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XII

VIENTOS CAMBIANTES

Arrojé las cosas a ciegas en mi maleta de viaje, mientras la lluvia aporreaba la ventana de mi cuarto. Ropas, zapatos, equipo de afeitar, todo lo introduje tan deprisa como lo sacaba de cajones y estanterías.

Sonó el timbre de la puerta.

— ¡Está abierta! — grité.

Entró Barney.

— ¡Jerry, eso es maravilloso! La lluvia…

Se interrumpió al ver lo que estaba haciendo. Se quedó plantada en el umbral con un impermeable goteante y apartó de su frente un rizo de brillante cabello negro.

— ¿Te marchas?

SI — conteste, siguiendo con el equipaje.

— Por causa de Ted.

— Volviste a acertar.

Entré en el cuarto de baño para abrir el armarito. Estaba vacío.

— ¿Cuándo te vas?

— En la primera máquina de volar que se encamine a Hawai.

— Supongo que no debo censurártelo — dijo.

— Eres muy generosa.

— Jerry, no seas sarcástico.

— ¿Por qué no? Creí que te gustaban los muchachos sarcásticos y duros y que exhibían su mal genio con frecuencia.

— No me gusta la gente que huye.

Cerré mi maleta.

— ¿Y qué esperabas que hiciese? ¿Que me sentara ante mi escritorio y contase el dinero mientras tú y Ted os emparejabais en las nuevas alturas de las maravillas científicas? ¿Qué me queda a mí por hacer aquí? Nada. Ted tiene lo que deseaba y tú lo que querías. Así que volveré a mi casa y trataré de olvidar todo este asunto.

— ¿Qué quieres decir con que ya tengo lo que deseaba?

— Ted ha vuelto contigo, ¿no? Ahora estáis juntos cada día, trabajando uno junto a otro en bien de la dulce ciencia. Solos vosotros dos, con vuestro lacayo asiático. El pequeño muchacho rico de las islas ya no os es útil para nada.

— ¿Es eso lo que piensas?

— Le salvé el cuello cuando estaba preparado para arrojar la toalla. Ahora no me necesita más. Y mientras esté contigo, tú tampoco me necesitas. ¿Para qué debo quedarme? ¿Sólo para ver llover?

— Si eso es cierto, Jerry — dijo -, ¿entonces por qué vine yo aquí?

No obtuvo respuesta a esa pregunta.

— Si eres capaz de hablar tranquilo durante unos minutos — dijo, yendo hacia el sofá -, quizá pueda demostrarte lo equivocado que estás.

— ¿Que estoy equivocado?

— Ted es un gusano imperdonable ~ eso no admite la menor discusión. El modo en que te trató fue vergonzoso. Pero, si quieres escucharme un minuto, me parece que comprenderás por qué es así.

— No me hace falta que una aficionada me psicoanalice a un joven genio — repuse.

— No; prefieres correr a tu casa y esconderte tras tu padre.

Su voz de pronto sonó fuerte, aguda, con verdadera cólera. Jamás la había visto enfadada.

— Ted te trató de manera horrible, en eso no tiene excusa. Yo esperaba que te mostrases ofendido y furioso contra él. Pero no creí que te compadecieras de ti mismo.

— Está bien — dije -. ¿Por qué viniste?

— Porque Ted te debe una excusa, pero nunca te la dará. Así que creí que debería yo…

— ¿Como su representante?

— Otra vez vuelves a ponerte sarcástico — dijo Barney.

Me senté junto a ella.

— Ted opera en un mundo propio — continuó Barney -. He pasado horas reprendiéndole por el modo en que te ha tratado, pero eso no le impresiona. No podría excusarse aunque quisiera; es demasiado tozudo. Y, además, está convencido de haber obrado de la mejor manera…

— ¿La mejor manera?

— Deseaba cortar la sequía. Volver a Climatología era la única manera de hacerlo. ¿Tú crees que le gustó? ¿Tienes idea de lo que le costó pedir al doctor Rossman que le volviese a admitir? ¿Ofrecer aceptar toda la responsabilidad 5 los experimentos fracasaban, hacerse a un lado y olvidarse de la gloria si daban resultado? Yo no hubiera podido; ninguno de nosotros. Pero Ted lo hizo. Sin parpadear.

— Es un loco — murmuré.

— Está venciendo a la sequía, no importa quién se lleve los honores. Y está convencido de que obró bien. Cree que si estás enfadado, es porque eres tozudo y corto de vista.

— Una manera muy conveniente de considerarlo.

— No, lo cree en realidad. Nada hay más importante para Ted que efectuar su trabajo… y hacerlo bien. Cualquier cosa que se le interponga… no tendrá paciencia para soportarla.

Miré más allá del rostro de Barney, a la goteante ventana.

— De acuerdo; creo que cumplirá su misión.



Pareció relajarse un poco.

— Quise venir a verte antes, pero hemos estado literalmente encerrados en el edificio durante casi diez días. Ha sido un tiempo imposible. Ya sabes lo negrero que es.

Tuve que sonreír.

— Pareces cansada.

Asintió.

— ¿Te gustaría cenar un poco?

— Sí, seria estupendo.

— Haré que nos la suban.

Marqué la selección del menú en el tablero y a los pocos minutos la cena salía del receptáculo de la pared y se colocaba en la mesa. Empujé la mesa con ruedas hasta el sofá.

— ¿Todavía piensas marcharte? — me preguntó Barney mientras comíamos.

— No lo sé — repuse.

— Ojalá no te vayas.

— "Y ojalá lo dijeses de veras", pensé para mí.

Después de cenar y mientras yo colocaba la bandeja otra vez en el receptáculo de la pared, me preguntó:

— ¿Jerry, te vas a marchar o aguantarás?

Vi cómo la bandeja desaparecía en la ranura de la pared, llevándose los platos.

— ¿Importa eso mucho? — pregunté a mi vez.

— Claro que sí.

— ¿Por qué?

— Te necesitamos, Jerry. Ted te necesita; nos necesita a todos, a las personas de su confianza. Ahora más que nunca.

— Entonces, es por Ted.

— Y por mí también, Jerry. No quiero que te marches. Ya te lo he dicho.

— Sí, me lo dijiste.

Se me acercó más.

— Lo digo de veras, Jerry. Por favor, no te vayas.

La atraje hacia mí y la besé. Estuvimos abrazados un momento y luego, con mucha suavidad, se me apartó.

— Jerry, yo no estaba segura de nada excepto de Ted. Ahora ni siquiera estoy segura de él.

Sonreí.

— Eso es lo malo de ser un simple mortal. Claro que si fuésemos superhombres, como quien tú sabes, jamás dudaríamos de nada.

— No estés tan convencido — me contestó muy seria -. Sé que Ted atropella a cualquiera que se le interponga… pero tiene sus dudas; sobre ~l mismo, sobre el trabajo que desea hacer. Sólo el que no permita que nadie las vea no quiere decir que no existan.

— Ya imagino que tienes razón. Sin embargo, ha alzado un buen frente para protegerse.

Barney se volvió hacia la puerta.

— ¿Dónde dejé mi impermeable? Llegó la hora de que me vaya…

— Te llevaré a tu casa.

— No. Todo va bien. La lluvia ha amainado ahora y empleando la acera rodante no queda lejos mi apartamento.

— ¿Te veré mañana? Pregunté mientras la ayudaba a ponerse el impermeable.

— ¿Te quedas?

— Por lo menos una temporada.

— ¿Por qué no vienes a almorzar en Climatología? Creo que Ted y tú deberíais estrecharos las manos.

— ¿Antes de nuestra pelea?

— ¿Qué?

— Es una vieja expresión de boxeo.

Soltó una carcajada.

— Bueno, estás haciendo chistes.

— Quizá me vuelva a poner sarcástico.

— No, ya no te pondrás.

La acompañé por el pasillo hasta el ascensor, la despedí, luego volví corriendo a la habitación, abrí la pesada maleta y desparramé su contenido por el suelo.

A treinta y siete mil kilómetros por encima de la boca del río Amazonas, los meteorólogos que estaban a bordo del satélite sincrónico Estación Atlántico contemplaban cómo se formaba una banda circular de nubes en el centro del Océano. Televisaron sus fotografías al Centro Nacional de Investigaciones de Huracanes de Miami y, en menos de una hora, los aviones patrulla despegaron para examinar la joven tempestad. Para cuando llegaron a ella, el huracán habla desarrollado una especie de ojo y las velocidades del viento eran de más de noventa nudos. Veinticinco milímetros de lluvia por hora se vertían sobre una zona oceánica de ciento sesenta mil kilómetros cuadrados. La tempestad se movía hacia el oeste. ¿Llegaría muy lejos? ¿Dónde azotaría? Nadie lo sabía. Se emitieron alarmas por toda la costa de levante, la Costa del Golfo y por las islas del Caribe. Alerta contra el huracán. Un millar de megatones de energía estaban sueltos y se encaminaban hacia el frágil reino de los hombres.