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— Jamás pensé en esa posibilidad — contestó Ted.

— Supongamos que un enemigo puede controlar nuestro tiempo — murmuró el comandante, yendo hasta la pizarra -. Cada vez que llueva, me pondré nervioso.

— No creo que haya nadie lo suficientemente adelantado para conseguirlo — dije.

— Quizás no — el comandante borró el trabajo de Ted de la pizarra. Luego dio un paso atrás y miró a las débiles imágenes todavía visibles. Tomó un pedazo de tiza y las rayó de manera que quedaron completamente ocultas; luego volvió a dejar limpia la pizarra.

— Bien — dijo -. Se borró. Es una costumbre que se adquiere cuando se trata con información clasificada.

— Aquí no hay nada clasificado — dijo Ted.

— Pues quizá debía haberlo.

Frunciendo el ceño, Ted preguntó:

— ¿Pretende clasificar el tiempo?

— No, creo que no. Pero el control del tiempo es otra cosa.

No comprendí lo serias que eran aquellas palabras del comandante hasta que transcurrió un par de semanas y Eolo se vio invadido por una brigada de inspectores de Seguridad del Gobierno. Su tarea, como me explicó el jefe, era asegurarse de que el laboratorio era una entidad completamente segura para conservar documentos que pudieran ser clasificados como secretos.

— Pero es que nosotros no hacemos ningún trabajo clasificado — protesté.

— La Fuerza Aérea nos pidió que viniésemos aquí — dijo, mostrándome una hoja amarilla de aspecto oficial -, para investigar en los Laboratorios de Investigaciones Eolo y dar el visto bueno calificándole apto para conservar secretos. Todo el personal será investigado también.

— ¿Qué significa eso?

— Significa que si usted ha contratado alguna persona a la que no se le puede dar el vistobueno para manejar secretos, tendrá que ser trasladada a un edificio separado o despedida.

— ¡Pero si no hacemos ningún trabajo secreto!

Volvió a agitar la hoja amarilla.

— Según la Fuerza Aérea, lo harán.

Los inspectores metieron las narices por todas partes, buscaron la situación de escritorios para la vigilancia, colocaron cerraduras en los archivadores, ordenaron que nos proveyésemos de papeleras especiales para echar el material inútil clasificado y me explicaron que la muchacha que estaba encargada de la biblioteca tendría que sellar, almacenar, distribuir y mantener un registro de los documentos clasificados.

En medio de todo aquel jaleo, llamé por teléfono a Ted.

— Iba a llamarle yo — me dijo. ¿Tienes encima de ti a los agentes de Seguridad?

— Por toda la casa.

— Sonrió

— Cerraron el escritorio de Rossman mientras estaba almorzando. Necesitó una hora para conseguir la llave. Se puso púrpura.

— ¿Es necesario todo esto? — pregunté.

— Me lo imagino, si es que vamos a trabajar para la Fuerza Aérea.

Precisamente entonces Tuli, el tranquilo Tuli, entró hecho una furia apareciendo en la pantalla, los puños crispados y los ojos llameando. Barney iba detrás de él, a punto de llorar.

— ¿Qué sucede? — preguntó Ted.

Sin decir palabra, Tuli le entregó un pedazo de papel amarillo. Ted lo examinó y su cara se descompuso con un ceño de cólera.

— ¡Mira esto!

Mantuvo el memorándum ante la pantalla:

PUESTO QUE A LOS CIUDADANOS DE ORIGEN EXTRANJERO SE LES IMPIDE EL ACCESO A LA INFORMACION CLASIFICADA, ES NECESARIO SUSPENDER A P. O. BARNEVELDT Y A T. R. NOYON INDEFINIDAMENTE, MIENTRAS DURE LA INVESTIGACION DE SEGURIDAD.



XIV

VIENTO AMARGO

Me quedé mirando al papel amarillo, intentando pensar qué es lo que debería hacer primero.

— Déjame que llame al comandante Vincent — dije -. Quería hablarle de cualquier forma de lo que está ocurriendo aquí, en Eolo.

— Le llamaré yo — dijo Ted, con los labios apretados.

— No, será mejor que no lo hagas — comprendí que después de decir tres palabras al comandante, Ted se pondría a gritar -. Hablaré con él y te llamaré a ti.

Conseguir que el comandante se pusiese en el teléfono no fue fácil. Había abandonado la base de Ohio de la División Tecnológica Extranjera y ahora estaba destinado en Washington.

— Me han trasladado a un grupo especial — dijo cuando por fin le localicé -. Estamos poniendo en marcha un proyecto de control del tiempo. El equipo de Marrett y el suyo podrán ayudarnos.

Le expliqué el alboroto creado por Seguridad en Climatología y Eolo. El comandante Vincent me miró con simpatía, pero también con aire de no poder hacer nada.

— Ya sé que no trabajan en ningún género clasificado en su Laboratorio todavía. Pero tenemos que asegurarnos de que podrán manejar material secreto cuando llegue el momento. Lo que ocurrirá pronto, créame.

— ¿Pero qué hay de los dos ayudantes más íntimos de Ted, que han sido suspendidos? — pregunté -. Eso perturbará su trabajo.

Parecía sinceramente desgraciado.

— Luché sobre eso con el personal de Seguridad aquí, antes de que enviaran la orden. Créame, ha peleado toda una semana. Pero tienen normas y reglamentos que les amparan. ¡Ojalá hubiese algo que pudiese hacer para ayudarle, pero tengo las manos atadas!

— Ted va a salir disparado como un cohete de cinco etapas — dije. No trabajará para ustedes a menos…

— Tendrá que trabajar para nosotros — repuso el comandante. Escuche, yo soy tan condescendiente como cualquier hijo de vecino, pero este proyecto no va a depender de un solo hombre. Si Marrett no puede soportar los reglamentos de Seguridad, pondremos a otra persona al frente de su taller en Climatología y le despediremos.

— ¿Quiere decir que no se puede hacer nada absolutamente? Esas personas no han obrado mal y se quedarán sin empleo. ¡Eso no es noble!

— Bueno, quizá se pueda hacer un trato con la chica. Tiene documentos que prueban su ciudadanía, según lo dicho por el personal de Seguridad. Y su país nativo es aliado nuestro. Pero el otro individuo es de Mongolia. No son amigos.

— Pero tampoco enemigos — respondí.

El comandante Vincent alzó las manos en un gesto que quiso decir "hice cuanto pude".

Ted hirvió de cólera al contarle la oferta del comandante.

— Así que permiten que Barney se quede. ¿Qué tiene de malo Tuli? ¿,La Fuerza Aérea teme que forme parte el peligro amarillo?

— Parece que lo que temen es la amenaza roja. — Mongolia, oficialmente, es una nación socialista.

— Amenaza roja, peligro amarillo… únelo todo y tendrás una masa anaranjada — no lo decía en plan de chiste, — ¿y qué hacemos, embarcamos a Tuli de vuelta a Mongolia dentro de un cajón?

— Oficialmente está suspendido — comenté, — ¿pero por qué no puede trabajar temporalmente para Eolo? Sólo hasta que este lío se aclare. Podemos instalarle en un despacho particular, cerca de nuestro edificio.

Ted meditó un momento.

— ¿Quizá resultará. Existe el problema de la polución del aire en la Cúpula de Manhattan. Tuli podría ayudar a resolverlo. Lo haría como empleado de Climatología, pero no es posible, por culpa de Rossman. Claro que siendo miembro de Eolo…

Asentí.

— Prepararé los papeles en seguida. Tuli puede ingresar en nuestro equipo como consejero eventual.

— De acuerdo — asintió Ted. — Pero toda esta operación militar es errónea de cabeza a rabo. Estoy pensando en el asunto. Si van a manejar el control del tiempo como un arma secreta, toda la idea se va a ver sofocada por dificultades.

El viento había recorrido largo trecho. Cosa de tres semanas antes fue frío, una ráfaga seca que nacía en la tundra de Siberia mientras las heladas de noviembre marchaban hacia el sur, cruzando el lago Baikal. Sopló hasta el amplio Pacífico, arrancando humedad del mar. El viento del oeste invadió América en un frente de mil trescientos kilómetros de amplitud, haciendo que los agricultores de California adoptaran medidas para impedir las heladas que por indicarían la última etapa del fruto en sazón. Cuando ascendió por las Rocosas, el viento dejó caer la primera lluvia; luego, un manto de nieve de más de un palmo de espesor mientras entregaba así la humedad capturada. Volvió a ser un viento seco cuando descendió por la otra ladera de las montañas y cruzó el desierto del suroeste. Se curvó hacia la Costa del Golfo, adquirió algo más de vapor de agua y, guiado por la corriente en chorro, se precipitó hacia el norte en Nueva Inglaterra. Para cuando llegó a Boston se había enfriado hasta el punto de la escarcha y roció toda la zona con una fina polvareda de nieve. Los niños, encantados, bajaron a las bodegas o subieron a los desvanes para buscar sus trineos y patines. Los adultos, malhumorados, se dirigieron a sus garajes, murmurando algo acerca de los neumáticos para la nieve y los inviernos de Nueva Inglaterra.