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El hombre pareció verse libre de un peso, aunque no totalmente aliviado de una cierta inquietud.
– ¡Sí, claro y no hemos dejado entrar a nadie! La cerradura está tal como la dejó el señor Lamb.
– Muy bien, gracias.
Monk estaba preparado para exhibir alguna prueba de su identidad, pero al parecer el portero había quedado plenamente convencido al reconocer a Evan, por lo que volvió a su cubículo para recoger la llave.
Un momento después regresaba con ella y los acompañaba arriba investido de la solemnidad que imponía en el lugar la antigua presencia de un muerto, especialmente tratándose de la víctima de una muerte violenta.
Monk tuvo por un momento la desagradable impresión de que encontrarían el cuerpo de Joscelin Grey todavía tendido en el suelo, intacto y a la espera de su llegada.
Como era una idea absurda, trató de librarse de ella. Ya comenzaba a asumir esa cualidad repetitiva que tienen las pesadillas, como si los acontecimientos pudieran ocurrir más de una vez.
– Es aquí, señor.
Evan estaba junto a la puerta y el portero tenía la llave en la mano.
– Hay otra puerta trasera, por supuesto, pero da a la cocina y se abre en el mismo rellano, a unos doce metros de distancia. Se utiliza como puerta de servicio, para los encargos y cosas por el estilo. Monk concentró su atención.
– Pero para entrar por ella también es necesario pasar por delante del portero, ¿verdad?
– Sí, naturalmente, no tendría mucha utilidad disponer de portero si se pudiera entrar en la casa sin que éste viera a la persona que entra. Cualquier mendigo o vendedor ambulante se colaría en la casa como si tal cosa… -Puso cara de darse importancia al tiempo que ponderaba los hábitos de sus superiores-. ¡O incluso los acreedores! -añadió en tono lúgubre.
– Tiene usted razón -dijo Monk, sardónico.
Evan se volvió e introdujo la llave en la cerradura. Parecía reacio a hacerlo, como si el recuerdo de la violencia que había presenciado siguiera adherido al lugar y le produjera un sentimiento de repulsa. ¿O acaso Monk proyectaba en él sus fantasías?
El recibidor era exactamente como lo había descrito Evan: ordenado, georgiano y azul, con adornos y detalles de color blanco, sumamente limpio y elegante. Vio el mueble del perchero, con el recipiente para bastones y paraguas, la mesa para las tarjetas de visita y todo lo demás. Evan iba delante de él, con la espalda muy envarada, y abrió la puerta que daba al salón.
Monk entró detrás de él. No sabía muy bien qué esperaba ver; tenía el cuerpo tenso, como previniendo un ataque, alguna sorpresa desagradable para los sentidos.
La decoración era elegante y seguramente cara en la época en que había sido adquirida, pero vista a la luz que ahora reinaba en el piso, sin lámparas de gas ni fuego en la chimenea, resultaba más bien fría y corriente. Las paredes de color azul Wedgwood parecían inmaculadas a primera vista y los adornos blancos estaban impolutos. Sin embargo, sobre la bruñida madera de la cómoda y del escritorio había una fina capa de polvo, y una especie de película atenuaba los colores de la alfombra. Automáticamente, sus ojos se desplazaron primero a la ventana, después se pasearon por el mobiliario -una mesa trinchante muy ornamentada con bordes tallados, una jardinera con un cuenco japonés encima y una librería de caoba- y, al fin, se posaron en el pesado sillón volcado, la mesa rota, compañera de la otra, con una profunda mella en su superficie satinada de color miel, que dejaba al descubierto la madera interior más pálida. Parecía un animal con las patas al aire.
Después vio la mancha de sangre en el suelo. No era mucha ni estaba muy extendida, pero era muy oscura, casi negra. Con seguridad, Grey se había desangrado en aquel preciso lugar. Apartó los ojos y se fijó en que gran parte de lo que parecían dibujos de la alfombra quizás eran salpicaduras de sangre de color más claro. En la pared más alejada había un cuadro torcido y, al acercarse a él y observarlo más atentamente, vio una marca en el yeso, y que la pintura había saltado en parte. Era una mala acuarela de la bahía de Nápoles en la que destacaban los azules chillones y un monte Vesubio cónico como telón de fondo.
– La pelea debió de ser violenta -comentó en voz baja.
– Sí, señor -admitió Evan.
Éste seguía de pie en medio de la habitación, como si no supiera qué hacer.
– Tenía contusiones en todo el cuerpo, en los brazos y en los hombros, y un nudillo despellejado. Yo diría que la lucha fue encarnizada.
Monk lo miró con el ceño fruncido.
– No recuerdo que el informe médico lo mencionara.
– Creo que sólo dice «señales de lucha», señor, aunque por otra parte el hecho es bastante evidente por el estado de la habitación. -Echó una mirada a su alrededor al pronunciar estas palabras-. También hay sangre en aquella silla. -Señaló el sillón tapizado volcado sobre el respaldo-. Aquí es donde estaba, y tenía la cabeza en el suelo. Buscamos a un hombre violento -comentó con un ligero estremecimiento.
– Sí -dijo Monk mirando a su alrededor como si tratase de imaginar lo que había ocurrido en aquella habitación hacía casi seis semanas, el terror y el choque de carne contra carne, sombras que se movían, sombras puesto que no sabía cómo eran los personajes, muebles estrellándose contra el suelo, ruido de cristales rotos. De pronto, todo se hizo realidad, fue como un destello más nítido que lo que su imaginación había podido evocar, momentos llenos de furia y de terror, el bastón contundente; después, todo volvió a esfumarse mientras él se quedaba temblando y con el estómago revuelto. ¿Qué podía haber ocurrido en esa habitación cuando los ecos de la escena seguían reverberando en ella, igual que angustiosos fantasmas o animales de presa?
Se volvió y, olvidándose de Evan, que iba detrás de él, se fue directo a la puerta. Tenía que salir de allí, salir a la calle, sucia pero normal, oír ruido de voces, vivir el momento presente. No sabía siquiera si Evan lo seguía o no.
3
Así que Monk se encontró en la calle se sintió mejor, si bien todavía no había podido sacudirse de encima por completo aquella impresión que lo había atenazado de forma tan violenta. Pese a haber durado un instante, había sido tan real que le había empapado el cuerpo de sudor caliente y después lo había dejado presa de temblores y náuseas ante la pura bestialidad de la visión.
Levantó la mano temblorosa y se tocó la mejilla húmeda. Caía una lluvia persistente que el viento torcía.
Se volvió a mirar a Evan, que iba detrás de él. En su cara no había ningún signo que revelase si también él había sentido aquella presencia salvaje. Parecía confundido y hasta un poco preocupado, pero Monk no logró descifrar ningún otro sentimiento en su expresión.
– Un hombre violento -dijo Monk, con los labios tensos, para repetir las palabras de Evan.
– Sí, señor-corroboró Evan solemnemente, atrapándolo y poniéndose a su lado.
Iba a decir algo más, pero cambió de parecer.
– ¿Por dónde va a empezar? -le preguntó, en cambio.
Monk tardó un momento en concentrar sus pensamientos para poder contestarle. Caminaban por Doughty Street en dirección a Guilford Street.
– Volveré a revisar las declaraciones -respondió, parándose junto al bordillo de la esquina justo cuando un cabriolé pasaba a toda velocidad junto a ellos y las ruedas proyectaban hacia los lados el barro del pavimento-. No se puede empezar por otro sitio, que yo sepa. Comenzaré por lo menos prometedor. El barrendero está allí-dijo indicando al niño a pocos metros de donde estaban, activamente ocupado en recoger paletadas de excrementos y una moneda de un penique que alguien le había arrojado-. ¿Es el mismo?
– Creo que sí, señor, pero desde aquí no distingo bien su cara.
Era un eufemismo, porque la cara del niño estaba oculta bajo la suciedad y las consecuencias de su ocupación y llevaba cubierta la mitad de la cabeza por un enorme gorro de tela que lo protegía de la lluvia.