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Mary abrió un poco más sus ojos oscuros y no se anduvo con titubeos.

– ¡Y cómo! Tenía que haberle visto la cara. Le advierto una cosa: la señorita era guapísima, ¿sabe usted?, era guapa de una manera que no tenía nada que ver con la señorita Araminta. Usted no la conoció, pero era una mujer tan llena de vida… -De pronto volvió a entrarle una especie de tristeza y pareció como si se quedara anonadada ante la magnitud de la desgracia y la indignación que había tratado de frenar-. ¡Lo que han dicho de la señorita es muy ruin! ¡No entiendo cómo se atreve la gente a decir estas cosas! -Levantó la barbilla y los ojos le relucieron de indignación-. ¡Todas esas cosas tan feas que dijo de Dinah y de la señora Willis y de todos! Ellas no se lo perdonarán nunca, ¿sabe? ¿Por qué lo hizo?

– ¿Será por despecho? -apuntó Hester-. O a lo mejor por exhibicionismo. Le gusta ser el centro de la atención de todo el mundo. Si alguien la mira, entonces se siente viva, importante.

Mary pareció confusa.

– Hay personas que son así. -Hester trataba de encontrar explicación a cosas que no se había formulado antes con palabras-. Son personas vacías, inseguras, solas. Sólo se sienten a gusto cuando los demás les prestan atención y se fijan en ellas.

– ¡Sí, se fijan en ella! -Mary soltó una amarga carcajada-. Por desprecio por eso se fijan. Le puedo asegurar que aquí esto no se lo perdonará nadie.

– No creo que le importe demasiado -dijo Hester secamente, pensando en la opinión que tenía Fenella de los criados.

Mary sonrió.

– ¡Sí le importará! -dijo con furia-. Aquí ya no habrá nadie que le lleve una taza de té calentita por las mañanas. El té a lo más estará tibio. Nosotros nos disculparemos siempre, no sabremos nunca qué ha pasado, pero el té seguirá estando tibio. Sus mejores vestidos se extraviarán en la lavandería, algunos se le devolverán rotos, pero nadie sabrá quién lo ha hecho. «Ya estaban así», diremos. Y sus cartas irán a parar a otro destinatario o se quedarán entre las páginas de un libro, y sus recados tardarán lo suyo en llegar a destino, se lo aseguro. Los lacayos estarán demasiado atareados para encender la chimenea de su habitación, y nadie se acordará de servirle el té de la tarde a la hora oportuna. Créame, señorita Latterly, cuando le digo que le va a importar. Y ni la señora Willis ni la cocinera dirán ni pío. Como los demás, dirán que no saben nada de nada, que no tienen ni idea de lo que ha pasado. Y el señor Phillips lo mismo. Puede darse aires de duque, pero es muy leal. Para estos asuntos es uno más entre nosotros.

Hester no pudo reprimir una sonrisa. Todo aquello era de una trivialidad increíble, pero obedecía a cierto sentido de la justicia.

Mary vio su expresión y también sonrió. Ahora eran cómplices.

– ¿Lo ha entendido? -dijo ella.

– Lo he entendido -admitió Hester-. Sí, me parece muy justo. -Y todavía con una sonrisa en los labios, cogió su ropa y se marchó.

Cuando Hester fue arriba encontró a Beatrice sentada en uno de los sillones de su habitación, sola y contemplando a través de la ventana la lluvia que comenzaba a arreciar en el desnudo jardín. Era enero, desolado e incoloro, y prometía niebla antes del anochecer.

– Buenas tardes, lady Moidore -dijo Hester con voz suave-. Lamento mucho que se encuentre mal. ¿Puedo ayudarla en algo?

Beatrice ni movió la cabeza.

– ¿Puede hacer correr hacia atrás las manecillas del reloj? -preguntó con voz débil, como burlándose de sí misma.

– De poder, lo habría hecho muchas veces -respondió Hester-. ¿Cree usted que cambiaría algo?



Beatrice se quedó unos momentos sin responder, después suspiró y se levantó. Llevaba un vestido color melocotón y, con su llameante cabellera, emanaba el fuego de un verano moribundo.

– No, seguramente no cambiaría nada -dijo con aire cansado-, porque nosotros continuaríamos siendo los mismos y esto es, precisamente, lo que está mal. Seguiríamos yendo detrás de las comodidades, tratando de que nuestra buena fama quedara a salvo y continuaríamos perjudicando a los demás. -Se quedó junto a la ventana, como si observara el agua que resbalaba por los cristales-. No sabía que Fenella fuera una mujer tan poseída por la vanidad, que estuviera atrapada de forma tan ridícula en la trampa de una falsa juventud. Si no la viera tan dispuesta a pisotear a los demás con tal de conseguir atención, me daría lástima. Dadas las circunstancias, más bien me da vergüenza.

– Quizá no tiene otra cosa. -Hester seguía hablando en voz baja. También a ella le repugnaba Fenella y aquella inclinación suya a herir a los demás y de manera especial a exponer los trapos sucios de los criados. Había sido un ataque gratuito, pero Hester percibía el miedo tras esa necesidad de ganar cierta categoría que le garantizase la supervivencia: unos pocos bienes materiales, no importaba su origen, independientes en cualquier caso de Basil y de su caridad condicionada, si es que caridad era la palabra indicada.

Beatrice se volvió y la miró, los ojos muy abiertos pero la mirada muy tranquila.

– Usted lo entiende, ¿verdad? Usted sabe por qué hacemos estas cosas tan feas…

Hester no sabía si utilizar un lenguaje ambiguo; tacto no era precisamente lo que Beatrice necesitaba ahora.

– Sí, no es difícil.

Beatrice bajó los ojos.

– Hay cosas que preferiría no haberlas sabido, por lo menos algunas. Sabía que Septimus jugaba y que de cuando en cuando sacaba vino de la bodega -sonrió-. Esto más bien me divertía, porque Basil se da tanta importancia con su bodega… -Su expresión volvió a ensombrecerse y de ella desapareció el humor-. Lo que yo no sabía es que Septimus lo sustraía para Fenella, aunque tampoco me habría molestado si fuese porque le tenía simpatía, pero no es el caso, porque creo que la odia. Como mujer, Fenella es el reverso de la medalla de Christabel, la mujer que él amaba. Aunque ésta no es razón para odiar a nadie, ¿no le parece?

Vaciló, pero Hester no la interrumpió.

– Es curioso ver cómo el hecho de depender de alguien, y recordarlo constantemente, va agriándote el carácter -prosiguió Beatrice-. Como uno se siente indefenso e inferior, intenta recuperar el poder haciéndole lo mismo a alguien. ¡Oh, Dios, cómo detesto las investigaciones! Tardaremos años en olvidar todo lo que hemos sabido de los demás… quizá cuando sea ya demasiado tarde.

– ¿Y si aprendiera a perdonar? -Hester sabía que decía una impertinencia, pero era la única verdad que podía recomendar y Beatrice no sólo merecía la verdad sino que, además, la necesitaba.

Beatrice se volvió de nuevo hacia la ventana y con el dedo fue siguiendo a través del vidrio seco el reguero de las gotas de lluvia que resbalaban por el exterior.

– ¿Cómo se hace para perdonar a alguien por no ser como uno quiere que sea o como uno se figuraba que era? Sobre todo si este alguien no lo lamenta, o a lo mejor ni siquiera te entiende.

– ¿Y si lo entiende? -apuntó Hester-. ¿Y cómo se hace para conseguir que nos perdonen por haber esperado demasiado de ellos, en lugar de fijarnos en cómo son realmente y quererlos así?

El dedo de Beatrice se paró.

– Vaya, es usted muy franca, ¿no? -Más que una pregunta era una afirmación-. Sin embargo no es tan fácil, Hester. Mire, ni siquiera estoy segura de que Percival sea culpable. ¿Soy malvada si tengo dudas cuando el tribunal dice que es culpable, lo sentencia y el mundo da el asunto por concluido? Sueño y me despierto por la noche y siento la duda retorcerse entre mis pensamientos. Miro a la gente y no sé qué pensar, veo dos y hasta tres sentidos detrás de sus palabras. Hester volvía a sentirse agobiada por la indecisión. Habría sido mucho más amable apuntar que nadie más podía ser culpable, que sólo era la secuela de todos los miedos la que seguía persistiendo y que con el tiempo acabaría desvaneciéndose. La vida diaria traería el consuelo y aquella tragedia extraordinaria iría suavizándose hasta convertirse únicamente en esa pena que deja tras de sí una muerte cualquiera.