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El sol iba hundiéndose en el horizonte, y Ulises ordenó que le trajeran al primero de los hombres murciélagos prisioneros. Este era Kstuuvh, un hombrecillo asustado con las manos atadas a la espalda y las alas atadas también. Parte del fuego que su piel había sentido se reflejaba en sus ojos.

– Deberíamos ver ya la ciudad -dijo Ulises-. Indícamela.

– ¿Con las manos atadas? -dijo Kstutivh.

– Niega o asiente con la cabeza cuando te indique yo -dijo Ulises.

La mayoría de los troncos alcanzaban los tres mil metros, y allí parecían explotar en un hongo de color verde. Unos quince kilómetros por delante de ellos había un tronco que llegaba casi a los cuatro mil quinientos metros. Aquél debía albergar la ciudad de los hombres murciélago, en algún punto más abajo en una serie de ramas y dentro del tronco y de las ramas mismas. A partir de allí, nada podía verse salvo el Árbol mismo. Los hombres murciélago estarían, por supuesto, ocultos hasta el último momento.

– ¿Ese gran tronco es el de la ciudad?

– No lo sé -dijo Kstuuvh.

Graushpaz rodeó con sus dedos de gigante el flaco cuello del hombre murciélago y apretó. La cara de Kstuuvh se puso azul, se le desorbitaron los ojos, sacó la lengua.

El neshgai aflojó los dedos. El hombre murciélago tosió y carraspeó y luego dijo:

– No lo sé.

Ulises le admiró por aguantar de nuevo, aunque sabía el calvario que le aguardaba.

– Si no te lo sacamos a ti -dijo-, tenemos a otros de tu especie que no son tan tercos.

– Utilizad otra vez el fuego -dijo Kstuuvh.

Ulises sonrió. Los hombres murciélago sabían ya lo inflamable que era el hidrógeno y las precauciones que se habían tomando durante el viaje para impedir chispas y fuego.

– Con una aguja bastará -dijo.

Pero no prestó más atención al hombrecillo salvo para decir que se lo llevaran a la cubierta superior. Muchos hombres murciélago, incluido Kstuuvh, habían descrito aquella señal sometidos a tortura.

Dio las órdenes necesarias para que se colocaran en formación de bombardeo, en fila india. Empezaron a bajar, y luego comenzaron a oírse las órdenes de combate en las cajas radiofónicas de la flota. La nave insignia había descendido hasta los tres mil quinientos metros cuando llegó al gran tronco. Estaban aún fuera del alcance de los hombres murciélago, que sólo podían volar hasta los tres mil metros, y sólo si no llevaban un peso excesivo.

El Espíritu Azul pasó con la cima en forma de hongo del tronco a estribor. Algunas aves de inmensas alas, pequeños cuerpos y colores malva y rojo y algunas criaturas parecidas a las nutrias y de tupido pelo contemplaron el paso de aquel gigante de plata.

Varios kilómetros después de la cima del tronco, la nave insignia giró trescientos sesenta grados a babor y pasó sobre el tronco a tres mil metros por encima del suelo. Se movía a una velocidad de unos quince kilómetros por hora contra el viento, y ahora a unos veinticinco kilómetros

por hora. No había aún el menor indicio abajo de los hombres murciélago, aunque sí sobradas pruebas de otra vida. Una bandada en forma de uve, de miles de mamíferos voladores de cabeza amarilla, cuerpo verde y negras

alas, se alzó hacia ellos, viró y luego penetró de nuevo en





picado en el follaje a kilómetros de distancia.

La ciudad estaba bien oculta. Los observadores de las naves no podían ver más que la selva y las corrientes de agua habituales.

Sin embargo, los prisioneros, sometidos a tortura, habían dicho que debían vivir unos treinta y cinco mil seres en ella. Habían jurado que podían brotar del Árbol seis mil quinientos guerreros para defender la ciudad.

La nave capitana continuó descendiendo y luego, arrastrada hacia el tronco por el viento que golpeaba su gran costado, descendió a una rama situada doscientos metros más abajo.

– ¡Arrojen las bombas en cuanto estén listos! -ordenó Ulises.

Miró por la escotilla de babor. El tronco parecía alzarse hacia ellos tan rápidamente que tuvo que reprimir el impulso de ordenar que la nave se apartara de él. Había hecho sus cálculos y deberían, según ellos, pasar el tronco unos cien metros antes de que el viento les empujara hacia el norte.

Las trampillas de las bombas estaban abiertas y los encargados de lanzarlas, todos humanos, esperaban a que el objetivo estuviese a la vista.

Ulises también esperaba. Tras él se agitaba Graushpaz. Su estómago atronaba, y su probóscide, moviéndose nerviosamente, rozó el hombro de Ulises con su húmedo extremo. Ulises se estremeció.

– Bombas fuera -informó el lanzador. La nave se elevó inmediatamente al desprenderse de aquel peso. Ulises miró a babor. Las gotas oscuras aún seguían cayendo. Algunas no alcanzaron la rama, y continuaron hasta la de más abajo. Unas diez alcanzaron el objetivo. Se elevó una llamarada y salieron despedidos grandes fragmentos de madera entre fuego y negro humo. Eran fragmentos de los árboles más pequeños que crecían en el Árbol, y otras cosas que podrían haber sido pequeños cuerpos. Pero no se podía determinar si eran de animales o de hombres alados.

Las dos naves que iban tras ellos dejaron caer también su carga e inmediatamente se elevaron aliviadas. Cayó en el misino sitio suficiente número de bombas para practicar inmensos agujeros en la rama. Pero parecía muy lejos dé, hallarse tan debilitada corno para romperse. Además, aunque se rompiese, no caería. Había demasiadas ramas verticales que crecían por debajo. Era muy posible que quedase suspendida aunque se eliminasen todos sus retoños verticales. Las tramas de enredaderas la ligaban con las otras ramas y con otros troncos que podrían haberla sostenido. Sin embargo, las explosiones habían abierto nueva vía al río, que se derramaba ahora por los lados del tronco hacia una rama situada a unos cien metros por debajo.

Ulises se había dado cuenta de que sólo para cortar una rama era necesario todo el poder de fuego de la' flota. No perseguía eso. Sólo quería que salieran los hombres murciélago ocultos. En cuanto supiese dónde estaban escondidos, atacaría aquellos lugares.

El gran dirigible trazó un amplio círculo alrededor del tronco y se alineó en cuanto la última nave de las diez hubo soltado sus bombas. Esta vez, dio órdenes de que dirigieran la nave hacia abajo y la hicieran pasar por debajo de la rama bombardeada. Los hombres de las cabinas superiores de la nave informaron que el agua del río caía sobre ellos. Y después la nave pasó por debajo y hubo, un momento después, una serie de explosiones cuando las bombas alcanzaron la rama de más abajo. Algunas eran de alcohol gelatinoso y ardían ferozmente, alzando una inmensa nube de humo.

Aún no había ni rastro de los hombres murciélago.

Ulises dio orden de ahorrar bombas un rato. Hizo que la nave capitana diese otra vuelta, esta vez volando aún más bajo, aunque a mucha mayor distancia del tronco. El viento era escaso allí, y la nave podía maniobrar con más seguridad. Pero aun así, la distancia entre las dos ramas por las que el Espíritu Azul se deslizaba era de sólo setenta metros. No tiraron bombas esta vez. Ulises no quería que la nave se elevara porque podía chocar con la rama superior.

En aquel momento, el aire estaba lleno de aves y pájaros. Las explosiones y las naves habían asustado a toda la vida animal en kilómetros a la redonda. Muchas aves chocaron con las hélices de los propulsores, que esparcieron la sangre por toda la vecindad inmediata. Otras chocaban contra la cubierta o contra el cristal de las escotillas de control de la barquilla.

Ulises estaba demasiado atento a la maniobra de la nave para inspeccionar la entremezclada y convulsa superficie del Árbol buscando la ciudad. Pero cuando la nave empezó a girar en un espacio relativamente ancho entre troncos, oyó a Awina exclamar:

– ¡Hay una abertura!

– ¡Vamos hacia ella! -ordenó al timonel.

Bajo la rama que tenían delante había un agujero cavernoso. Era oval y de unos treinta metros de anchura. Sombreado por la rama, su oscuro interior parecía vacío. Pero Ulises estaba seguro de que había allí muchos hombres murciélago. Estarían esperando, hasta que tuvieran la seguridad de que la entrada había sido localizada, y entonces actuarían. O su comandante podría decidir que sería mejor iniciar la ofensiva.