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Calígula. Es cierto. Pero antes no lo sabía. Ahora lo sé. (Siempre con naturalidad.) El mundo, tal como está, no es soportable. Por eso necesito la luna o la dicha, o la inmortalidad, algo descabellado quizá, pero que no sea de este mundo.

Helicón. Es un razonamiento que se tiene en pie. Pero en general no es posible sostenerlo hasta el fin.

Calígula (levantándose, pero con la misma sencillez). Tú no sabes nada. Las cosas no se consiguen porque nunca se las sostiene hasta el fin. Pero quizá baste permanecer lógico hasta el fin. (Mira a Helicón.) También sé lo que piensas. ¡Cuántas historias por la muerte de una mujer! Pero no es eso. Creo recordar, es cierto, que hace unos días murió una mujer a quien yo amaba. ¿Pero qué es el amor? Poca cosa. Esa muerte no significa nada, te lo juro; sólo es la señal de una verdad que me hace necesaria la luna. Es una verdad muy simple y muy clara, un poco tonta, pero difícil de descubrir y pesada de llevar.

Helicón. ¿Y cuál es la verdad?

Calígula (apartado, en tono neutro). Los hombres mueren y no son felices.

Helicón (después de la pausa). Vamos, Cayo, es una verdad a la que nos acomodamos muy bien. Mira a tu alrededor. No es eso lo que les impide almorzar.

Calígula (con súbito estallido). Entonces todo a mi alrededor es mentira, y yo quiero que vivamos en la verdad. Y justamente tengo los medios para hacerlos vivir en la verdad. Porque sé lo que les falta, Helicón. Están privados de conocimiento y les falta un profesor que sepa lo que dice.

Helicón. No te ofendas, Cayo, por lo que voy a decirte. Pero deberías descansar primero.

Calígula (sentándose y con dulzura). No es posible, Helicón, ya nunca será posible.

Helicón. ¿Y por qué no?

Calígula. Si duermo, ¿quién me dará la luna?

Helicón (después de un silencio). Eso es cierto.

Calígula se levanta con visible esfuerzo.

Calígula. Escucha, Helicón. Oigo pasos y rumor de voces. Guarda silencio y olvida que acabas de verme.

Helicón. He comprendido.

Calígula se dirige hacia la salida. Se vuelve.

Calígula. Y te lo ruego: en adelante ayúdame.

Helicón. No tengo razones para no hacerlo, Cayo. Pero sé pocas cosas y pocas cosas me interesan. ¿En qué puedo ayudarte?

Calígula. En lo imposible.

Helicón. Haré lo que pueda.

Calígula sale. Entran rápidamente Escipión y Cesonia.

ESCENA VI

Escipión. No hay nadie. ¿No le viste, Helicón?

Helicón. No.

Cesonia. Helicón, ¿de veras no te dijo nada antes de escapar?

Helicón. No soy su confidente, soy su espectador. Es más prudente.

Cesonia. Te lo ruego.

Helicón. Querida Cesonia, Cayo es un idealista, todo el mundo lo sabe. Sigue su idea, eso es todo. Y nadie puede prever a dónde lo llevará. ¡Pero si me lo permitís, el almuerzo!

Sale.

ESCENA VII

Cesonia se sienta con cansancio.

Cesonia. Un guardia lo vio pasar. Pero Roma entera ve a Calígula por todas partes. Y Calígula en efecto, sólo ve su idea.

Escipión. ¿Qué idea?

Cesonia. ¿Cómo puedo saberlo yo, Escipión?

Escipión. ¿Drusila?

Cesonia. ¿Quién puede decirlo? Pero en verdad la quería. En verdad es duro ver morir hoy lo que ayer estrechábamos en los brazos.

Escipión (tímidamente). ¿Y tú?

Cesonia. Oh, yo soy la antigua querida.

Escipión. Cesonia, hay que salvarlo.

Cesonia. ¿Así que lo amas?

Escipión. Lo amo. Era bueno conmigo. Me alentaba y sé de memoria ciertas palabras suyas. Me decía que la vida no es fácil, pero que están la religión, el arte, el amor que inspiramos. Repetía a menudo que hacer sufrir es la única manera de equivocarse. Quería ser un hombre justo.

Cesonia (levantándose). Era un niño. (Se dirige hacia el espejo y se mira.) Nunca tuvo otro dios que mi cuerpo y a este dios quisiera rezar hoy para que Cayo me fuese devuelto.

Entra Calígula. Al ver a Cesonia y a Escipión, vacila y retrocede. En el mismo instante entran por el lado opuesto los Patricios y El intendente de palacio. Se detienen, cortados. Cesonia se vuelve. Ella y Escipión corren hacia Calígula. El los detiene con un ademán.

ESCENA VIII

El intendente (con voz insegura). Te… te buscábamos, César.

Calígula (con voz breve y cambiada). Ya lo veo.

El intendente. Nosotros… es decir…

Calígula (brutalmente). ¿Qué queréis?

El intendente. Estábamos inquietos, César.

Calígula (acercándose). ¿Con qué derecho?

El intendente. ¡Oh!… (Súbitamente inspirado y muy rápido.) En fin, de todos modos, bien sabes que debes arreglar algunas cuestiones concernientes al Tesoro Público.

Calígula (con un acceso de risa inextinguible). ¿El Tesoro? Pero es cierto, claro, el Tesoro; es fundamental.

El intendente. Cierto, César.

Calígula (siempre riendo, a Cesonia). ¿No es verdad, querida, que es muy importante el Tesoro?

Cesonia. No, Calígula, es una cuestión secundaria.

Calígula. Pero es que tú no entiendes nada. El Tesoro tiene un poderoso interés. Todo es importante; ¡las finanzas, la moral pública, la política exterior, el abastecimiento del ejército y las leyes agrarias! Todo es fundamental. Todo está en el mismo plano: la grandeza de Roma y tus crisis de artritismo. ¡Ah! Me ocuparé de todo. Escúchame un poco, intendente.

El intendente. Te escuchamos.

Los Patricios se adelantan.

Calígula. ¿Me eres fiel, verdad?

El intendente (en tono de reproche). ¡César!

Calígula. Bueno, pues tengo un plan que proponerte. Vamos a revolucionar la economía política en dos tiempos. Te lo explicaré, intendente…, cuando hayan salido los patricios.

Los Patricios salen.

ESCENA IX

Calígula se sienta junto a Cesonia.

Calígula. Escúchame bien. Primer tiempo. Todos los patricios, todas las personas del Imperio que dispongan de cierta fortuna -pequeña o grande, es exactamente lo mismo- están obligados a desheredar a sus hijos y testar de inmediato a favor del Estado.

El intendente. Pero César…

Calígula. No te he concedido aún la palabra. Conforme a nuestras necesidades, haremos morir a esos personajes siguiendo el orden de una lista establecida arbitrariamente. Llegado el momento podremos modificar ese orden, siempre arbitrariamente. Y heredaremos.

Cesonia (apartándose). ¿Qué te pasa?

Calígula (imperturbable). El orden de las ejecuciones no tiene, en efecto, ninguna importancia. O más bien, esas ejecuciones tienen todas la misma importancia, lo que demuestra que no la tienen. Por lo demás, son tan culpables unos como otros. (Al intendente, con rudeza.) Ejecutarás esas órdenes sin tardanza. Todos los habitantes de Roma firmarán los testamentos esta noche, en un mes a más tardar los de provincias. Envía correos.

El intendente. César, no te das cuenta…

Calígula. Escúchame bien, imbécil. Si el Tesoro tiene importancia, la vida humana no la tiene. Está claro. Todos los que piensan como tú deben admitir este razonamiento y considerar que la vida no vale nada, ya que el dinero lo es todo. Entretanto, yo he decidido ser lógico, y como tengo el poder, veréis lo que os costará la lógica. Exterminaré a los opositores y la oposición. Si es necesario, empezaré por ti.

El intendente. César, mi buena voluntad no admite duda, te lo juro.

Calígula. Ni la mía, puedes creerme. La prueba es que consiente en adoptar tu punto de vista y considerar el Tesoro público como un objeto de meditación. En suma, agradéceme, pues intervengo en tu juego y utilizo tus cartas. (Pausa, luego, con calma.) Además mi plan, por su sencillez, es genial, lo cual cierra el debate. Tienes tres segundos para desaparecer. Cuento: uno…