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Monk no quería verse arrastrado a hablar del tipo de cosas que su imaginación más temía, sobre todo estando Imogen delante. A pesar de la irremediable situación en que se encontraba, cualquier vestigio de buena opinión que Imogen pudiera conservar de él importaba enormemente, cual fragmentos de un tesoro hecho añicos.

– No sé, señor Latterly, y puesto que no existe una prueba fehaciente sería impropio hacer sugerencias.

– ¡Impropio! -repitió Charles, sarcástico, con una voz que la emoción intensa había enronquecido-. ¿Quiere decir que usted tiene en cuenta estos detalles? Hasta me sorprende que conozca el significado de la palabra.

Imogen desvió la mirada, cohibida, y Hester se quedó helada. Abrió la boca como si fuera a hablar, pero seguramente pensó que era más prudente guardar silencio.

A Charles le volvió un ligero color a la cara durante el rato de silencio que siguió, pero no fue capaz de disculparse.

– Grey hablaba de un tal Dawlish -dijo con voz irritada-, y creo que estuvo en casa de Gerry Fortescue una o dos veces.

Monk tomó nota mental de estos detalles, por la relación que pudieran tener con los Dawlish, los Fortescue y otros, aunque no le parecían de utilidad y se daba cuenta del marcado escepticismo de Charles: era como querer camelarse a un animal sacado de la jaula que de pronto puede volverse peligroso. Se quedaba sólo para justificar su presencia en su casa, puesto que les había dicho que ésta era la razón por la que había venido a entrevistarse con ellos.

Al salir le pareció que oía un suspiro de alivio que desataba tras de sí, y hasta imaginó las rápidas miradas que se cruzaban entre ellos a sus espaldas, la complicidad que reflejaban y que no necesitaba formularse con palabras, dando a entender que el intruso se iba por fin, que ya había terminado aquel momento tan penoso. Mientras iba andando por la calle, los pensamientos de Monk volvían a aquella estancia profusamente iluminada que acababa de dejar y especialmente a Imogen. Trató de imaginar qué estaría haciendo ahora, qué pensaría de él, si lo vería siquiera como a un hombre normal o sólo como a aquel funcionario que de un tiempo a esta parte se le había vuelto más difícil de soportar de lo que hubiera sido normal.

Sin embargo, ¡lo había mirado de forma tan directa! ¿Era un momento intemporal que se iba repitiendo una vez y otra o era simplemente que él seguía demorándose en él? ¿Qué habría querido ella de él al principio? ¿Qué se habrían dicho?

La imaginación es algo poderoso y absurdo a la vez. De no haber pensado que aquella idea era una locura, habría llegado a imaginar que ambos compartían recuerdos importantes.

Cuando Monk se hubo marchado, Hester, Imogen y Charles se quedaron de pie en el saloncito mientras el sol se derramaba a raudales a través de las puertas ventanas que daban al pequeño jardín de la casa, que resplandecía en el silencioso verdor de las hojas.

Charles hizo una profunda aspiración, como si fuera a decir algo: primero miró a su esposa, después a Hester y finalmente soltó un suspiro. No dijo nada. Estaba tenso y angustiado, se acercó a la puerta, se excusó mecánicamente y salió de la habitación.

En la cabeza de Hester se agolpó todo un torrente de pensamientos. No le gustaba Monk, aquel hombre la sacaba de quicio, pero cuanto más lo observaba menos incompetente le parecía, contrariamente a lo que se había figurado al principio. Hacía preguntas caprichosas y no parecía estar más cerca de encontrar al asesino de Joscelin Grey que cuando empezó a buscarlo, pero Hester advertía tanto su inteligencia como su tenacidad. Estaba sinceramente interesado en el caso, no lo movían ni la vanidad ni la ambición. Quería averiguar lo que había pasado en nombre de la justicia, y hacer algo al respecto.

De no haberle resultado tan sumamente doloroso, habría sonreído, pues se había percatado de que Monk se mostraba sorprendentemente delicado con Imogen, sentía gran admiración por ella, que despertaba en él ansias de protegerla… sentimientos que ciertamente no le inspiraba ella. Ya había tenido ocasión de sorprender aquella misma mirada en los ojos de otros hombres. Imogen había despertado aquella misma emoción en Charles cuando se conocieron, y en muchos otros hombres desde entonces. Hester ignoraba si Imogen era o no consciente de aquella reacción.

¿Habría atraído de igual modo a Joscelin Grey? ¿Se había enamorado de ella, de aquella gracia suya, de sus ojos luminosos, de aquella inocencia que impregnaba todo lo que hacía?

Charles seguía enamorado de ella. Era un hombre simple, soportablemente vanidoso. Desde la muerte de su padre, estaba más ansioso y nervioso que antes, pero era una persona honorable, generoso en algunas ocasiones y alguna que otra vez, pocas, divertido… o por lo menos lo había sido en otro tiempo. Últimamente se había vuelto más engreído, como si cargara sobre sus hombros una pesada carga de la que no conseguía aliviarse por completo en ningún momento.



¿Cabía imaginar que Imogen hubiera encontrado al ingenioso, seductor y galante Joscelin Grey más interesante que él, aunque sólo fuera por breve tiempo? De ser así, Charles debía de haberse sentido profundamente herido y, por grande que fuera su autocontrol, una herida semejante le habría debido de resultar imposible de sobrellevar.

Imogen tenía un secreto. Hester la conocía y la quería lo bastante para no advertir todas aquellas pequeñas tiranteces suyas, los silencios que ahora reemplazaban a las confidencias de otros tiempos, una cierta precaución en lo que decía cuando estaban juntas. No era la suspicacia ni la sospecha de Charles lo que Imogen temía, pues no era hombre de naturaleza perceptiva, no entendía a las mujeres, ni lo intentaba. A quien temía era a ella, a Hester. Seguía mostrándose afectuosa con ella, pronta a prestarle un pañuelo o un chal de seda, a dispensarle una palabra de elogio, a agradecerle una cortesía… pero ante ella se mostraba vigilante, vacilaba antes de hablar, ponderaba la justeza de lo que decía pero sin la espontaneidad de antes.

¿Cuál era el secreto? Algo en su actitud inducía a Hester a pensar, guiada por un sexto sentido, que se trataba de algo relacionado con Joscelin Grey. Ya había notado cómo Imogen buscaba, pero a la vez temía, al policía Monk.

– Nunca habías hecho alusión alguna a que Joscelin Grey y George se conocieran -dijo Hester en voz alta.

Imogen dirigió la vista hacia la ventana.

– ¿No te lo dije? Si no te lo dije fue probablemente porque no quería entristecerte. No quería recordarte a George, ni tampoco a tus padres.

Hester no tenía nada que argumentar contra aquellas palabras. No las creía, pero a Imogen le cuadraban perfectamente.

– Gracias -replicó-, muy considerado por tu parte, sobre todo teniendo en cuenta lo profundo de tu simpatía por el comandante Grey.

Imogen sonrió, con la mirada perdida a través de la ventana, más allá de la luz tamizada, absorta en pensamientos que a Hester no le parecía discreto indagar.

– Era un hombre alegre -dijo lentamente Imogen-, distinto a todos los demás que conozco. Que muerte tan terrible la suya… Pero imagino que fue más rápida y menos dolorosa que muchas de las que tú has presenciado.

Hester tampoco supo qué decir.

Cuando Monk volvió a la comisaría encontró a Runcorn esperándole. Estaba sentado ante su escritorio y tenía delante un rimero de papeles. Los dejó a un lado y, en cuanto vio entrar a Monk, puso cara de pocos amigos.

– O sea que su ladrón era un prestamista -dijo secamente-. Puedo asegurarle que los periódicos no sienten el más mínimo interés por los prestamistas.

– ¡Pues hacen mal! -Monk le devolvió la pelota-. Son una peste que lo contamina todo y uno de los síntomas más repulsivos de la pobreza…

– Hombre de Dios, preséntese al Parlamento o haga de policía -dijo Runcorn, exasperado-, pero si estima en algo su trabajo, procure no hacer ambas cosas a un tiempo. Y no olvide que a los policías se les paga por resolver casos, no por hacer consideraciones morales.