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– ¡Y que lo diga! -dijo Monk sorprendiéndose a sí mismo con aquellas palabras. No recordaba haber amado nunca y menos aún a un precio tan alto, aunque estaba totalmente convencido de que amar a una persona o a una cosa hasta el punto de sacrificarse hasta tales extremos por ella era señal inequívoca de que uno estaba vivo. ¡Qué despilfarro la vida de un hombre que nunca ha dado nada de su persona por causa alguna, que siempre ha prestado oído a la voz pasiva y cobarde que calcula antes de actuar, que sitúa siempre la cautela en primer lugar! Una persona así envejecería y moriría con el espíritu por estrenar.

Sin embargo, algo había. Aunque aquellas consideraciones no hacían más que transitar por su cabeza, agitaban en ella el recuerdo de emociones intensas vividas alguna vez, una sensación de rabia y dolor por causa ajena, la pasión de una lucha al precio que fuera, no por él sino por otros… y por una persona en particular. Él sabía de la fidelidad y de la gratitud, sólo que ahora no podía obligarse a sentirlas por nadie.

Septimus lo observó lleno de curiosidad.

Monk sonrió.

– A lo mejor es que le tiene envidia, señor Thirsk -dijo Monk de forma espontánea.

Las cejas de Septimus se enarcaron por efecto de la sorpresa. Observó con atención el rostro de Monk buscando en él una sombra de ironía, pero no la vio.

Monk se lo explicó.

– Quizás él ni lo sabe -añadió-, quizás el señor Kellard carece de la hondura o del valor suficientes para sentir algo tan profundo que lo incite a pagar un precio. Considerarle a usted un cobarde es propio de resentidos.

En el rostro de Septimus se dibujó una lenta sonrisa que lo llenó de dulzura.

– Gracias, señor Monk. Hace años que no me decían una cosa tan agradable como ésta. -Se mordió el labio-. Lo siento, pero ni aun así puedo decirle nada sobre Myles. Todo lo que albergo son sospechas y no es ésa una herida que deba exponerse. Tal vez ni siquiera sea una herida, y tal vez al final no se trate más que de un hombre aburrido que dispone de mucho tiempo ocioso y cuya imaginación trabaja demasiado aprisa.

Monk no lo acució. Sabía que no serviría de nada. Septimus era un hombre que sabía guardar silencio cuando estimaba que el honor estaba en juego, cualesquiera que fueran las consecuencias.

Monk terminó la sidra.

– Iré a ver al señor Kellard, pero si a usted se le ocurre algo que explique lo que descubrió la señora Haslett el último día de su vida, eso que ella consideraba que usted entendería mejor que los demás, le ruego que me lo haga saber. Es muy probable que este secreto guarde relación con lo que causó su muerte.

– He reflexionado mucho -replicó Septimus contrayendo la cara-. He estado dándole muchas vueltas y he pensado en todo lo que teníamos en común o en lo que ella podía figurarse que teníamos en común y, si quiere que le diga la verdad, he encontrado muy poca cosa. Ni a ella ni a mí nos gustaba Myles… pero esto parece una banalidad. Él nunca me ha perjudicado en nada… ni tampoco a ella, que yo sepa. Tanto ella como yo dependíamos de Basil en el aspecto económico… pero en cuanto a esto, todos los de la casa se encuentran en las mismas circunstancias.

– ¿El señor Kellard no percibe una remuneración en el banco? -inquirió, sorprendido, Monk.

Septimus lo miró con una cierta burla en los ojos, aunque sin antipatía.

– Por supuesto que sí, pero no de tanta cuantía como para llevar el tren de vida al que está acostumbrado… ni al que está acostumbrada Araminta, esto por descontado. Aparte, hay ciertas consideraciones sociales que conviene tener en cuenta: ser hija de Basil Moidore comporta ciertas ventajas, y la posibilidad de vivir en Queen A



Monk no esperaba sentir simpatía alguna por Myles Kellard, pero aquella simple frase, con toda su carga de implicaciones, le dio un repentino cambio de percepción.

– Es posible que usted no calibre el nivel de vida de aquella casa cuando la familia no está de luto -prosiguió Septimus-. Normalmente acuden a cenar a ella diplomáticos y ministros, embajadores y príncipes extranjeros, magnates de la industria, mecenas de las artes y las ciencias y hasta en ocasiones algún que otro miembro de segunda fila de nuestra propia realeza. Por las tardes suelen ir de visita duquesas y personas de la alta sociedad y, por supuesto, las visitas generan invitaciones a cambio. Me parece que deben de ser pocas las grandes familias que en una u otra ocasión no han abierto las puertas de su casa a los Moidore.

– ¿Adoptaba esa misma postura la señora Haslett? -preguntó Monk.

Septimus sonrió torciendo los labios con gesto de pesar.

– No tuvo otra opción. Ella y Haslett tenían intención de mudarse a una casa propia, pero él tuvo que incorporarse al ejército antes de convertir el proyecto en realidad y, como no podía ser menos, Octavia se quedó en Queen A

– ¡Lo lamento muchísimo! -dijo Monk con voz amable-. Sé que usted quería mucho a la señora Haslett…

Septimus levantó los ojos.

– Sí, sí, así es. Ella solía prestar oído a lo que yo le decía, como si le importase realmente. Salíamos de paseo, a veces nos pasábamos un poco con la bebida. Era más amable que Fenella… -Se calló, como dándose cuenta de pronto de que no se comportaba como un caballero. Irguió la espalda penosamente y levantó la barbilla-. Sí puedo serle de utilidad, puede tener la absoluta seguridad de que me pondré en contacto con usted, inspector.

– Estoy convencido, señor Thirsk. -Monk se puso en pie-. Gracias por el rato que me ha dedicado.

– Tengo más tiempo del que necesito -dijo Septimus con una sonrisa que no llegó a asomar a sus ojos. Después dio unos golpecitos a la jarra y apuró el resto de la cerveza. Monk vio su cara distorsionada a través del fondo transparente.

Monk encontró a Fenella Sandeman al día siguiente a última hora de la mañana, justo cuando acababa de dar un largo paseo a caballo. Estaba de pie junto al caballo en la parte de Kensington Gardens que daba a Rotten Row. Iba muy elegante con su vestido negro de amazona, las botas relucientes y el inmaculado sombrero negro a lo mosquetero. Los únicos detalles blancos de su atuendo eran la blusa de cuello alto y el mango de la fusta, pero su blancura era fulgurante. Llevaba los negros cabellos muy bien peinados y el color artificial del cutis, junto con las cejas pintadas, le daban un aire desenfadado pero poco natural a la luz de aquel fresco día de noviembre.

– ¡Caramba, señor Monk! -exclamó, sorprendida, mirándolo de arriba abajo y aprobando al parecer lo que veían sus ojos-. ¿Qué lo ha traído al parque? -Se rió a lo tonto, como hacen las jovencitas-. ¿No debería estar interrogando a los criados? ¿Cómo se hacen las pesquisas?

Ignoró el caballo, dejando sueltas las riendas sobre el brazo, como si bastara con esto para tenerlo sujeto.

– Pues de muchas maneras, señora. -Monk trató de mostrarse cortés, aunque sin seguir la veta de frivolidad a la que la dama se había lanzado-. Pero antes de hablar con los criados me gustaría tener una impresión más clara de los hechos a través de la familia, para poder hacerles las preguntas pertinentes llegado el momento.

– O sea que ha venido a interrogarme. -Hizo como si se estremeciera con gesto melodramático-. Pues adelante, inspector, pregunte lo que quiera y yo le contestaré lo que considere más oportuno.

Era baja y lo miraba a través de las pestañas entrecerradas, levantando la cabeza.