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Había también trampillas para lanzar bombas y para soltar anclas y ganchos de agarre.

Ulises estaba en el puente, en la cubierta inferior de la barquilla de control, detrás del timonel. Los operadores de radio, los pilotos, los oficiales responsables de transmitir órdenes desde diversas partes de la nave y varios arqueros estaban también en la góndola. Si no hubiese tantos neshgais, pensó Ulises con amargura, habría más espacio en el puente.

Caminó entre la tripulación hasta la parte trasera de la barquilla y miró afuera. Las otras naves iban detrás de él pero se elevaban rápidamente. La última era sólo un brillo redondo en el azul, pero les alcanzaría al cabo de una hora y pasarían a ser los primeros de la formación.

La belleza de las grandes naves del aire, y la idea de que fuesen creación suya, le emocionaban. Estaba muy orgulloso de ellas, aunque supiese ahora que eran más vulnerables de lo que en principio pensaba. Los hombres murciélago podían volar sobre los dirigibles y arrojarles bombas. No podrían hacerlo, sin embargo, mientras él no descendiese a una altura inferior. Las naves subían ahora y no dejarían de hacerlo hasta llegar a los cuatro mil metros. El aire era demasiado sutil allí para que pudieran volar los hombres murciélago. No podrían acercarse a los dirigibles mientras éstos no descendiesen sobre su objetivo.

Su objetivo era el centro aproximado del Árbol, de ser cierto lo que decían sus informadores. El dolor era un gran destructor de mentiras, y los hombres murciélago prisioneros de la primera y la segunda incursión habían sido sometidos a todo el dolor que habían podido soportar sus frágiles cuerpos. Dos habían aguantado hasta la muerte, pero los otros habían dicho al fin lo que juraban como la verdad. Sus relatos concordaban, lo cual no significaba aún que fuesen ciertos.

Los hombres murciélago que aún podían hablar les acompañaban para poder identificar las señales de los árboles y, por último, la ciudad base.

Abajo, el Árbol era una masa que se extendía por todo el horizonte, una encrucijada de ramas grises y rayos de sol brillando sobre las ramas y vividos colores de árboles y matorrales que crecían sobre el Árbol. De pronto, una pálida nube rosada brotó de una densa selva verde. Era una inmensa bandada de pájaros que dejaban las entrelazadas enredaderas que se extendían entre dos poderosas ramas. La nube rosada pasó entre una serie de troncos y luego se asentó y se ocultó dentro de otro entramada de enredaderas.

Ulises se volvió a tiempo para ver a Awina descender la escalerilla de la cubierta superior de la góndola. Awina era bella cuando sólo descansaba, tan bella como una gata siamesa en reposo. Pero cuando se movía, eran tan agradables a la vista como lo sería el viento si se pudiese ver. Ahora que Thebi y Fanus no estaban con ellos, y ella era la única que atendía las necesidades personales del Señor, era toda alegría y sonrisas. Había pensado pedirle que no fuese en la expedición, pero había decidido no hacerlo. Ella sabía que había muchas posibilidades de que no regresara. Pero si él le pedía que no fuese, se sentiría herida. Y había una firme posibilidad de que se pusiese a cavilar y acabase atacando a las dos mujeres, pues les echaría la culpa.

Llevaba las gafas que Ulises había decidido que formasen parte del uniforme de las fuerzas aéreas. No serían necesarias a menudo, si es que llegaban a serlo alguna vez, pero a él le gustaban. Daban un aire distinguido a los hombres que ocupaban las naves del cielo y le producían un nostálgico y agradable cosquilleo cuando las veía. Había sido aficionado entusiasta a la aviación de la Primera Guerra Mundial.

Una cadena de cuero con un brillante símbolo azul en forma de cruz maltesa en su extremo colgaba del cuello de Awina. Rodeaba su cintura un cinturón con un cuchillo de piedra completaba su uniforme.

Le miró para asegurarse de que no le interrumpía, y dijo:

– Mi Señor, esto es mucho mejor que subir y bajar por el Árbol y conducir balsas entre snoligósteros y gigantes.

Él sonrió y dijo:





– Eso es cierto. Pero no hay que olvidar que quizás tengamos que volver a casa a pie.

Y considerarnos afortunados si lo logramos, pensó.

Awina se acercó más, hasta que su cadera rozó la de él y uno de sus hombros entró en contacto con su brazo. La punta de su cola le cosquilleaba las pantorrillas de vez en cuando. Había demasiado ruido en la barquilla del dirigible para que oyese el ronroneo de ella, y no estaba lo bastante cerca para sentirlo. Pero creyó que ella estaba ronroneando.

Se apartó. No tenía tiempo de pensar en ella. Capitanear diez naves era trabajo de dedicación exclusiva. Oficiales y tripulación habían tenido todo el entrenamiento posible en el poco tiempo de que disponían. Pero no eran veteranos.

Las cosas habían ido bastante bien hasta entonces. A aquella altura, tenían un viento de cola que elevaba su velocidad a unos setenta y cinco kilómetros por hora. Eso significaba que no podían volver a aquella altitud; el viento les arrastraría hacia atrás, pese al esfuerzo de sus motores. Pero ahora podrían alcanzar su objetivo en ocho horas en vez de en las dieciséis que les habría costado llegar sin aquel viento. Dejaría descansar los motores durante, varias horas para que el viento les empujase, con lo cual llegarían a la ciudad de los hombres murciélago unas dos horas antes de caer la noche. Sería tiempo suficiente para lo que tenían pensado.

El Árbol se extendía bajo ellos como una gran nube gris y verde. De cuando en cuando aparecía una zona en la que las ramas no se entrecruzaban y Ulises casi podía ver el fondo del abismo. ¡Qué ser tan colosal! El mundo no había conocido nada igual en sus cuatro mil millones de años de existencia, hasta aproximadamente, calculaba, los últimos veinte mil años. Y allí estaba: el Árbol. Parecía vergonzoso, trágico más bien, destruir una criatura como aquélla.

Pero de pronto pensó: ¿Quién va a destruirlo? ¿Cómo?

De vez en cuando, veía pequeñas figuras de grandes alas que tenían que ser los hombres murciélago. Ellos sabían que las naves del dios de piedra y de los neshgais volaban hacia su ciudad. Aun sin verlos, Ulises daba por supuesto que había pigmeos de coriáceas alas ocultos entre el follaje, observando las diez agujas de plata que pasaban sobre ellos. No tendrían ni que enviar correos. Habrían transmitido hacía muchos mensajes a través de los diagramas y los cables neurálgicos del propio Árbol.

Suponía que se habrían dado cuenta mucho tiempo atrás de que las naves estaban destinadas a su ciudad base. Tenían suficientes espías, y sin duda habrían sobornado esclavos y quizás hasta a algún neshgai para que espiase para ellos. Corrupción y traición parecían inherentes a la inteligencia. En esto no habían tenido ningún monopolio los humanos.

Awina se apretó de nuevo contra él, y esto interrumpió sus pensamientos.

Pasaron las horas, mientras él se distraía atendiendo las exigencias del mando de la flota. Debajo, la escena cambiaba muy poco. Había cierta variedad en la unidad, pero sólo en las direcciones ligeramente distintas que las ramas tomaban, en las variadas configuraciones de los entramados de enredaderas, la mayor o menor altura de los troncos y las ocasionales nubes de pájaros (rosadas, verdes, escarlata, púrpura, naranja, amarillo) que cruzaban entre los troncos y sobre las ramas.

El sol alcanzó su cenit, y Ulises ordenó reducir la velocidad al mínimo capaz de impedir que los dirigibles perdiesen el rumbo. Se hizo entonces un relativo silencio en la barquilla, sólo alterado por las suaves voces de los oficiales que hablaban en las cajas de radio, el rozar de los inmensos pies de un neshgai, el resoplido de una trompa, el rumor de un inmenso estómago elefantino o la tos de un hombre. Había un sonido constante: el movimiento de la firme cubierta que ligaba la barquilla a la estructura principal.