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Monk lo miró fijamente.

– Si consiguiéramos eliminar parte de la pobreza y a algunos de sus parásitos, podríamos prevenir el delito antes incluso de tener que intervenir para resolver ningún caso -dijo con una vehemencia que hasta a él mismo le sorprendió. Al parecer, volvían a él algunas de sus olvidadas pasiones, aunque no podía precisar sus causas.

– Joscelin Grey -lo instó Runcorn. No iba a dejar que se apartara del asunto.

– Estoy trabajando en el caso -replicó Monk.

– ¡Entonces debo decirle que los resultados que ha conseguido son muy pocos!

– ¿Puede demostrar que fue Shelburne? -preguntó Monk. Conocía las intenciones de Runcorn y pensaba oponerse a ellas hasta las últimas consecuencias. Si llegaba a verse obligado a detener a Shelburne antes de encontrarse en disposición de hacerlo, haría saber públicamente que Runcorn le había obligado a ello.

Pero Runcorn no se daba por vencido.

– Es asunto suyo. Yo no estoy a cargo del caso -dijo con acritud.

– Pues quizá debería hacerse cargo de él. -Monk levantó las cejas como si considerase seriamente aquella posibilidad-. ¿No le parece?

Runcorn frunció los párpados.

– ¿Quiere decir que no se ve con ánimos de resolverlo? -dijo con voz contenida pero elevando el tono al final de la frase-. ¿Que le supera?

Monk recogió el farol.

– Si el culpable es Shelburne, entonces tal vez sí. Tal vez debería encargarse usted personalmente de efectuar el arresto. Ya sabe, mejor el inspector en jefe y todo eso.

Runcorn se quedó lívido y Monk saboreó las mieles de la victoria, pero sólo por un momento.

– Me parece que, además de memoria, también ha perdido energía -respondió Runcorn con leve ironía-. ¿O sea que renuncia?

Monk hizo una profunda aspiración.

– A mí no se me ha perdido nada -dijo con decisión-, y mucho menos el juicio. Y por eso mismo no pienso detener a un hombre, por mucho que sospeche de él, sin tener nada más que la sospecha. Si quiere hacerlo usted, tome el caso en sus manos y encarguese usted oficialmente de las responsabilidades. Y que Dios lo ayude cuando lady Fabia se entere. Le garantizo que no encontrará quien quiera echarle una mano.

– ¡Cobarde! ¡Por Dios, si no ha cambiado usted!

– Si alguna vez estuve dispuesto a detener a un hombre sin tener pruebas, entonces necesitaba cambiar. ¿Me retira del caso?

– Le doy una semana más. No creo que nadie quiera darle a usted más tiempo.

– ¡Que nadie quiera darnos a ambos más tiempo! -lo corrigió Monk-. Todo el mundo sabe que los dos estamos en esto. Y ahora dígame si tiene algo útil que decir, alguna idea para demostrar que fue Shelburne, aunque no haya testigos. ¿O es que seguiría usted adelante, suponiendo que la tuviera?

La insinuación no cayó en saco roto y, para sorpresa de Monk, Runcorn se ruborizó de rabia o quizá de remordimiento.

– El caso es de usted -dijo, rebosando malhumor- y yo no pienso retirarlo de sus manos hasta que usted venga a verme y admita que ha fracasado o hasta que me pidan que prescinda de usted.

– Muy bien, entonces sigo con él.

– Eso mismo, continúe, Monk, si puede.

El cielo estaba plomizo y llovía a más y mejor. Monk pensó tristemente, mientras volvía a pie a su casa, que los periódicos acertaban en sus críticas. Aún ahora sabía poco más que cuando Evan le había presentado las pruebas materiales del caso. Shelburne era el único de quien podía imaginar un motivo, pero aquel maldito bastón seguía obsesionándole. No era el arma del crimen, pero estaba seguro de que lo había visto antes. No podía ser de Joscelin Grey, porque Imogen había dicho claramente que Grey no había vuelto a casa de los Latterly desde la muerte de su suegro y Monk no había estado antes en la casa.

Entonces, ¿de quién era el bastón?



De Shelburne no.

Sin darse cuenta, sus pies lo llevaron no a su casa, sino a Mecklenburg Square.

En el vestíbulo encontró a Grimwade.

– Buenas, señor Monk, una noche muy mala, señor. Vaya verano este… no se puede decir otra cosa. ¡Hasta granizo ha caído! Si es que parecía que iba a nevar… y esto en pleno julio. ¡Y ahora esa lluvia! Tener que salir a la calle es un verdadero tormento. -Observó lleno de conmiseración las ropas empapadas de Monk-. ¿Le puedo ayudar en algo?

– Ese hombre que estuvo a ver al señor Yeats…

– ¿El asesino? -preguntó Grimwade con un estremecimiento y con aire de melodrama en su rostro enjuto.

– Eso parece -hubo de admitir Monk-. ¿Quiere describírmelo otra vez, por favor?

Grimwade entrecerró los ojos y se pasó la lengua por los labios.

– Mire usted, es un poco difícil. Ya ha pasado bastante tiempo y, más trato de recordar, más se me va borrando todo. Era un hombre más bien alto, esto sí puedo decirlo, aunque no con exageración. A la distancia que lo vi, cuesta decirlo. Cuando entró parecía unos centímetros más bajo que usted, pero cuando salió daba la impresión de que era más alto. Pero puedo estar confundido.

– Bueno, pero algo es algo. ¿Cómo era su piel? ¿Era sonrosado, cetrino, pálido, moreno?

– Más bien sonrosado, señor, pero lo mismo era por el frío. La noche era espantosa, un horror para el mes de julio. Un tiempo que no correspondía a la época del año, vamos. Llovía a cántaros y soplaba un viento de levante que cortaba como un cuchillo.

– ¿Y recuerda si llevaba barba?

– Yo diría que no y, si llevaba, debía de ser una de esas barbitas que se tapan fácilmente con una bufanda.

– ¿Tenía el cabello negro? ¿O castaño, rubio quizá?

– No, señor, rubio no, pero tampoco claro, en todo caso castaño. Lo que sí recuerdo es que tenía los ojos muy grises. Me di cuenta cuando salió: unos ojos de esos que parece que te penetran, como los de esos sujetos que te ponen en trance, ¿sabe usted?

– ¿Unos ojos penetrantes? ¿Está seguro? -preguntó Monk dubitativo, desconfiado del tono melodramático con que Grimwade hacía su rememoración.

– Sí, señor, cuanto más lo pienso, más seguro estoy. No me acuerdo de su cara, pero de la mirada de sus ojos sí que me acuerdo. No cuando entró, cuando salió. ¡Es curioso! Usted me dirá que podía haberme fijado en sus ojos cuando habló conmigo, pues le juro que igual que ahora estoy aquí delante de usted, que entonces no me fijé. -Miró a Monk con aire ingenuo.

– Gracias, señor Grimwade. Voy a ver si encuentro al señor Yeats y, si no está, me quedaré a esperarle.

– Sí que está en casa, sí, señor. Hace un rato que ha entrado. ¿Quiere que lo acompañe o recuerda el camino?

– Recuerdo el camino, gracias. -Monk sonrió con expresión torva e inició el ascenso. El sitio ya se le estaba haciendo penosamente familiar. Pasó rápidamente por delante de la puerta de Grey, con la imagen del horror que encerraba perfectamente presente en sus pensamientos, y llamó con energía a la puerta de Yeats. Un momento después ésta se abría y aparecía el rostro de Yeats, que lo miró con aire de preocupación.

– ¡Oh! -dijo, un poco asustado-. Precisamente… quería… quería hablar con usted. Bueno… quizá ya habría debido hacerlo. -Continuaba allí parado, delante de Monk, retorciéndose las manos, cuyos nudillos iban enrojeciéndose-. Me enteré… de lo del ladrón… me lo dijo Grimwade, ¿sabe? Y me figuré que había… encontrado al asesino… o sea que…

– ¿Me permite pasar, señor Yeats? -lo interrumpió Monk.

Era natural que Grimwade le hubiera hablado del robo, aunque sólo fuera para poner en guardia a los vecinos, pero también porque un hombre tan charlatán y solitario como aquel portero difícilmente se habría podido guardar para él un hecho tan espectacular y escandaloso; pero a Monk le irritó que le recordaran el hecho, por su intrascendencia en la resolución del caso.

– Lo siento… mucho -tartamudeó Yeats mientras Monk se metía en su casa-. Ya sé… que habría debido decírselo antes.

– ¿Decirme qué, señor Yeats? -Monk procuró no impacientarse porque era evidente que aquel pobre hombre estaba sumamente afectado.