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Monk y Evan atravesaron la calle en dirección al chico.
– ¿Qué me dice ahora? -preguntó Monk cuando estuvieron junto al muchacho.
Evan asintió con la cabeza.
Monk buscó una moneda en el bolsillo, ya que se sentía obligado a recompensar al niño por lo que dejase de ganar durante el tiempo que le dedicase. Sacó dos peniques y se los dio.
– Alfred, soy policía y quisiera hablar contigo sobre el caballero que asesinaron en el número seis de la plaza.
El chico se embolsó los dos peniques.
– Ya, ya, pero yo ya dije lo que sabía cuando me preguntaron -le respondió sorbiéndose los mocos.
Levantó los ojos con aire esperanzado: valía la pena hablar con un hombre dispuesto a desprenderse de dos peniques.
– Es posible -admitió Monk-, pero de todos modos me gustaría hablar contigo.
Junto a ellos pasó con estruendo el carro de un vendedor ambulante que se dirigía a Grey's I
– ¿No podríamos subir a la acera? -inquirió Monk, procurando disimular lo incómodo que se sentía.
Se estaba ensuciando las botas nuevas y tenía húmedas las perneras del pantalón.
El chico asintió con la cabeza y, para subrayar la poca destreza de aquellos señores para eludir ruedas y cascos y mostrando la condescendencia propia del profesional frente al aficionado, los dirigió hacia el bordillo.
– ¿Entonces qué? -preguntó, esperanzado, escondiendo los dos peniques en algún lugar de los pliegues de sus varias chaquetas y sorbiéndose ruidosamente los mocos. Se abstuvo de enjugárselos con la mano por deferencia a la condición de sus superiores.
– ¿Viste al comandante Grey entrar en su casa el día en que lo mataron? -le preguntó Monk con la gravedad que requería el caso.
– Sí, lo vi y no me di cuenta de que lo siguiera nadie, por lo menos yo no vi a nadie.
– ¿Había mucho movimiento en la calle?
– No, era una noche muy mala, aunque era por julio, llovía que era un contento. No había mucha gente y la poca que había iba como alma que lleva el diablo.
– Un par de años -respondió levantando las cejas como si le sorprendiera la pregunta.
– O sea que debes de conocer a todo el vecindario -prosiguió Monk.
– Sí, eso diría yo. -De pronto se le iluminaron los ojos como si acabara de entender por qué le hacía la pregunta-. ¿Quiere saber si vi a alguien que no era del barrio?
Monk asintió con la cabeza, satisfecho de su sagacidad.
– Ni más ni menos.
– Le dieron de palos hasta matarlo, ¿verdad?
– Sí. -Monk se sorprendió para sus adentros ante la precisión de la frase.
– Entonces usted no buscará a una mujer, ¿es cierto?
– No -admitió Monk, aunque de pronto se le ocurrió pensar que un hombre podía vestirse de mujer, suponiendo que el que mató a Grey no fuera un desconocido sino alguien que él conocía, alguien que con los años había ido acumulando todo el odio que parecía flotar en aquella habitación-.-A menos que fuera una mujer muy corpulenta -añadió- y muy fuerte, además.
El niño disimuló una mueca.
– La mujer que yo vi era más bien pequeña. Una como la mayoría de esas que andan por ahí buscando o por lo menos tienen pinta de mujeres. Por aquí no se ven ni busconas ni pendejos. -Volvió a sorberse los mocos y abrió mucho la boca para expresar su desaprobación-: Aquí sólo se ven de esas que pueden pagarse los que tienen pasta. -Y con un gesto de la mano indicó las historiadas fachadas de la plaza que tenía detrás.
– Ya comprendo -dijo Monk tratando de disimular lo mucho que le divertían aquellas explicaciones-. ¿Y aquella noche viste alguna mujer de esta clase que fuera al número seis?
Probablemente era una pregunta inútil, pero dadas las circunstancias convenía no dejar ningún cabo suelto.
– Ninguna que no vea siempre.
– ¿A qué hora?
– Cuando ya me iba para casa.
– ¿A eso de las siete y media?
– Eso mismo.
– ¿Yantes?
– Hablamos sólo del número seis, ¿verdad?
– Sí.
Cerró los ojos como si tratara de concentrarse profundamente para complacer a aquellos señores. Quizás así le caerían otros dos peniques.
– Uno de los caballeros que vive en el seis entró con otro que llevaba uno de esos cuellos de piel llena de rizos.
– ¿Astracán? -sugirió Monk.
– No sé cómo la llaman, lo que sí sé es que los dos entraron a eso de las seis y que ya no volví a ver a ese señor. Eso podría ayudar, ¿no?
– Quizá. Muchísimas gracias.
Monk se había puesto muy serio, le dio otro penique, lo que no dejó de sorprender a Evan, y después se quedó mirándolo mientras se perdía por el callejón con aire despreocupado y zafándose del tráfico, dispuesto a reanudar el trabajo interrumpido.
Evan tenía una expresión absorta y pensativa, si bien Monk no habría podido decir si estaba reflexionando acerca de las respuestas del chico o sobre sus medios de subsistencia.
– Hoy no veo por aquí a la vendedora de cintas -dijo Evan recorriendo con la mirada en uno y otro sentido la acera de Guilford Street-. ¿Con quién quiere hablar ahora?
Monk meditó un momento.
– ¿Cómo podemos localizar al cochero? Supongo que tenemos su dirección.
– Sí, señor, la tenemos, pero dudo que en estos momentos esté en su casa.
Monk volvió la cara hacia el viento que soplaba del este y que llegaba impregnado de fina llovizna.
– No, a menos que esté enfermo -hubo de admitir-. Hoy es un buen día para los cocheros. No hay quien vaya andando con este tiempecito si puede pagarse el trayecto en coche. -Parecía satisfecho de la observación que acababa de hacer, ya que sonaba inteligente e indicaba sentido común-. Le enviaremos una citación para que se pase por comisaría. De todos modos, no creo que agregue nada a lo que ya declaró. -Y con sonrisa sarcástica añadió-: ¡A menos que fuera él quien matara a Grey!
Evan clavó en él sus ojos sorprendidos y se quedó mirándolo fijamente, como si por un instante hubiera llegado a dudar de si hablaba o no en broma. Hasta el propio Monk pareció dudarlo un momento. No había motivos para creer en lo que había dicho el cochero. Podían haberse cruzado palabras violentas entre los dos, una discusión ridícula, tal vez por algo tan irrelevante como el importe del trayecto. Quizás el cochero había acompañado a Grey escaleras arriba para ayudarle a llevar alguna caja o paquete, había visto el piso, las comodidades, las dimensiones, los ornamentos y, dejándose llevar por un acceso de envidia, había atacado a Grey. También era posible que el cochero estuviese borracho; no era el primer cochero que se protegía contra el frío, la lluvia y las lar gas horas de trabajo abusando de la bebida. ¡Que Dios los ayudase, porque eran muchos los que morían de bronquitis o de tuberculosis!
Evan seguía mirándolo, como indeciso.
Monk levantó la voz para exponer sus últimas ideas.
– Debemos asegurarnos a través del portero de que Grey entró realmente solo en su casa. Al portero pudo pasarle inadvertida la presencia de un cochero llevando un paquete. Hay personajes que son invisibles, entre ellos los carteros; estamos tan acostumbrados a verlos que, aunque los ojos los perciban, el cerebro no los registra.
– Es posible. -En la voz de Evan parecía irse consolidando aquella idea-. Podría ser que recogiese datos para otra persona, anotase direcciones o trayectos caros, localizase posibles víctimas por encargo de alguien. ¿No sería ése un segundo empleo bien pagado?
– En efecto. -Monk estaba quedándose helado después de tanto rato de pie en el bordillo-. En cualquier caso, mejor que la de un muchacho que hace de barrendero porque él puede ver el interior de una casa, pero peor en lo tocante a saber cuándo la víctima está fuera. Si su plan era éste, no hay duda de que se equivocó con Grey. -Se estremeció de frío-. Quizá sería mejor hacerle una visita que enviarle una citación; podría ponerse nervioso. Está haciéndose tarde. ¿Y si tomamos un bocado en la taberna del barrio y nos enteramos de los cotilleos? Después usted podría volver por la tarde a la comisaría y averiguar si se sabe algo del cochero, en qué concepto lo tiene la gente… si sabemos quién es, por ejemplo, y quiénes son sus compañeros. Yo volveré a hablar con el portero y, a ser posible, con algún vecino.