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Calígula. ¡Del cielo! No hay cielo, pobre mujer. (Se sienta.) ¿Pero por qué tanto amor, de pronto? No estaba en nuestras convenciones.
Cesonia (que se ha puesto de pie y camina). ¿No basta entonces verte matar a los demás; hay que saber también que te matarán? ¿No basta recibirte cruel y desgarrado, sentir tu olor a crimen cuando te apoyas en mi vientre? Cada día veo morir un poco más en ti la apariencia humana. (Se vuelve hacia él.) Soy fea y casi vieja, lo sé. Pero tanto me preocupas, que a mi alma no le importa ya que no me ames. Sólo quisiera verte sano, a ti que aún eres un niño. ¡Toda una vida por delante! ¿Y qué pedir que sea más grande que toda una vida?
Calígula (se levanta y la mira). Hace ya mucho que estás aquí.
Cesonia. Es cierto. Pero me conservarás a tu lado, ¿verdad?
Calígula. No lo sé. Sólo sé por qué estás aquí: por todas aquellas noches en que el placer era agudo y sin alegría, y por todo lo que conoces de mí. (La toma en sus brazos y con la mano le echa la cabeza un poco hacia atrás.) Tengo veintinueve años. Es poco. Pero en esta hora en que mi vida me parece, sin embargo, tan larga, tan cargada de despojos, en fin, tan cumplida, eres el último testigo. Y no puedo evitar cierta ternura vergonzante por la vieja que serás.
Cesonia. ¡Dime que quieres conservarme a tu lado!
Calígula. No lo sé. Sólo tengo conciencia, y esto es lo más terrible, de que esta ternura vergonzante es el único sentimiento puro que la vida me haya dado hasta ahora.
Cesonia se desprende de sus brazos, Calígula la sigue. Ella pega la espalda contra él, que la abraza.
Calígula. ¿No sería mejor que el último testigo desapareciera?
Cesonia. Eso no tiene importancia. Me hace feliz lo que me has dicho. ¿Pero por qué no puedo compartir esta felicidad contigo?
Calígula. ¿Quién te dijo que no soy feliz?
Cesonia. La dicha es generosa. No vive de destrucciones.
Calígula. Entonces hay dos clases de dicha y yo elegí la de los asesinos. Porque soy feliz. Hace tiempo creí alcanzar el límite del dolor. Pues bien, no, todavía es posible ir más lejos. En el confín de esta comarca hay una felicidad estéril y magnífica. Mírame.
Cesonia se vuelve hacia él.
Me río, Cesonia, cuando pienso que durante varios años Roma entera evitó pronunciar el nombre de Drusila. Porque Roma se equivocó durante esos años. El amor no me basta: eso es lo que comprendí entonces. Es lo que comprendo también hoy, al mirarte. Porque amar a una persona es aceptar envejecer con ella. No soy capaz de este amor. Drusila vieja era mucho peor que Drusila muerta. Es habitual la creencia de que un hombre sufre porque la persona a quien amaba muere un día. Pero su verdadero sufrimiento es menos fútil: es advertir que tampoco la pena dura. Hasta el dolor carece de sentido. Ya ves, no tenía excusas; ni siquiera la sombra de un amor, ni la amargura de la melancolía. No tengo coartada. Pero hoy soy más libre que hace años, libre del recuerdo y de la ilusión. (Ríe apasionadamente.) ¡Sé que nada dura! ¡Saber esto! Sólo dos o tres en la historia hemos hecho esta experiencia, hemos realizado esta felicidad demente. Cesonia, has seguido hasta el fin una tragedia muy curiosa. Es hora de que caiga para ti el telón.
Pasa de nuevo tras ella y desliza el antebrazo en torno al cuello de Cesonia.
Cesonia (con espanto). ¿Acaso es la felicidad esa libertad espantosa?
Calígula (apretando poco a poco con el brazo la garganta de Cesonia). Tenlo por seguro, Cesonia. Sin ella hubiera sido un hombre satisfecho. Gra cias a ella, he conquistado la divina clarividencia del solitario. (Se exalta cada vez más, estrangulando poco a poco a Cesonia, quien se entrega sin resistencia, con las manos un poco tendidas hacia adelante. El le habla, inclinado, al oído.) Vivo, mato, ejerzo el poder delirante del destructor, comparado con el cual el del creador parece una parodia. Eso es ser feliz. Esa es la felicidad: esta insoportable liberación, este universal desprecio, la sangre, el odio a mi alrededor, este aislamiento sin igual del hombre que tiene toda su vida bajo la mirada, la alegría desmedida del asesino impune, esta lógica implacable que tritura vidas humanas (Ríe), que te tritura, Cesonia, para lograr por fin la soledad eterna que deseo.
Cesonia (debatiéndose débilmente). ¡Cayo!
Calígula (cada vez más exaltado). No, nada de ternura. Hay que terminar, el tiempo apremia. ¡El tiempo apremia, querida Cesonia!
Cesonia agoniza, Calígula la arrastra hasta el lecho donde la deja caer.
Calígula (mirándola con ojos extraviados; con voz ronca). Y tú también eras culpable. Pero matar no es la solución.
ESCENA XIII
Gira sobre sí mismo, hosco, y se acerca al espejo.
Calígula. ¡Calígula! Tú también, tú también eres culpable ¡Entonces, ¿no es verdad?, un poco más, un poco menos! ¿Pero quién se atrevería a condenarme en este mundo sin juez, donde nadie es inocente? (Con acento de angustia, apretándose contra el espejo.) Ya lo ves, Helicón no ha venido. No tendré la luna. Pero qué amargo es estar en lo cierto y llegar sin remedio a la consumación. Porque temo la consumación. ¡Ruido de armas! La inocencia prepara su triunfo. ¡Por qué no estaré en su lugar! Tengo miedo. Qué asco, después de haber despreciado a los demás, sentir la misma cobardía en el alma. Pero no importa. Tampoco el miedo dura. Encontraré ese gran vacío donde el corazón se sosiega.
Retrocede un poco, vuelve hacia el espejo. Parece más tranquilo. Reanuda el discurso, pero en voz más baja y concentrada.
Todo parece tan complicado. Sin embargo, todo es tan sencillo. Si yo hubiera conseguido la luna, si el amor bastara, todo habría cambiado. ¿Pero dónde apagar esta sed? ¿Qué corazón, qué dios tendría para mí la profundidad de un lago? (De rodillas y llorando.) Nada, en este mundo ni en el otro, que esté a mi altura. Sin embargo sé, y tú también lo sabes (tiende las manos hacia el espejo llorando), que bastaría que lo imposible fuera. ¡Lo imposible! Lo busqué en los límites del mundo, en los confines de mí mismo. Tendí mis manos (gritando), tiendo mis manos y te encuentro, siempre frente a mí, y por ti estoy lleno de odio. No tomé el camino verdadero, no llego a nada. Mi libertad no es la buena. ¡Nada! Siempre nada. ¡Ah, cómo pesa esta noche! Helicón no ha venido; ¡seremos culpables para siempre! Esta noche pesa como el dolor humano.
Ruido de armas y cuchicheos entre bastidores. Calígula se levanta, toma con la mano un asiento bajo y se acerca al espejo respirando con fuerza. Se observa, simula un salto hacia adelante y frente al movimiento simétrico de su doble en el espejo, arroja el asiento al vuelo, gritando: ¡A la historia, Calígula, a la historia!
El espejo se rompe y en ese momento, por todas las puertas, entran los conjurados en armas. Calígula los enfrenta con una risa loca. El viejo Patricio lo hiere en la espalda, Quereas, en medio de la cara. La risa de Calígula se transforma en estertor. Todos lo hieren. Con un último estertor, Calígula, riendo, grita: ¡Todavía estoy vivo!
Telón