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– ¿Cómo crees que se debe sentir Sally? Se la está follando.

Se quedaron allí y esperaron. El tío alto que había recibido los puñetazos se llamaba Leo. El otro era Dale. Hacía mucho calor bajo el sol mientras esperaban.

– Nos quedan dos cigarrillos -dijo Dale-, ¿nos los fumamos?

– ¿Cómo infiernos vamos a fumar sabiendo lo que está ocurriendo tras esas rocas?

– Tienes razón. Dios. ¿Por qué tardan tanto?

– Dios, no sé. ¿Crees que la habrá matado?

– Estoy empezando a preocuparme.

– Creo que voy a acercarme a echar un vistazo.

– De acuerdo, pero ten cuidado.

Leo se fue hacia las rocas. Había un pequeño promontorio cubierto de arbustos. Subió arrastrándose por él y escondido entre los arbustos, miró abajo. Red se estaba jodiendo a Sally. Leo los observó. Parecía no tener fin. Red seguía y seguía. Leo bajó reptando el promontorio y caminó hacia donde estaba Dale.

– Creo que ella está bien -dijo.

Esperaron.

Finalmente, Red y Sally salieron de detrás de las rocas. Vinieron caminando hacia ellos.

– Gracias, hermanos -dijo Red-, ha sido un bonito bocado.

– ¡Ojalá te caigas al infierno! -dijo Leo.

Red se rió.

– ¡Paz! ¡Paz, hermanos!… -Hizo el signo con sus dedos-. Bueno, creo que me voy a ir…

Lió un cigarrillo rápido, sonriendo mientras lo pegaba. Entonces lo encendió, inhaló una bocanada, y se fue andando hacia el norte, buscando los lugares sombreados.

– Sigamos alegres el resto del camino -dijo Dale-, las cargas no sirven para nada.

– Sí, hacia la autopista del Oeste -dijo Leo-, ea, vámonos.

Empezaron a caminar hacia el Oeste.

– Cristo -dijo Sally-. ¡No puedo casi andar! ¡Es un animal!

Leo y Dale no dijeron nada.

– Espero no quedarme preñada.

– Sally -dijo Leo-, lo siento…

– ¡Oh, cállate!

Caminaron. La tarde estaba cayendo y el calor del desierto iba en disminución.

– ¡Odio a los hombres! -dijo Sally.

Un conejo salió corriendo de debajo de una mata y Leo y Dale dieron un salto de sorpresa.

– Un conejo -dijo Leo-, un conejo.

– ¿Os asustó ese conejo, eh, tíos?

– Bueno, después de lo que ocurrió, estamos nerviosos.

– ¿Vosotros nerviosos? ¿Y yo qué, eh? Mira, vamos a sentarnos un rato; estoy cansada.

Había un pequeño espacio de sombra y Sally se sentó entre los dos.

– Sabéis, después de todo… -dijo ella.

– ¿Qué?

– No estuvo tan mal. En un plano puramente sexual, quiero decir. Me la metió de verdad. ¡Uau! En el aspecto estrictamente sexual fue algo grande.

– ¿Qué? -dijo Dale.

– Quiero decir, bueno, moralmente, le odio. El hijo de puta debería ser fusilado. Es un perro. Un cerdo. Pero en el terreno estrictamente sexual fue algo…

Se quedaron allí sentados un rato sin decir nada. Entonces sacaron los dos cigarrillos y se los fumaron, pasándoselos de uno a otro.

– Ojalá tuviésemos algo de droga -dijo Leo.

– Dios, sabía que ibas a decirlo -dijo Sally-. Vosotros es que casi ni existís.

– ¿Puede que te sintieras mejor si te violásemos? -preguntó Leo.

– No seas estúpido.



– ¿Crees que no puedo violarte?

– Debería haberme ido con él. Vosotros no sois nada.

– ¿Así que ahora él te gusta? -preguntó Dale.

– ¡Olvídalo! -dijo Sally-. Vamos a bajar hasta la autopista y allí nos pondremos a hacer dedo.

– Yo puedo metértela de un golpe -dijo Leo-, puedo hacerte llorar.

– ¿Y yo puedo mirar? -preguntó Dale, riéndose.

– No va a haber nada que mirar -dijo Sally-. Vamos. En marcha.

Se levantaron y caminaron hacia la autopista. Estaba a diez minutos de camino. Cuando llegaron allí, Sally se puso en el borde a hacer dedo. Leo y Dale se quedaron más atrás escondidos. Habían olvidado la bandera del Viet-Cong. Sé la habían dejado tirada en la explanada, junto a la escoria cercana a la vía. La guerra seguía. Siete hormigas rojas gigantes se deslizaban entre los pliegues de la bandera.

No puedes escribir una historia de amor

Margie iba a salir con este tío pero cuando salían el tío se encontró con otro tío vestido con un abrigo de cuero y el tío del abrigo de cuero abrió el abrigo de cuero y le enseñó al otro tío sus tetas y el otro tío se dirigió a Margie y le dijo que no podía mantener su cita porque el tío del abrigo de cuero le había enseñado las tetas y tenía que ir a follarse a ese tío. Así que Margie se fue a ver a Carl. Carl estaba en su casa, y Margie se sentó y le dijo:

– Este tío iba a llevarme a la terraza de un café, íbamos a beber algo de vino y a hablar, sólo beber vino y hablar, nada más, pero en el camino este tío se encontró a otro tío con un abrigo de cuero, y el tío del abrigo de cuero le enseñó sus tetas al otro tío y ahora este tío se ha ido a follar con el tío del abrigo de cuero, así que me quedé sin mesa, sin vino y sin charla.

– No puedo escribir nada -dijo Carl-. He perdido la inspiración.

Entonces se levantó y se fue al baño, cerró la puerta, y se puso a cagar. Carl echaba cuatro o cinco cagadas al día. No tenía otra cosa que hacer. Se bañaba cuatro o cinco veces al día. No tenía otra cosa que hacer. Se emborrachaba por la misma razón.

Margie oyó el ruido de la cadena del retrete. Carl salió.

– Ocurre simplemente que un hombre no puede escribir ocho horas al día. Ni siquiera puede escribir todos los días, ni todas las semanas. Agota su mente, es una desesperación fija. Ahora no puedo hacer otra cosa que esperar.

Carl se fue hacia el frigorífico y salió con un paquete de seis cervezas. Abrió un botellín.

– Soy el escritor más grande del mundo -dijo-. ¿Sabes lo difícil que resulta?

Margie no contestó.

– Puedo sentir cómo el dolor se arrastra por todo mi ser. Igual que una segunda piel. Me gustaría poder cambiar de piel como las serpientes.

– Bueno, ¿por qué no te revuelcas en la alfombra y tratas de desprendértela?

– Escucha -preguntó él-. ¿Dónde te conocí?

– En la tienda de legumbres de Barney.

– Bueno, eso lo explica un poco. Tómate una cerveza.

Carl abrió una botella y se la pasó.

– Ya -dijo Margie-, ya sé. Necesitas tu soledad. Necesitas estar solo. Excepto cuando necesitas algo, excepto cuando cortamos de una vez y entonces te sientes perdido y en seguida te pones a llamar por teléfono diciéndome que me necesitas, que te estás muriendo de la resaca. Eres débil y te rajas rápido.

– Sí, me debilito rápido.

– Y eres tan estúpido conmigo, nunca te pones caliente. Vosotros los escritores sois tan… delicados… No podéis soportar a la gente. La humanidad hiede, ¿cierto?

– Cierto.

– Pero cada vez que cortamos empiezas a dar fiestas gigantescas de cuatro días. Y de repente te vuelves ingenioso. ¡Empiezas a hablar! De repente estás lleno de vida, hablando, bailando, cantando. Bailas en la mesita de café, lanzas botellas por la ventana, interpretas fragmentos de Shakespeare. De repente estás vivo, cuando yo me voy. ¡Oh, me han contado cosas acerca de esto!

– No me gustan las fiestas. Me disgusta especialmente la gente en las fiestas.

– Pues para ser un tío al que no le gustan las fiestas, celebras unas cuantas.

– Escucha, Margie, no entiendes. Ya no puedo escribir. Estoy acabado. En algún lugar torcí el rumbo. En algún lugar morí en medio de la noche.

– De la única manera en que te vas a morir es de una de tus monumentales resacas.

– Jeffers dijo que incluso los hombres más fuertes pueden quedar atrapados.

– ¿Quién fue Jeffers?

– Fue el tío que convirtió el Gran Sur en una trampa para turistas.

– ¿Qué vas a hacer esta noche?

– Iba a irme a escuchar las canciones de Rachmaninoff.

– ¿Quién es ese?

– Un ruso muerto.

– Mírate. Te quedas ahí sentado como un idiota.

– Estoy esperando. Algunos tíos aguardan dos años. A veces la inspiración no vuelve nunca.