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– Pero sí, sí que tenía miedo -insistió Monk, acordándose de la palidez de Percival y del sudor que brillaba en su piel-. Yo hablé con él en la sala del ama de llaves y me di cuenta de que estaba atemorizado, le olí el miedo. Luchaba para sacudírselo de encima, y trataba de echar las culpas a quien fuese: a la lavandera, a Kellard, incluso a Araminta.

– ¡No sé qué decirle! -Evan sacudió la cabeza, había extrañeza en su mirada-. La señora Boden nos dirá si el cuchillo es éste, y la señora Kellard si esta prenda era de su hermana. ¿Cómo se le llama a esto?

– Salto de cama -replicó Monk-, batín.

– De acuerdo… salto de cama. Supongo que vale más que digamos a sir Basil lo que hemos encontrado.

– Sí. -Monk cogió el cuchillo, dobló la seda sobre la hoja y salió de la habitación.

– ¿Va a detenerlo? -preguntó Evan, bajando la escalera un peldaño por detrás de él.

Monk vaciló. -A mí esto no acaba de convencerme -dijo, pensativo-. Cualquiera puede haberlo metido en la habitación y sólo un imbécil lo dejaría en el sitio.

– Pero estaba muy bien escondido.

– Y ¿por qué iba a tenerlo escondido? -insistió Monk-. Sería una estupidez. Percival es demasiado astuto para una cosa así.

– Entonces, ¿qué? -Más que ganas de discutir, Evan sentía la confusión, y el desconcierto propio de aquella serie de descubrimientos tan desagradables y sin sentido-. ¿La lavandera? ¿Es una chica tan celosa que asesina a Octavia y después esconde el arma y el salto de cama en la habitación de Percival?

Habían llegado al rellano principal, donde esperaban una al lado de la otra Maggie y A

– Muy bien, chicas, se han portado muy bien. Muchas gracias -les dijo Monk con sonrisa tensa-. Ahora ya pueden ir a cumplir con sus obligaciones.

– ¡Ha encontrado algo! -A

De nada habría servido mentir, no habrían tardado en descubrirlo.

– Sí -admitió-. Tenemos el cuchillo. Y ahora vayan a cumplir con sus obligaciones, porque de lo contrario la señora Willis se enfurecerá con ustedes.

Bastaba el nombre de la señora Willis para romper el estado de trance en que se encontraban. Se escabulleron rápidamente y corrieron a buscar los sacudidores y las escobas. Monk vio desaparecer sus faldas grises cuando doblaban el ángulo y antes de precipitarse hacia el armario de las escobas, muy juntas y hablando en un murmullo. Basil estaba esperando a los policías en su estudio, sentado ante su escritorio. Los hizo pasar de inmediato y abandonó los papeles que estaba escribiendo. Los miró con expresión seria y sombría.

– Ustedes dirán.

Monk cerró la puerta tras él.



– Hemos encontrado un cuchillo, señor, y una prenda de seda que creo que es un salto de cama. Las dos cosas están manchadas de sangre.

Basil exhaló un lento suspiro, su rostro apenas había cambiado, sólo muy levemente, como si por fin se viera obligado a aceptar la realidad.

– Ya veo. ¿Y dónde han encontrado estas… cosas?

– Detrás de un cajón de una cómoda, en la habitación de Percival -respondió Monk, observándolo atentamente.

Si la revelación le produjo sorpresa ésta no se hizo patente en su expresión. Su rostro entristecido, con aquella nariz ancha y corta y aquella boca cuyos labios estaban surcados de arrugas, permaneció atento pero cansado. Quizá no se podía esperar otra cosa de él. Hacía semanas que su familia estaba sumida en la tragedia y que todos sospechaban de todos. Por fin se pondría punto final a aquella situación, su familia más inmediata quedaría libre de aquella carga y experimentaría un alivio reparador. No era culpa de él que éste no fuera total. Por mucho que le repugnara la idea, no podía dejar de pensar que quizás el culpable era su yerno, y Monk ya había tenido ocasión de comprobar que entre él y Araminta había un afecto más profundo que el habitual entre el común de los padres e hijas. Ella era la única persona de la familia que poseía aquella misma fuerza interior de su padre, sus dotes de mando, su decisión, su dignidad y casi su autodominio. De todos modos, podía ser un juicio erróneo, ya que Monk no había tenido ocasión de conocer a Octavia, pese a saber de ella que padecía el fallo de la bebida y la vulnerabilidad de amar demasiado a su marido para poder recobrarse de su muerte… suponiendo que esto último también pudiera considerarse un fallo. Tal vez lo fuera, sin embargo, para Basil y para Araminta, que además no sentían ninguna simpatía por Harry Haslett.

– Supongo que lo detendrá. -Por la entonación no podía considerarse una pregunta.

– Todavía no -dijo Monk lentamente-. El hecho de que se hayan descubierto estos dos objetos en su habitación no quiere decir que haya sido él quien los escondió.

– ¿Cómo? -Basil torció el gesto y se le subieron los colores a la cara al inclinar el cuerpo sobre el escritorio. De haber sido otro se habría levantado, pero él no se levantaba ante criados o policías, dos ocupaciones que para él pertenecían a la misma categoría social-. ¡Por el amor de Dios, hombre! ¿Qué más quiere? ¡Ha encontrado en posesión de Percival el mismo cuchillo con que la mató y una prenda que pertenecía a mi hija!

– Sí, hemos encontrado estas dos cosas en su habitación -contestó Monk-. Pero la puerta no estaba cerrada con llave, cualquiera habría podido entrar en su cuarto y esconderlas en él.

– ¡No diga cosas absurdas, por favor! -dijo Basil con voz cargada de indignación-. ¿Quiere decirme quién puede tener interés en esconder estos objetos?

– Pues cualquier persona interesada en comprometer a Percival para sacudirse las culpas de encima -replicó Monk-. Es un acto reflejo del instinto de conservación.

– ¿Quién, por ejemplo? -preguntó Basil en tono sarcástico-. Dispone de todas las pruebas que demuestran que ha sido Percival. Motivos no le faltaban… que Dios nos ayude. La pobre Octavia tenía una debilidad en la elección de los hombres. Aunque yo sea su padre, no tengo más remedio que admitirlo. Percival es arrogante y presuntuoso. Cuando ella lo rechazó y lo amenazó con echarlo a la calle, a Percival le entró pánico. Había llegado demasiado lejos. -A sir Basil le tembló la voz y, pese a que no era un hombre del gusto de Monk, por un momento sintió lástima de él. Octavia había sido su hija, independientemente de lo que él pensara de su marido o de que no aprobara su conducta, pero sólo pensar que había sido violada tenía que herirlo por encima de lo soportable, sobre todo delante de un inferior como Monk.

Hizo esfuerzos para dominarse y prosiguió:

– Puede ser también que fuera ella misma la que cogió el cuchillo -dijo en voz baja- temiendo que él pudiera ir a visitarla y cuando, efectivamente, se presentó en su habitación, la pobre trató de defenderse. -Tragó saliva-. Naturalmente, él pudo más que ella y al final la apuñaló. -Se volvió y se quedó de espaldas a Monk-. Entonces sintió pánico -prosiguió- y salió del cuarto llevándose el cuchillo y de momento lo dejó escondido, porque en aquel momento no estaba en condiciones de deshacerse de él. -Se apartó en dirección a la ventana escondiendo la cara y respiró profundamente-. ¡Qué abominable tragedia! Tendrá que detenerlo inmediatamente y llevárselo de mi casa. Comunicaré a mi familia que usted ha resuelto el enigma de la muerte de Octavia. Le quedo muy agradecido por su diligencia y por su discreción.

– No, señor -dijo Monk con voz monocorde, aunque una parte de su persona habría querido estar de acuerdo con él-. No puedo detenerlo simplemente por esta razón. No es suficiente… a menos que confesara. Si lo niega y dice que otra persona puso estas cosas en su habitación…

Basil dio media vuelta: su mirada era muy dura y sombría.

– ¿Quién? -dijo.