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– No se lo tome tan a la ligera, señor Monk -dijo Evan muy serio, abandonando el alféizar de la ventana-. Muchachas como ésas, al no tener otra cosa en que ocupar los pensamientos, a veces son muy observadoras. Pueden decir superficialidades, pero si uno las estudia con detenimiento por detrás de las risitas se esconden datos interesantes.

– Supongo que sí -concluyó Monk con aire dubitativo-, pero necesitamos bastantes más informaciones para contentar a Runcorn y a la ley.

Evan se encogió de hombros.

– Volveré mañana, pero ya no sé qué preguntarles.

Monk buscó a Septimus el día siguiente a la hora de comer en la taberna que frecuentaba regularmente. Era un local pequeño y simpático, situado en las proximidades del Strand, conocido porque era visitado por actores y estudiantes de derecho. Estaba lleno de jóvenes que departían animadamente y con muchas gesticulaciones, agitando mucho los brazos y señalando con el dedo a un público imaginario, aunque no se habría podido decir si era el de un teatro o el de una sala de justicia. Olía a serrín y a cerveza y, a esta hora del día, a un grato aroma de verduras, a salsa de carne y a rica repostería.

No hacía más que unos minutos que se encontraba en el establecimiento delante de un vaso de sidra cuando de pronto descubrió a Septimus, sentado en una butaca tapizada de cuero, instalado en un rincón y ocupado bebiendo. Monk se le acercó y se sentó frente a él.

– Buenos días, inspector -dijo Septimus dejando la jarra sobre la mesa.

Monk tardó un momento en descubrir cómo había podido verlo, ya que cuando se había sentado Septimus seguía bebiendo. Entonces se dio cuenta de que el fondo de la jarra era de vidrio, antigua costumbre destinada a evitar que los bebedores fueran cogidos por sorpresa en los tiempos en que los hombres iban armados con espadas y en las tabernas no eran raros los altercados.

– Buenos días, señor Thirsk -replicó Monk, admirando al mismo tiempo la jarra en que bebía, con su nombre grabado en ella.

– No puedo darle más información -dijo Septimus con una triste sonrisa-. Si supiera quién mató a Octavia o si tuviera la más leve idea del motivo, ya habría ido a verle y le habría evitado tener que molestarse siguiéndome hasta aquí.

Monk tomó un sorbo de sidra.

– Si he venido es porque he pensado que aquí no nos interrumpirían tan fácilmente como en Queen A

Los ojos de Septimus, de un azul desleído, se iluminaron un momento con un rasgo de humor.

– Se refiere a que aquí Basil no me puede recordar cuáles son mis obligaciones y mi deber de comportarme con discreción y como un caballero, pese a que carezco de los medios para serlo, excepto en determinadas ocasiones, por su obra y gracia.

Monk no quiso insultarlo mostrándose evasivo.

– Más o menos -admitió, al tiempo que miraba de reojo a un muchacho muy apuesto, bastante parecido a Evan, que se movió junto a ellos con andar vacilante, como presa de fingida desesperación y, llevándose las manos al corazón, se entregó a un dramático monólogo dirigido a sus compañeros de la mesa vecina. Monk no habría podido asegurar, ni siquiera después de dos minutos de oírlo, si se trataba de un aspirante a actor o de un futuro abogado lanzado a la defensa de un cliente. Por un momento le vino a las mientes la imagen de Oliver Rathbone y se permitió imaginarlo como un joven bisoño en una taberna como aquélla.

– No veo militares por aquí -observó Monk volviendo a mirar a Septimus.

Éste sonrió mientras tomaba otro sorbo de cerveza.

– Ya veo que le han contado mi historia.

– Sí, Cyprian -admitió Monk-, pero lo hizo con gran simpatía.



– Es probable -dijo Septimus, aunque poniendo cara larga-, pero si preguntase a Myles le daría una versión completamente diferente, más rastrera y más sucia, menos halagadora para las mujeres. Y en cuanto a la querida Fenella -continuó después de tomar otro sorbo de la jarra-, la suya sería más espectacular y bastante más exagerada: la tragedia se convertiría en grotesca, el amor en pasión desbocada, los tintes serían bastante más cargados… pero los sentimientos auténticos, el dolor real, perdería efecto… como las luces de colores de un escenario.

– Y sin embargo, a usted le gusta venir a una taberna llena de actores de uno u otro tipo -señaló Monk.

Septimus echó una mirada a las mesas de alrededor y sus ojos se detuvieron en un hombre de unos treinta y cinco años, delgado y vestido de forma extravagante, el rostro afable pero disimulado tras una máscara de cansancio que era resultado de muchas esperanzas frustradas.

– Me gusta este sitio -dijo con voz serena-, me gusta la gente que viene aquí. Tienen imaginación suficiente para huir de la vulgaridad, para olvidar las derrotas de la realidad y alimentarse de los quiméricos triunfos de los sueños. -Su rostro se había suavizado, las arrugas de cansancio que lo surcaban habían quedado borradas por la tolerancia y el afecto-. Saben evocar cualquier estado de ánimo y durante una o dos horas llegan a creer que es espontáneo. Para esto se necesita valor, señor Monk, y una rara fuerza interior. El mundo… y personas como Basil, lo encuentran ridículo. Para mí es reconfortante.

Hubo una explosión de carcajadas en una de las mesas y Septimus se volvió un momento en aquella dirección antes de dirigirse nuevamente hacia Monk.

– Si podemos superar lo que es natural y creemos lo que queremos creer, pese a la fuerza de la evidencia, entonces nos convertimos en dueños de nuestro destino, aunque sólo sea por un momento, y podemos pintar el mundo que queramos. Prefiero conseguir este fin a través de los actores que de una excesiva cantidad de vino o fumándome una pipa de opio.

Uno se subió a una silla y comenzó un discurso ante la rechifla de su público y algunos amagos de aplausos.

– Me gusta el humor de esta gente -prosiguió Septimus-. Se ríen de ellos y de los demás… les gusta reír, no ven mal en ello ni lo consideran un atentado a la dignidad. Les gusta discutir. No se sienten heridos de muerte porque alguien ponga en cuarentena lo que dicen, es más, lo encuentran normal. -Sonrió tristemente-. Si los obligan a aceptar una nueva idea, primero le dan unas cuantas vueltas, como hacen los niños cuando alguien les pone en las manos un juguete nuevo. Quizá son vanidosos, señor Monk, es muy posible que lo sean, como en un jardín lleno de pavos reales, siempre abriendo la cola y lanzando graznidos al mismo tiempo. -Miró a Monk de manera superficial y sin doble sentido-. Son ambiciosos, egocéntricos, pendencieros y las más de las veces terriblemente triviales.

Monk sintió un acceso de remordimiento, como si una flecha acabara de rozarle la mejilla y hubiera fallado el tiro.

– Pero me divierten -dijo Septimus con voz suave-, me escuchan sin condenarme y ni una sola vez ha intentado nadie convencerme de que tengo la obligación moral o social de ser diferente. No, señor Monk, yo aquí lo paso bien, estoy muy a gusto.

– Se ha explicado usted muy bien -dijo Monk con una sonrisa, esta vez pletórica de sinceridad-. Entiendo por qué. Hábleme del señor Kellard.

Del rostro de Septimus desapareció la sensación de satisfacción.

– ¿Por qué? ¿Cree que puede tener algo que ver con la muerte de Octavia?

– Podría ser, ¿no le parece?

Septimus se encogió de hombros y dejó la jarra sobre la mesa.

– No lo sé. A mí el tipo no me gusta y a usted mi opinión no le sirve de nada.

– ¿Por qué no le gusta, señor Thirsk?

Pero el viejo código militar del honor era demasiado rígido y Septimus sonrió fríamente, como burlándose de sí mismo.

– Es una cuestión de instinto, señor Monk -mintió, y Monk sabía que mentía-. No tenemos nada en común, ni en lo que se refiere a carácter ni a intereses. Él es banquero, yo un tiempo fui soldado y en la actualidad sólo soy un hombre contemporizador que disfruta con la compañía de unos jóvenes que juegan a hacer de actores y escenifican historias de crímenes, de pasiones y del mundo del delito. Con ellos me río de las barbaridades que ocurren y de vez en cuando empino el codo más de la cuenta. Arruiné mi vida irremisiblemente por el amor de una mujer. -Hizo girar la jarra entre sus manos y la acarició con los dedos-. Myles desprecia este tipo de cosas, a mí sólo me parece absurdo, pero no despreciable. Lo que me digo es que por lo menos fui capaz de un sentimiento de esta naturaleza y esto, para mí, ya es algo importante.