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– Tal vez Rose -replicó Monk.

Basil lo miró fijamente.

– ¿Cómo?

– La lavandera, que está enamorada de él y podría haberse sentido lo bastante celosa para matar a la señora Haslett y después querer involucrar a Percival. De este modo se habría podido vengar de los dos.

Basil enarcó las cejas.

– ¿Insinúa, inspector, que mi hija rivalizaba con una lavandera por el amor de un lacayo? ¿Cree usted que alguien le prestaría crédito?

¡Qué fácil habría sido hacer lo que ellos querían y detener a Percival! Runcorn se habría sentido aliviado y frustrado a un tiempo. Y en cuanto a Monk, habría podido salir de Queen A

– Lo que yo insinúo, Sir Basil, es que el lacayo es un fanfarrón -dijo en voz alta-. Y que quizá quiso poner celosa a la lavandera contándole una serie de fantasías y ella fue lo bastante crédula para figurarse que eran verdad.

– ¡Ah! -admitió sir Basil. De pronto se había esfumado de él la rabia-. Bueno, le corresponde a usted averiguar la verdad, a mí me importa muy poco. En cualquier caso, detenga a la persona culpable y llévesela. De todos modos, yo despediré al criado… y además, sin referencias. Usted ocúpese de lo suyo.

– Existe otra posibilidad -dijo Monk fríamente-: el culpable podría ser el señor Kellard. Parece i

Basil levantó los ojos.

– ¿Ah, sí? Pues yo no recuerdo haberle dicho nunca tal cosa. Lo que le dije fue que la chica hizo una acusación y que mi yerno la negó.

– He encontrado a la chica -dijo Monk mirándolo con dureza, al tiempo que volvía a sentir toda aquella repugnancia que ya había experimentado. El hombre era duro, casi brutal en su indiferencia-. He oído su versión de los hechos y la creo. -No dijo nada acerca de lo que había dicho Martha Rivett sobre Araminta y su noche de bodas, pero aquel dato explicaba las emociones que Hester había visto en ella y aquella amargura continua y subyacente en relación con su marido. Si Basil no lo sabía, de nada habría servido ponerlo al corriente de una información tan íntima y dolorosa.

– ¿De veras? -Basil lo miró con rostro desolado-. Muy bien, por fortuna no es usted quien tiene que dirimir el caso. Tampoco habría ningún tribunal que aceptase, por considerarla inconsistente, la palabra de una sirvienta inmoral contra la de un caballero de intachable reputación.

– Lo que pueda creer quien sea es totalmente irrelevante -dijo Monk, con bastante tirantez-. Yo no puedo demostrar que Percival sea el culpable, y lo que es más, no tengo el convencimiento de que lo sea.

– ¡Entonces vaya y convénzase de una vez! -dijo Basil, perdiendo la paciencia-. ¡Por el amor de Dios, haga su trabajo!

– Señor… -dijo Monk para despedirse. Estaba demasiado furioso para añadir nada más. Giró sobre sus talones y salió cerrando con fuerza.

Evan estaba esperándolo en el vestíbulo con aire desolado. Seguía con la prenda y el cuchillo en las manos.

– ¿Y bien? -inquirió Monk.

– Sí, es el cuchillo de cocina que la señora Boden echaba en falta -respondió Evan-. Todavía no he interrogado a nadie al respecto. -Su rostro traicionaba la desazón que le provocaba la muerte, la soledad, la indignidad-. He dicho que quería ver a la señora Kellard.

– Muy bien. Yo me haré cargo de ella. ¿Dónde está?

– No lo sé. Se lo he preguntado a Dinah y me ha dicho que esperase.

Monk lanzó un juramento. Odiaba que lo dejaran en el vestíbulo como un mendigo, pero no tenía otra alternativa. Pasó un cuarto de hora largo antes de que volviera a aparecer Dinah y lo acompañara al salón-tocador, donde lo esperaba Araminta, de pie en el centro de la habitación, con expresión tensa y sombría pero guardando las formas.



– ¿Qué desea, señor Monk? -dijo con voz contenida e ignorando a Evan, que aguardaba en silencio junto a la puerta-. Creo que ha encontrado el cuchillo en uno de los dormitorios de los criados. ¿Es así?

– Sí, señora Kellard. -Monk no sabía cómo podía reaccionar aquella mujer ante la prueba visual y tangible del asesinato. Hasta aquel momento todo habían sido palabras, posibilidades, cosas terribles, pero que sólo cabía imaginar. Pero aquello era una realidad: una prenda de ropa de su hermana, la sangre de su hermana. A lo mejor toda su férrea energía se venía abajo. No le inspiraba simpatía aquella mujer, era demasiado distante, sólo sentía por ella lástima y admiración-. También encontramos un salto de cama de seda manchado de sangre. Lamento tener que pedirle que identifique esta prenda de ropa, pero es indispensable que sepamos si pertenecía a su hermana. -La sostenía medio escondida, sabía que Araminta no había reparado en ella.

Parecía muy tensa, como si para ella aquel hecho fuera más importante que doloroso. Monk pensó que tal vez ésta era su manera de dominarse.

– ¿Ah, sí? -tragó saliva-. Puede mostrarme la prenda, señor Monk, estoy preparada y haré cuanto esté en mi mano para ayudarle.

Monk le acercó la prenda y la sostuvo ante ella, tratando de ocultar la sangre. Estaba salpicada, como si la prenda estuviera abierta en el momento en que la mujer fue apuñalada; la mayor parte de las manchas procedía de la utilización de aquella prenda como envoltorio del cuchillo.

Estaba muy pálida, pero no se abstuvo de mirarla.

– Sí -dijo con voz tranquila y lenta-, es de Octavia y llevaba esta prenda la noche que la mataron. Hablé con ella en el rellano antes de que entrara en el cuarto de mamá para darle las buenas noches. Me acuerdo perfectamente, los lirios del encaje. Siempre me había gustado este salto de cama. -Respiró profundamente-. ¿Puedo preguntarle dónde lo ha encontrado? -Estaba tan blanca como la seda que Monk tenía en la mano.

– Detrás de un cajón del cuarto de Percival -respondió Monk.

Araminta se quedó inmóvil.

– Ya entiendo.

Monk esperó a que añadiera algo más, pero Araminta no dijo nada.

– Todavía no he pedido explicaciones a Percival -prosiguió él observándole la cara.

– ¿Explicaciones? -Araminta volvió a tragar saliva, esta vez con tal esfuerzo que Monk hasta vio la tensión de su garganta-. ¿Qué explicación quiere que dé? -Parecía confundida, aunque no furiosa, en ella no había cólera ni deseo de venganza, por lo menos de momento-. Escondió estas cosas después de haber matado a mi hermana y todavía no se le había presentado ocasión de deshacerse de ellas. ¿Qué otra explicación quiere?

Monk habría querido ayudarle, pero no podía.

– Conociendo a Percival, señora Kellard, ¿qué le parece más probable? ¿Qué escondiera en su habitación una prueba tan concluyente como ésta o que buscara un sitio menos comprometido para él? -preguntó Monk.

Por el rostro de Araminta cruzó la sombra de una sonrisa. Incluso ahora veía un humor amargo en la suposición.

– ¿En plena noche, inspector? Supongo que lo escondió en el único sitio donde su presencia no pudiera despertar sospechas: su propia habitación. Tal vez quería trasladarlo a otro sitio más tarde, pero no tuvo oportunidad. -Hizo una profunda aspiración y arqueó las cejas-. Para hacer esta maniobra, es preciso que nadie lo observe, supongo.

– Esto por descontado. -Monk coincidía con ella.

– Entonces ha llegado el momento de que lo interrogue. ¿Necesita refuerzos? Lo digo por si se pone violento. ¿O quiere que le envíe a uno de los mozos de cuadra para que lo proteja?

¡Qué mujer tan práctica!

– Gracias -declinó Monk-, creo que el sargento Evan y yo podremos arreglarnos. Gracias por su ayuda. Lamento haberle tenido que hacer estas preguntas y que haya necesitado ver el salto de cama. -Habría querido añadir alguna cosa menos convencional, pero no era mujer a la que pudiera ofrecérsele algo que se acercara ni de lejos a la conmiseración. Lo único que estaba dispuesta a aceptar era respeto y comprensión.