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Arrojaron garfios de fijación, que se clavaron en las rugosidades de la corteza gris. Echaron cuerdas, y hombres y felinos se deslizaron por ellas y aseguraron sus extremos con agudas estacas de madera que clavaron en la corteza.

Más hombres y cierto número de neshgais siguieron a los primeros cuerda abajo. La, pérdida de peso hizo que la nave se elevara y tensara aún más las cuerdas. Pero aguantaron. Y entonces la tripulación comenzó a tirar de las cuerdas para arrastrar el dirigible a tierra.

Ulises salió de la barquilla y pisó la corteza. Los otros salieron tras él.

Al mismo tiempo, los hombres que aún quedaban en el interior de la nave soltaron los halcones. Unos volaron hacia arriba, hacia el humo, que iba dispersándose. Aunque no podían ver demasiado bien ya, podían oler al enemigo al que le habían enseñado a atacar con pico y garras. Otros se lanzaban por él agujero, evidentemente por haber olido a los seres alados que había allí.

Los tres dirigibles habían seguido su ruta. Liberarían sus halcones al cabo de un minuto y luego anclarían en ramas cercanas. Su tarea era más difícil que la de la tripulación del Espíritu Azul. Tendrían, que descender al tronco y luego seguir hasta por debajo de la rama y entrar en los agujeros de allí. Esto llevaría tiempo y les dejaría expuestos a un ataque mientras descendían por el lado del tronco. Pero Ulises contaba con la oscuridad, los halcones y los otros dirigibles que mantendrían aún ocupados en el aire a los guerreros alados. Además, las cuatro naves lanzarían otra nube de humo.

La entrada estaba vacía salvo por unos cuantos cuerpos de mujeres y niños.

Ulises se puso su yelmo de cuero y madera, con una luz delante. No iluminaba mucho porque su batería biológica era débil, pero era mejor que nada. Además, la luz combinada de la tripulación proporcionaría la adecuada visibilidad.

Ulises se colocó a la cabeza de la columna, pero Graushpaz le tocó en el hombro. Ulises se volvió, y el neshgai dijo:

– Exijo mi derecho a redimirme.

Ulises, que esperaba esto, divertido en el fondo, se hizo a un lado. Graushpaz habló entonces a los veinte oficiales neshgais. Fue un discurso breve y sencillo.

– He atraído la desgracia sobre mí y en consecuencia sobre vosotros, mis queridos oficiales y subordinados. Bien lo sabéis. Pero no se os pide que os redimáis a vosotros mismos. Nadie os reprochará el que no me sigáis a la ciudad de los hombres murciélago. Es probable que a todos nos espere la muerte, pues tendremos que combatir en estrechas cuevas que los hombres murciélago conocen bien. Pero la gente de nuestra raza oirá contar lo que nosotros hacemos hoy. Y Nesh lo sabrá, y si nos comportamos como debemos, podremos vivir después de la muerte en sus colmillos.

Los oficiales trompetearon y luego se situaron detrás de Graushpaz. Llevaban lanzas, mazas y hachas de piedra y cuchillos de piedra a la cintura. En la mano izquierda de cada uno había un escudo de madera y cuero lo bastante grueso para las armas de los pequeños hombres murciélago.

– Esperad un momento -dijo Ulises-. Tiraremos una docena de cohetes. Luego podréis entrar.

Entonces se adelantaron los humanos, para lanzar los cohetes. Salieron éstos con una llamarada y una estela de humo hacia el gran agujero. Algunos debieron desviarse, porque sus explosiones se oyeron muy apagadas. Ulises pensó que ojalá hubiesen alcanzado a hombres murciélago ocultos que les preparaban una emboscada al fondo. A juzgar por los gritos, bien podía ser así.

El inmenso jefe neshgai alzó su poderosa hacha de piedra, trompeteó solemnemente y gritó:





– ¡Por Nesh, nuestro soberano y nuestro Gran Visir!

Corrió rápidamente seguido de los veinte gigantes, y Ulises contó hasta diez y dio orden a sus hombres de que les siguieran. Detrás iba Awina y luego los wufeas, los wuagarondites y los alkumquibes. Tras ellos los soldados vroomaws. Los únicos que no penetraban en el agujero eran los de las bombas y de los cohetes de las cabinas y las cúpulas. Todo su grupo llevaba armadura acolchada y visera. Los hombres murciélago eran pigmeos de veinte kilos, pero sus flechas tenían un veneno mortal. Con una de ellas moría un neshgai de trescientos kilos en diez segundos y un hombre de sesenta kilos en dos.

– ¡Seguidme! -gritó Ulises, y le lanzó rápidamente a la caverna. Estaba oscura al principio, pero tras la segunda vuelta había un túnel lo bastante ancho para poder caminar dos hombres hombro con hombro. Llegó a la primera de las cámaras internas. La iluminaban centenares de lámparas de un vegetal que daba una luz fría. La luz alumbraba los ensangrentados y desmembrados cuerpos de mujeres, niños y viejos. Había también unos cuantos cuerpos con las cabezas aplastadas por las hachas de piedra y las mazas de los neshgais.

Después de esta cámara, entraron en una grande formada por una calle de ocho metros de anchura con cuatro niveles de cámaras abiertas a ambos lados. Al parecer las cámaras estaban ocupadas por familias. Proporcionaba luz el mismo vegetal, que se extendía creciendo en forma de enredadera por todas partes. Había más mujeres y niños muertos en la calle, y algunas caras asustadas atisbaban desde las cámaras de arriba.

Hasta entonces, todo indicaba que los varones adultos habían salido en bloque a atacar a los invasores.

Ulises tomó una rápida decisión. Dividió en dos sus fuerzas y dejó a una de las dos partes en la primera curva de la pared. Aguantarían allí si los varones intentaban entrar de nuevo mientras un mensajero se lo comunicaba a la otra parte. Todos los cohetes salvo tres quedaron con este grupo.

Si no hubiese sido por las instrucciones de los hombres murciélago prisioneros, se habrían perdido. Pasillos y pasillos, muchos de ellos tan anchos y altos como el que ellos seguían, se abrían por todas partes. Observándolos, Ulises pudo ver en ellos otros pasillos. El tronco (y las ramas que brotaban de él) era como un panal. Había sitio para muchos más de los treinta y cinco mil hombres murciélago que los prisioneros habían calculado que vivirían en la ciudad.

Pasaron por cámaras donde había animales domésticos, y otras donde crecían extraños plantas bajo la fría luz de las lámparas vegetales. Vieron muchas más caras pequeñas de mujeres y niños mirando por las puertas abiertas. Unas cuantas veces Ulises hizo parar al grupo y envió un explorador para que inspeccionara las cámaras que había sobre ellos. No quería caer en una emboscada. El explorador informó siempre que la mayoría de las cámaras estaban vacías.

El grupo continuó, y luego llegaron a la sección que Ulises había esperado que encontrarían. Había allí unos cuarenta cadáveres amontonados de hombres murciélago. Habían luchado bravamente, pero en vano, contra los gigantes. Había dos de éstos muertos, con sus pieles grises ahora púrpura. Los pequeños arqueros habían clavado sus flechas por debajo de las viseras; se habían situado sin duda a los pies de los neshgais y disparando hacia arriba antes de que las hachas les aplastasen la cabeza.

Habían estado defendiendo una gran cámara que tenía que ser el principal centro de comunicación de los hombres murciélago. Alrededor de las paredes, en tres niveles, habla por lo menos un centenar de inmensos diafragmas. Y había unos cincuenta cadáveres más y otros tres neshgais muertos. El suelo de la cámara tenía varios centímetros de sangre.

Graushpaz, al ver a Ulises, alzó su trompa y resopló agudamente.

– Esto ha sido demasiado fácil.-dijo-. No creo que me haya redimido.

– Pero la fiesta no ha acabado aún, ni mucho menos -dijo Ulises. Estacionó guardias a la entrada de la gran cámara y luego se aproximó a uno de los diafragmas. Tocó tres veces con rapidez, y el diafragma vibró y atronó tres veces.

Ulises había aprendido el código gracias a los prisioneros torturados. Aunque había tenido poco tiempo por estar ocupado en la contracción de las naves, había dedicado horas de sueño a aprenderlo adecuadamente.