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– Lady Moidore -Hester se dirigió a ella con voz queda.

Beatrice se dio cuenta de que acababa de oír una voz desconocida en un tono desacostumbrado, más resuelto que el de una sirvienta. Volvió la cabeza para mirarla.

– Lady Moidore, soy Hester Latterly. Soy enfermera y he venido a su casa para cuidar de usted hasta que se encuentre mejor.

Beatrice se incorporó lentamente apoyándose en los codos.

– ¿Una enfermera? -dijo con una sonrisa débil y torciendo ligeramente los labios-. Pero si yo no estoy… -Seguramente cambió de parecer porque calló y volvió a tenderse- en mi familia se ha cometido un asesinato… lo mío no es una enfermedad.

Así pues, Araminta no le había dicho nada acerca de las decisiones que habían tomado, ni siquiera le habían consultado al respecto… ¿quizá debido a un olvido?

– No -admitió Hester en voz alta-, yo veo su mal más bien como una herida, pero yo me formé como enfermera en Crimea, o sea que estoy acostumbrada a curar heridas y ocuparme también de la conmoción y el dolor que provocan. A veces uno incluso tarda tiempo en recuperar el deseo de ponerse bien.

– ¿Estuvo en Crimea? ¡Qué trabajo tan útil!

Hester quedó sorprendida. Era una apreciación curiosa. Observó con más atención el rostro sensible e inteligente de Beatrice, sus grandes ojos, su nariz prominente y sus labios finos. Distaba mucho de ser una mujer de belleza clásica, tampoco tenía ese aire duro y severo que suele ser objeto de admiración. Parecía demasiado vital para resultar atractiva a ojos de muchos hombres, que normalmente buscan en la mujer un carácter mucho más apacible. Hoy, sin embargo, su aspecto desmentía completamente el carácter que revelaban sus rasgos.

– Sí -hubo de admitir Hester-, y como mis familiares han muerto y no me han dejado bien provista, tengo necesidad de continuar siendo útil.

Beatrice volvió a sentarse.

– Ser útil debe de ser muy satisfactorio. Mis hijos son personas adultas y, además, están casados. Solemos procurarnos esparcimientos… bueno, antes nos los procurábamos… mi hija Araminta posee el don de saber elegir a los invitados y se ocupa de que sean personas interesantes y divertidas, mi cocinera es la envidia de medio Londres y mi mayordomo sabe dónde encontrar quien le preste ayuda cuando la necesita. Todo el personal de la casa está muy preparado y, encima, tengo un ama de llaves tan extraordinaria que no aprecia demasiado que me meta en sus asuntos.

Hester sonrió.

– Sí, ya me lo imagino porque he tenido ocasión de conocerla. ¿Usted ya ha comido?

– No tengo hambre.

– Entonces podría tomar un poco de sopa y algo de fruta. Si no bebe, se encontrará peor y, si se siente mal físicamente, su situación general no mejorará.

Beatrice pareció tan sorprendida como le permitía demostrar el estado de indiferencia en que se encontraba.

– Es usted muy contundente.

– Hablo así para que no se me entienda mal.



Beatrice sonrió aún en contra de su voluntad.

– No creo que la malinterpreten demasiado a menudo.

Hester mantuvo la compostura. No quería olvidar que su deber primordial era cuidar de una mujer que estaba sufriendo.

– ¿Quiere que le traiga un poco de sopa y algo de tarta de fruta o un flan?

– Supongo que, aunque le diga que no, me lo traerá lo mismo… ¿No será usted la que tiene hambre?

Hester sonrió, echó otra mirada a su alrededor y se dirigió a la cocina para comenzar a ejercer sus deberes de señorita de compañía.

Aquella noche Hester volvió a tener otro encuentro con Araminta. Había bajado a la biblioteca para ver de encontrar algún libro que pudiera interesar a Beatrice y tal vez ayudarle a conciliar el sueño y, después de rebuscar en los estantes y desechar voluminosos libros de historia y libros de filosofía, más voluminosos aún, encontró los libros de poesía y las novelas. Estaba arrodillada en el suelo con las faldas alrededor del cuerpo cuando entró Araminta.

– ¿Se le ha perdido a usted algo, señorita Latterly? -preguntó con un leve tono de desaprobación en la voz. Después de todo, la postura era inconveniente y denotaba una excesiva familiaridad para una persona que era poco más que una criada.

Hester se puso en pie y se recompuso la ropa. Las dos mujeres eran aproximadamente de la misma estatura y estaban ahora frente a frente, separadas por una pequeña mesa de lectura. Araminta llevaba un vestido de seda negro con ribetes de terciopelo y cintas de seda entretejidas hasta el talle y su encendida cabellera refulgía como las caléndulas bajo el sol. Hester llevaba un vestido de una tonalidad gris azulada y un delantal blanco encima y sus cabellos adquirían un discreto color castaño con leves toques de caoba y miel cuando estaba al sol, aunque bastante apagados comparados con los de Araminta. -No, señora Kellard -respondió con voz grave-. Estaba buscando un libro para dedicar un rato de lectura a lady Moidore antes de que se retirara a descansar. He pensado que podría ayudarle a conciliar el sueño.

– ¿En serio? Creía que el láudano era mucho más efectivo.

– Sólo hay que utilizarlo como último recurso, señora -dijo Hester con voz monocorde-, porque suele provocar adicción y resulta peor el remedio que la enfermedad.

– Supongo que ya sabrá que hace menos de tres semanas asesinaron a mi hermana en esta misma casa. -Araminta estaba muy erguida y su mirada era muy decidida. Hester admiró aquella fuerza moral que le permitía hablar tan abiertamente de un tema que habría resultado muy delicado para muchos.

– Sí, estoy enterada -respondió Hester en tono grave-. No es de extrañar, por tanto, que su madre esté tan afectada, especialmente porque la policía sigue viniendo a menudo a esta casa para hacer pesquisas. Yo había pensado que un libro la ayudaría a apartar sus pensamientos de los pesares que ahora le acongojan, por lo menos hasta que le entrara sueño, evitando así las consecuencias desagradables de los fármacos. Por supuesto que no servirá para que olvide por completo sus penas. No quisiera parecer ruda, pero también yo perdí a mis padres y a un hermano, y estoy muy familiarizada con el sufrimiento.

– Seguramente por esto nos la recomendó lady Burke-Heppenstall. Considero que lo mejor que puede hacer por mi madre será procurar que no piense en mi hermana Octavia ni en la persona responsable de su muerte. -Los ojos de Araminta no vacilaron ni evitaron en lo más mínimo los de Hester-. Menos mal que usted no tiene miedo de vivir en la casa, aunque tampoco haya motivo para tenerlo, claro. -Sacudió ligeramente los hombros, como si hubiera sentido un escalofrío-. Es muy probable que todo sea fruto de una relación errónea que terminó en tragedia. Si usted se conduce como es debido y no se permite familiaridades con nadie, no se entromete en nada ni se muestra en exceso curiosa…

Se abrió la puerta y entró Myles Kellard. Lo primero que se le ocurrió a Hester al verlo fue que era un hombre muy guapo y con una gran personalidad, uno de esos hombres que saben cantar o que cuentan chistes con gracia, seguramente un buen conversador. Si su boca denotaba quizás una falta de sobriedad a lo mejor era porque tenía mucho de soñador.

– … estoy segura de que no va a tener dificultades -Araminta terminó la frase sin volverse a mirar a Myles ni dar muestras de que se había dado cuenta de su presencia.

– ¿Estás poniendo en guardia a la señorita Latterly en relación con nuestro arrogante y entrometido policía? -preguntó Myles, lleno de curiosidad. Se volvió hacia Hester con una sonrisa, una expresión espontánea y simpática-. Lo mejor es que lo ignore, señorita Latterly, y si se pone muy pesado con usted, me lo dice y tendré sumo gusto en librarla de sus importunidades. Ése es capaz de sospechar… -Sus ojos observaron a Hester con interés, lo que provocó en ella la desagradable y repentina sensación de ser una mujer poco favorecida por la naturaleza y de llevar un atuendo excesivamente humilde. Le hubiera encantado ver brillar en los ojos de aquel hombre una chispa de interés al mirarla.