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Shauzgruz significaba soberano, rey, sultán o jefe. Literalmente significaba La Nariz Más Larga. El shauzgruz actual era Zhigbruwzh IV, y le faltaban dos años para alcanzar la edad adulta. Shegnif era, en realidad, el que gobernaba, aunque podía ser sustituido en cualquier momento si Zhigbruwzh quería librarse de él. Sin embargo, el joven tenía mucho cariño a Shegnif. Tenía, además, otra razón para no destituir al Gran Visir. Según Thebi, había habido revoluciones palaciegas en las que los visires habían desplazado a la familia reinante introduciendo su propia dinastía. No se habían dado muchos casos, pues los neshgais parecían ser más estables y menos agresivos que los humanos. Pero había sucedido las veces suficientes como para que cualquier soberano se lo pensara dos veces antes de destituir a su visir. Especialmente teniendo en cuenta que el sobrino de Shegnif era general del ejército y poseía además muchas fincas, esclavos y navíos mercantes.

– Las implicaciones de esta fuga -dijo Ulises- son que los hombres murciélago saben lo que yo quiero hacer. Y darán por supuesto que aceptaréis mis ideas. Lo cual significa que atacarán antes de que podamos llevar a cabo nuestros planes. Atacarán iniciéis o no los preparativos para realizar lo que propongo, pues tendrán que suponer que lo haréis. Y el único medio de enfrentar este ataque inevitable es aceptar mis ideas.

– No estés tan seguro -dijo el neshgai-. Quizás pienses que me tienes cogido, pero podría decidir lo contrario. Somos un pueblo viejo y el único que posee una tecnología y una ciencia avanzadas. No tenemos por qué confiar en un nariz pequeña para derrotar a nuestros enemigos.

Ulises no le interrumpió. Shegnif estaba alterado, y asustado también, posiblemente, por la huida de los hombres murciélago y sus consecuencias. Y sabía muy bien que necesitaba lo que Ulises podía darle, pero tenía que hablar de aquel modo para animarse y para aliviar la herida que aquello significaba para la imagen del neshgai como ser todopoderoso. Podía hablar y ufanarse cuanto desease, y luego él y Ulises discutirían lo que iban a hacer. Esto fue lo que pasó al cabo de quince minutos, cuando a Shegnif se le agotaron por fin el aliento y las palabras.

Hubo un largo silencio. Luego Shegnif sonrió, alzando la trompa para que Ulises pudiese contemplar plenamente su sonrisa, y dijo:

– Sin embargo, en nada nos perjudicará hablar de lo que puedes aportar tú. Después de todo, hay que ser realista. Y tú procedes de un pueblo mucho más antiguo que los neshgais, aunque no me gustaría que se lo dijeses a nuestros esclavos, ni a los demás neshgais, por otra parte.

Era evidente que Shegnif se mostraba reacio a hacer pólvora porque no quería que los humanos, esclavos o libres, supiesen de ella.

Lo cual significaba que los esclavos no eran felices y que quizás se hubiesen rebelado en el pasado. Por otra parte, podía ser que estuviesen bastante satisfechos, pero que Shegnif supiese lo bastante sobre la naturaleza humana como para suponer que intentarían ocupar la mejor posición si disponían de medios.

No importaba el que pudiesen tener poca base para quejas razonables.

Ulises expuso sus ideas sobre el control de la pólvora. Shegnif sugirió la posibilidad de fábricas secretas, en las que sólo manufacturarían la pólvora los neshgais. Ulises aceptó esto porque era vitalmente necesario conseguir pólvora lo más pronto posible. Además, el supuesto secreto no podría mantenerse. Los neshgais que hiciesen la pólvora dirían algo, y los sensibles oídos de los esclavos lo captarían. O de no ser así Ulises podría propagar la noticia fácilmente. Todo lo que tenían que saber los humanos era que se mezclaban carbón, azufre y nitrato de potasio y sodio en determinadas proporciones. Y una vez descubierto el «secreto», nunca se olvidaría. ¿Nunca? No era la palabra adecuada. Un hombre que había sobrevivido diez millones de años no debía ser tan imprudente con aquella palabra. Transcurriría largo tiempo, relativamente hablando, antes de que los humanos lo olvidasen.

Ulises explicó luego cómo se podían fabricar pequeños dirigibles. Esto exigía mucha más tecnología y muchos más materiales que la pólvora. Shegnif frunció el ceño y dijo que levantaría algunas restricciones. Pero para propia seguridad de Ulises, y por razones de estado, no le permitirían ir a todos los lugares que quisiese.

Se hizo evidente que Shegnif no había entendido ni deseaba entender la idea básica de Ulises. Shegnif quería utilizar primero la flota aérea contra los vignums. De hecho, le gustaría utilizar la flota sólo en la zona periférica del Árbol. Así, la flota no estaría sujeta al ataque de hombres murciélago en gran número, y podría controlar la situación de los enemigos de la frontera.

Ulises se irritó ante tanta miopía y timidez. Sin embargo, los neshgais no eran el único pueblo que sufría falta de visión, se recordó. Lo que debía hacer ahora era tener dispuestas sus armas, su aviación y sus soldados, y preocuparse luego por su uso final.





Antes de que la conferencia concluyese, chocaron con otro obstáculo. A Shegnif no le gustó la idea de que la mayoría de los miembros de la fuerza aérea fuesen humanos. Quería muchos más neshgais a bordo de los dirigibles.

– Se trata de una cuestión de peso -dijo Ulises-. Por cada neshgai que vaya en un dirigible, menos combustible y menos bombas podrán ir. Habrá que reducir la capacidad de desplazamiento y la potencia de fuego.

– Eso dará igual si los dirigibles operan cerca de los límites del Árbol. Estarán cerca de las bases, y podrán realizar más vuelos para compensar. Eso no es problema.

Cuando Ulises vio a Awina al día siguiente, se sintió culpable… y también feliz. No había ninguna razón por la que tuviese que sentirse culpable. Después de todo, Lusha y Thebi eran humanas, no eran criaturas peludas, con ojos de gato, dentadura de carnívoro, rabo y piernas encogidas. Él era libre de hacer lo que más le agradase, y estaba tomándole mucho cariño a Thebi.

Sin embargo, Awina le hizo enrojecer de culpabilidad. Un instante después, mientras hablaba con ella, sintió una alegría que hizo que le latiera más deprisa el corazón y que le doliese el pecho.

No era lo que los humanos de su época llamaban enamorarse. No había amor con un propósito de contacto físico con ella, por supuesto. Pero había llegado a acostumbrarse a ella, a estar tan a gusto en su compañía, a apreciar tanto su forma de hablar y de servirla, que la amaba. La amaba como a una hermana, podía decir con sinceridad. Bueno, no exactamente como una hermana. Había algo más. En realidad, su sentimiento por ella era aún indefinible. O, quizás, se dijo a sí mismo en un ramalazo de franqueza, fuera mejor dejar aquel sentimiento sin definir.

Definiciones aparte, ella le hacía más feliz que ninguna otra persona de las que había conocido desde su despertar. E incluso desde antes de despertar.

Respecto a los sentimientos de ella no había duda. Abría mucho los ojos cuando veía a las dos mujeres, y sus labios negros se alzaban mostrando los agudos dientes. El rabo se le ponía rígido. Disminuía el paso, y luego le miraba a él. Le sonreía, pero no podía mantener la sonrisa. Y cuando llegaba muy cerca de él podía ver la expresión que había por debajo de aquella máscara negra de piel de terciopelo. Estaba irritada.

No lograba entender su reacción, pero no estaba dispuesto a tolerarla mucho tiempo. Ella tendría que adoptar una actitud realista. Si no lo hacía, tendría que irse. El no quería que pasara eso. Sentiría mucho tener que decirle que se fuera. Le causaría un profundo pesar, pero podría soportarlo y el dolor se desvanecería. El más que nadie debía saber lo que podía lograr el paso del tiempo.

Esto no le ayudó en absoluto.

Awina no intentaba ocultar sus intenciones, aunque controlaba la tendencia a la violencia que debía haber estado sintiendo.

– Es bueno estar de nuevo a vuestro lado, mi Señor. Tendrás a tu sierva, una persona libre y una adoradora, a tu lado.