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Ulises sonrió al ver esto, pero luego perdió su sonrisa. La última de las cinco naves estaba ardiendo.

De pronto, la nave empezó a caer, mostrando su esqueleto a través de las llamas, y pequeños cuerpos se arrojaron desde la barquilla y por las trampillas para no morir abrasados.

Blanca a causa del hidrógeno ardiendo, la nave chocó contra una rama cien metros más abajo del agujero y ardió allí ferozmente. Los árboles y la vegetación que crecían en las ramas comenzaron a arder también, y el fuego se extendió por la rama. El humo obligó a centenares de mujeres y niños a salir de un escondrijo hasta entonces invisible. Muchos cayeron en el abismo, quizás por los efectos del humo.

Graushpaz estaba asombrado contemplando el holocausto. Pero fue él quien primero vio el agujero que había sobre una rama. Todos los otros estaban debajo, y esto había frustrado los propósitos de desembarco de Ulises. Necesitaban un sitio donde pudiesen posar el dirigible delante de un agujero y descargar allí las tropas. Sin embargo, había que limpiar el aire primero. Radió órdenes, y las cuatro naves supervivientes se elevaron y luego comenzaron a girar. Las otras cinco giraron también, y entonces las dos mitades de la flota avanzaron a encontrarse. Ulises dedicó cinco minutos a asegurarse que todas seguían rumbos que no permitieran un choque, y luego centró sus esfuerzos en la defensa. Su flota aún estaba a nivel con los estratos superiores de los hombres murciélago. Estos habían restaurado lo bastante sus filas para hacer formaciones que ahora atacaban en masa. Los halcones o bien habían perecido o bien escapado, aunque cobrándose muchas víctimas.

Entonces fue liberado el segundo cuarto de las aves. Los halcones crearon un caos y dispersaron las filas delanteras, pero llegó hasta los dirigibles suficiente número de hombres murciélago. Fueron recibidos con una nube de flechas, pues no podían arrojar bombas demasiado cerca de las naves. Pero no detuvo todo esto a los hombres murciélago, que encendieron las mechas de sus pequeñas bombas y las arrojaron contra las naves. Algunas llegaron a alcanzar a la nave capitana y a hacer grandes agujeros en ella. Pero ninguna llegó a las grandes células de gas internas, y la filtración de hidrógeno era tan pequeña que no había ninguna al alcance efectivo de las bombas.

Las naves de ambos sectores estaban lo bastante cerca entre sí como para crear un fuego cruzado de flechas y cohetes. Caían guerreros a las profundidades, atravesados por las flechas, y muchos de ellos aún no habían arrojado sus bombas. Ulises vio explotar una bomba en la mano de un hombre murciélago alcanzado por una saeta. La bomba le hizo pedazos y liquidó a otros dos.

Dio la orden de elevarse y aumentar la velocidad. Caían hombres murciélago por debajo y por atrás.

– ¡Nesh! -dijo Graushpaz, y trompeteó. Ulises se volvió y vio una nave en llamas en el otro sector. Algún hombre murciélago había conseguido colocar adecuadamente una bomba, que había alcanzado al hidrógeno o roto una célula de gas.

Lenta, majestuosamente, cayó la nave partiéndose en dos antes de llegar al Árbol. Brotaban de ella llamas blancas y rojas, y una gran pluma de humo negro la seguía. Los hombres saltaban, algunos en llamas. Y caían también a su paso muchos, muchísimos cadáveres e

Los que estaban a cierta distancia por debajo se apartaban frenéticamente para no verse atrapados por su llameante masa. La mayoría lo conseguían, pero el espacio aéreo estaba tan atestado que algunos no podían pasar a sus compañeros más afortunados y desaparecían en las llamas y caían con la nave, y se hacían cenizas antes de que aquel esqueleto ardiente aterrizara en una rama.

La vegetación que crecía en la rama en que fue a caer ardió violentamente. Pero el propio Árbol, aunque su superficie pudiese verse dañada por el fuego, no ardía.

Ulises reagrupó la flota y la dispuso en formación hacia el gran agujero que había sobre la rama. Los hombres murciélago estaban desconcertados y en desorden, volando en enjambre como moscas sobre un cadáver. No parecían ya numerosos. Quizás hubiesen perdido una cuarta parte de sus fuerzas. Lo que aun dejaría unos cuatro mil ochocientos, número abrumador contra los ocho dirigibles.





La nave volvió a situarse por encima del nivel que podían alcanzar los hombres murciélago. Disparaban, no flechas ni bombas ni cohetes, sino nubes de humo que envolvían a los hombres alados. Las naves arrojaron luego unas cuantas bombas más, esperando que las explosiones, en medio del humo cegador, sembrarían el pánico entre los hombres murciélago.

Los dirigibles giraron de nuevo y volvieron a una altura inferior, situándose sobre la espesa capa de humo. Los hombres de las cabinas superiores y de las cúpulas laterales informaron que gran número de hombres murciélago salía del humo y se lanzaban contra la nave. Unos cuantos la golpearon con tal fuerza que atravesaron la capa exterior, pero quedaron inconscientes o tullidos del golpe y la tripulación los capturó, los degolló y los arrojó por las escotillas.

Las naves, después del segundo y más bajo nivel, volvieron. Esta vez cuatro se situaron en el mismo nivel arrojando otra nube, pero la nave capitana y otras tres descendieron por debajo de la negra nube. El sol se ocultaba ya; en sesenta segundos desaparecería en el horizonte.

El Espíritu Azul se lanzó por una inmensa avenida de troncos y ramas a unos trescientos metros por debajo de la ciudad y a varios kilómetros al sur de ella. Estaba tan oscuro que Ulises hubo de encender los focos de las naves. No creía que los hombres murciélago les vieran hasta que fuese demasiado tarde, porque estaban ocupados con las nubes de humo y con las otras naves. A lo que ahora se sumaba la noche. Unos cuantos podrían divisar las luces, pero cuando comprendiesen de qué se trataba, sería demasiado tarde para actuar. Al menos eso esperaba Ulises.

Se situó detrás del timonel y atisbo el blanco túnel creado por los focos. A ambos lados y por encima y debajo había ramas de centenares de metros de grosor y troncos con una anchura de kilómetros. El dirigible continuaba su marcha sin el constante cabeceo del viaje por aire en movimiento con áreas de temperaturas distintas. Seguía una avenida vertical, libre de cualquier extensión del Árbol. Era tan ancha que el dirigible podía maniobrar en cualquier dirección hacia su objetivo, la cavernosa entrada que había sobre la rama.

Cuando la nave apuntó hacia arriba y las ramas que habían estado debajo quedaron a ambos lados, las luces iluminaron un enjambre de gentes aladas que volaban hacia el agujero. Parecían en su mayoría mujeres y niños huidos al estallar los cohetes en los otros agujeros. O tal vez fuesen los que vivían en los entramados de enredaderas que habían decidido que era demasiado peligroso quedarse allí aquella noche. Protegidos por la oscuridad, entraban en el agujero hacia las cámaras del tronco y las diversas ramas.

Cuando las luces les alcanzaron, algunos continuaron volando en la misma dirección, pero la mayoría se disgregaron y se ocultaron en la noche.

Ulises no les prestó ninguna atención, aunque ordenó a los arqueros que mantuviesen un estricto control por si había guerreros con bombas. Su atención se concentró en hacer maniobrar delicadamente al dirigible y situarlo ante el agujero de la rama.

Fue una maniobra muy audaz, o, quizás, como dijo alguno de los neshgais, «estúpida y suicida»

Lentamente, el Espíritu Azul avanzó hacia el agujero. Y luego, mientras su proa seguía aproximándose al tronco que había sobre el agujero, un proyectil brotó de ella. Su afilada punta de plástico se clavó en el tronco, y luego la cuerda ligada a él se estiró cuando el dirigible comenzó a retroceder. Dispararon más cohetes del mismo género, y tensaron las cuerdas atadas a ellos. Ulises había probado las cuerdas varias veces en condiciones simuladas parecidas a aquéllas, pero aún no estaba seguro de que las cuerdas aguantasen.