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Escipión. La pobreza.

Calígula (arreglándose los pies). Tendré que probarla también.

Escipión. Mientras tanto, muchos hombres mueren a tu alrededor.

Calígula. Tan pocos, Escipión, realmente. ¿Sabes cuántas guerras he rechazado?

Escipión. No.

Calígula. Tres. ¿Y sabes por qué las rechacé?

Escipión. Porque te importa un bledo la grandeza de Roma.

Calígula. No: porque respeto la vida humana.

Escipión. Te burlas de mí, Cayo.

Calígula. O por lo menos la respeto más que a un ideal de conquista. Pero es cierto que no la respeto más que a mi propia vida. Y si me resulta tan fácil matar, es porque no me resulta difícil morir. No, cuanto más lo pienso más me convenzo de que no soy un tirano.

Escipión. ¿Qué importa si nos cuesta tan caro como si lo fueras?

Calígula (con un poco de impaciencia). Si supieras contar sabrías que la menor guerra emprendida por un tirano razonable os costaría mil veces más caro que los caprichos de mi fantasía.

Escipión. Pero por lo menos sería razonable y lo esencial es comprender.

Calígula. Nadie comprende el destino y por eso me erigí en destino. He adoptado el rostro estúpido e incomprensible de los dioses. Eso es lo que tus compañeros de hace un momento han aprendido a adorar.

Escipión. Y esa es la blasfemia, Cayo.

Calígula. ¡No, Escipión, es arte dramático! El error de todos esos hombres reside en no creer bastante en el teatro. Si no fuera por eso, sabrían que a todo hombre le está permitido representar las tragedias celestiales y convertirse en dios. Basta endurecer el corazón.

Escipión. Tal vez, Cayo. Pero si eso es cierto, creo que has hecho lo necesario para que un día, a tu alrededor, legiones de dioses humanos se levanten, implacables también, y ahoguen en sangre tu divinidad de un momento.

Cesonia. ¡Escipión!

Calígula (con voz precisa y dura). Deja, Cesonia. No sabes cuánta verdad dices, Escipión: he hecho lo necesario. Apenas imagino el día de que hablas. Pero lo sueño a veces. Y en todos los rostros que avanzan entonces desde el fondo de la noche amarga, en sus facciones torcidas por el odio y la angustia, reconozco, sí maravillado, el único dios que adoré en este mundo: miserable y cobarde como el corazón humano. (Irritado.) Y ahora, vete. Has hablado de más. (Cambiando de tono.) Todavía tengo que pintarme los dedos de los pies. Me corre prisa.

Todos salen salvo Helicón, que gira en tomo a Calígula, absorto en el cuidado de sus pies.

ESCENA III

Calígula. ¡Helicón!

Helicón. ¿Qué hay?

Calígula. ¿Adelanta tu trabajo?

Helicón. ¿Qué trabajo?

Calígula. ¡Bueno… la luna!

Helicón. Es cuestión de paciencia. Pero quisiera hablarte.

Calígula. Quizá tuviera paciencia, pero no dispongo de mucho tiempo. Hay que darse prisa, Helicón.

Helicón. Ya te lo dije, haré lo que pueda. Pero antes tengo cosas graves que anunciarte.

Calígula (como si no hubiera oído). Fíjate que ya la he poseído.

Helicón. ¿A quién?

Calígula. A la luna. Helicón. Sí, naturalmente. ¿Pero sabes que conjuran contra tu vida?

Calígula. La he poseído enteramente. Sólo dos o tres veces, es cierto. Pero de todos modos la he poseído.

Helicón. Hace mucho que trato de hablarte.

Calígula. Fue el verano pasado. Después de mirarla y acariciarla mucho sobre las columnas del jardín, acabó por comprender.

Helicón. Terminemos con ese juego, Cayo. Mi obligación es hablar aunque no quieras escucharme. Peor para ti si no oyes.



Calígula (sigue ocupado en teñirse las uñas de los pies). Este barniz no vale nada. Pero volviendo a la luna, fue una hermosa noche de agosto. (Helicón se aparta con despecho y calla, inmóvil.) Hizo algunos remilgos. Yo ya me había acostado. Al principio, ella estaba ensangrentada, sobre el horizonte. Luego empezó a subir, cada vez más ligera, con rapidez creciente. Cuanto más subía, más clara iba haciéndose. Llegó a ser un lago de agua lechosa en medio de aquella noche llena de estrellas apretadas. Llegó entonces con el calor, dulce, ligera y desnuda. Cruzó el umbral del aposento y con segura lentitud llegó hasta mi cama, Decididamente, este barniz no vale nada. Pero ya ves, Helicón, puedo decir sin jactancia que la he poseído.

Helicón. ¿Quieres escucharme y enterarte de lo que te amenaza?

Calígula (se detiene y lo mira fijamente). Sólo quiero la luna, Helicón. Sé de antemano quién me matará. Todavía no he agotado todo lo que puede hacerme vivir. Por eso quiero la luna. Y no reaparezcas antes de habérmela conseguido.

Helicón. Entonces cumpliré con mi deber y diré lo que tengo que decir. Han organizado una conspiración contra ti. Quereas es el jefe. He sorprendido esta tablilla que puede enterarte de lo esencial.

Helicón deja la tablilla en uno de los asientos y se retira.

Calígula. ¿Adonde vas, Helicón?

Helicón (en el umbral). A buscarte la luna.

ESCENA IV

Llaman débilmente a la puerta del fondo. Calígula se vuelve con brusquedad y ve al Viejo Patricio.

El viejo patricio (vacilante). ¿Me permites, Cayo?

Calígula (impaciente). Bueno, entra. (Mirándolo.) ¡Vaya, preciosa, venimos a ver de nuevo a Venus!

El viejo patricio. No, no es eso. ¡Shh! ¡Oh!, perdón, Cayo… Quiero decir… Tú sabes que te quiero mucho… y además lo único que deseo es terminar tranquilo mis últimos días…

Calígula. ¡Démonos prisa! ¡Démonos prisa!

El viejo patricio. En fin… (Muy rápido.) Es muy grave, eso es todo.

Calígula. No, no es grave.

El viejo patricio. ¿Pero qué cosa, Cayo?

Calígula. ¿De qué hablábamos, amor mío?

El viejo patricio (mirando a su alrededor). Es decir… (Se retuerce y termina por estallar.) Una conspiración contra ti…

Calígula. Ya lo ves, es lo que yo decía, nada grave.

El viejo patricio. Cayo, quieren matarte.

Calígula (se le acerca y lo toma de los hombros). ¿Sabes porqué no puedo creerte?

El viejo patricio (haciendo ademán de jurar). Por todos los dioses, Cayo…

Calígula (suavemente y empujándolo poco a poco hacia la puerta). No jures, sobre todo no jures. Escucha, en cambio. Si lo que dices fuera cierto, tendría que suponer que traicionas a tus amigos, ¿no es así?

El viejo patricio (un poco perdido). Es decir, Cayo, que mi amor por ti…

Calígula (en el mismo tono). Y no puedo suponer eso. He detestado tanto la cobardía que nunca podría evitar la muerte de un traidor. Bien sé lo que vales. Y seguramente no querrás traicionar ni morir.

El viejo patricio. ¡Seguramente, Cayo, seguramente!

Calígula. Ya ves, entonces, que tenía razón al no creerte. No eres un cobarde, ¿verdad?

El viejo patricio. Oh, no…

Calígula. Ni un traidor.

El viejo patricio. Ni qué decirlo, Cayo.

Calígula. Y en consecuencia, si no hay conspiración, dime, ¿sólo era una broma?

El viejo patricio (descompuesto). Una broma, una simple broma…

Calígula. Nadie quiere matarme, ¿no es evidente?

El viejo patricio. Nadie, claro está, nadie.

Calígula (respirando con fuerza; luego, lentamente). Entonces lárgate, ricura. Un hombre honorable es un animal tan raro en este mundo que no podría soportar su vista demasiado tiempo. Necesito quedarme solo para saborear este gran momento.