureza.
—No quiero discutirlo —dijo fríamente también el tío Max—. Quizá tengas razón. Pero aunque fueses más desgraciado, serías al menos mejor de lo que eres ahora. Ahora no eres más que un egoísta odioso que sólo piensa en sí mismo.
El anciano dirigió de nuevo una mirada compasiva a Evelina y salió cojeando.
A sesenta verstas de la propiedad de los Popelski, venerábase en una pequeña ciudad la maravillosa imagen de un santo de la Iglesia Católica. Todos los años, en su célebre festividad, durante el otoño, acudía una gran muchedumbre a la ciudad; la antigua capilla vestíase de flores y hojas verdes; en la ciudad se oía el alegre son de las campanas, los coches de los terratenientes invadían todas las calles; y por todas partes, en calles, plazas y hasta en el campo, se veían grupos de romeros.
No solamente acudían a la ciudad los católicos. La fama de la imagen maravillosa estaba muy extendida y hasta algunos ortodoxos 3enfermos y descontentos, principalmente de las ciudades, iban allí en busca de socorro para sus diversas necesidades.
En la festividad consabida el pueblo rodeaba por completo la capilla. Si desde una montaña hubiese mirado alguien el espectáculo, habría creído que el camino que iba de la ciudad a la capilla era una serpiente gigantesca, que sólo de vez en cuando movía su cuerpo de mil colores. A uno y otro lado del camino extendíase una larga línea de pobres que tendiendo la mano imploraban caridad.
El tío Max, apoyado en su muleta y Piotr del brazo de Jojem, avanzaban lentamente por la carretera. Habíanse dirigido al mercado, y después de hacer algunas compras, se volvían a su casa. De pronto los ojos del tío Max se animaron; había visto algo que le inspiró un rápido pensamiento, y el cojo abandonó la carretera escogiendo un camino que conducía al campo.
Alejáronse del bullicio y rumor de la muchedumbre; los gritos con que los mercaderes judíos pregonaban sus mercancías, el rodar de los coches, todo el ruido que se propagaba como una ola inmensa quedó detrás de ellos. Pero también en el nuevo camino, aunque el movimiento era menor, se oían pasos, traqueteo de ruedas y animadas conversaciones.
Piotr oía distraídamente los rumores todos; siguió obediente al tío Max, abrigóse mejor porque sentía frío y continuó preocupado con sus pensamientos, que nunca le abandonaban.
Mas de pronto, en medio de su aislamiento egoísta, algo despertó su atención, y como si hubiese recibido una fuerte impresión, se detuvo súbitamente.
Hasta aquel lugar llegaban las últimas casas de la ciudad, y la carretera que a ellas conducía se extendía entre campos y jardines. Algunas personas piadosas habían colocado allí una columna con la imagen de un santo y una lámpara, que, como nunca estaba encendida, pareció haber sido colgada con el único fin de que el viento la hiciese balancear y crujir. Al pie de la columna habíase situado un grupo de pobres ciegos que los restantes mendigos habían obligado a huir de los lugares más concurridos. Tendían sus platos de madera, y de vez en cuando resonaban en tono lastimoso las palabras: