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– ¿Sí? -La mujer era bajita, sesentona, de aspecto fuerte. Llevaba una blusa de manga larga, de color rosa y con flores estampadas, una falda de mezclilla, medias y zapatos baratos. El pelo gris era auténtico y el maquillaje apenas perceptible. Se secaba las manos con un paño de cocina y en la cara tenía una expresión interrogadora.

– Hola. Soy Kinsey Millhone. ¿Es usted la señora Shine?

– Soy la hermana de Dorothy, Louise Mendelberg. El señor Shine ha fallecido recientemente.

– Eso me han dicho, y lamento molestarles. El señor Shine llevaba a cabo un trabajo por cuenta de un abogado que se llama Lo

– No hay buenos momentos cuando alguien acaba de morir -respondió con acritud. Aquella mujer no se tomaba la muerte en serio. A consecuencia de la defunción, se había ofrecido voluntaria para fregar los platos y barrer la salita, aunque yo estaba convencida de que no dedicaría mucho tiempo a seleccionar los himnos del sepelio.

– No quisiera molestar más de lo necesario. Lo sentí mucho cuando me enteré. Morley era un buen hombre. Yo le apreciaba.

La mujer cabeceó.

– Conocía a Morley desde que coincidió con Dorothy en la universidad, allá en la época de la Depresión. Todos lo queríamos mucho, pero era un imprudente. El tabaco, la obesidad y encima el alcohol. Se puede abusar de estas cosas hasta cierto punto cuando se es joven, sin embargo, ¿a su edad? No, señora. Aunque siempre se lo decíamos, ¿cree usted que nos hacía caso? Le daba igual. Habría tenido que verle el domingo. Tenía un color de piel que daba miedo. El médico dice que la gripe influyó en el ataque al corazón. El equilibrio electrolítico o no sé qué historias. -Volvió a cabecear con actitud resignada.

– ¿Y cómo está ella?

– Mal, por eso vine de Fresno, antes de que se produjese la tragedia. Mi intención era quedarme un par de semanas para que Morley pudiera descansar un poco. Dorothy está enferma desde hace meses, como usted debe de saber.

– No lo sabía -dije.

– Pues sí. Está prácticamente incapacitada. En junio le diagnosticaron un cáncer de estómago. La operaron y debe someterse periódicamente a un tratamiento quimioterapéutico. Está en los huesos y no puede ni enhebrar una aguja. Morley no hablaba de otra cosa.

– ¿Van a hacerle la autopsia?

– No sé qué habrá dicho Dorothy al respecto. Morley acudió al médico hace sólo una semana. Dorothy quería que se pusiera a régimen y él acabó cediendo. Dadas las circunstancias, no creo que sea necesario hacerle la autopsia, pero ya sabe usted lo que ocurre: a los médicos les gusta meter la nariz en todas partes. Lo siento por ella.

Emití un par de interjecciones de solidaridad.

– Bueno, basta de cháchara -dijo con un aspaviento-. Supongo que querrá usted mirar en su despacho. Pase y le indicaré dónde está. Coja lo que necesite y, si tiene que volver, ya sabe dónde está su casa.

– Gracias. Le haré una lista de lo que me lleve.

Rechazó la sugerencia con un ademán.

– ¿Para qué? Hace años que conocemos al señor Kingman.

Entré en el vestíbulo. Se puso en marcha y fui tras ella por un corto pasillo. No se veía ningún detalle navideño. Con la enfermedad de la señora Shine y el fallecimiento de Morley, ahorrarse esa preocupación suponía una especie de descanso. La casa olía a caldo de gallina.

– ¿Conservaba Morley la oficina que tenía aquí en Colgate? -pregunté.





– Sí, pero desde que Dorothy se puso tan enferma casi siempre trabajaba en casa. Creo que solía ir por la mañana para recoger el correo. ¿Le gustaría mirar allí también? -Abrió la puerta de lo que evidentemente había sido antaño un dormitorio y que, gracias a la introducción de un escritorio y una serie de archivadores, se había transformado en despacho. Las paredes estaban pintadas de beige, y la raída moqueta beige era tan andrajosa como me había figurado.

– No le digo que no. Si no encuentro aquí los expedientes que busco, será porque los llevó a la oficina. ¿Pueden darme una llave?

– No sé dónde ponía Morley las llaves, pero se lo preguntaré a Dorothy. Dios mío -dijo en cuanto miró en derredor-. Ahora entiendo por qué Morley no quería que entrara nadie.

Hacía un poco de frío en la estancia, y el desbarajuste que reinaba era el propio de un hombre que administra sus asuntos con un gusto particular por lo caótico. Si hubiera sabido que iba a morir de muerte instantánea, ¿habría ordenado el escritorio? No lo creo, me dije.

– Fotocopiaré lo que me interese y les devolveré las carpetas lo antes posible. ¿Habrá alguien en casa por la mañana?

– ¿Cuándo? ¿Mañana, miércoles? Que yo sepa, sí. Y si no, da usted la vuelta y lo deja todo encima de la lavadora que hay en el porche de atrás. Por lo general dejamos esa puerta abierta para que puedan entrar la señora de la limpieza y la enfermera. Voy a buscar la llave de la oficina de Morley. Dorothy tiene que saber dónde está.

– Muchas gracias.

Mientras la esperaba, me paseé por la habitación para hacerme una idea de los métodos que podía haber utilizado Morley a la hora de manipular sus papeles. Saltaba a la vista que de vez en cuando se había esforzado por controlarse, porque había algunas carpetas etiquetadas: «Actividades», «Pendiente», «En curso». La etiqueta de una decía: «Hacer», y la de otra: «Urgente». Un archivador en forma de acordeón ostentaba una etiqueta que decía «Memorándum». Los papeles que contenían parecían desfasados, revueltos y tan desorganizados como la habitación.

Louise apareció en la puerta con un llavero en la mano.

– Lléveselas todas -dijo-. Sólo Dios sabe cuál es la buena.

– ¿No las necesitarán?

– ¿Y para qué? Nos haría usted un favor si las tirase mañana. Ah, le traeré una bolsa para meter las cosas.

– ¿Va a celebrarse alguna misa?

– El entierro será el viernes por la mañana. Aquí en Colgate, en el Wynington-Blake. No sé si Dorothy podrá estar presente. Lo hemos retrasado porque quiere asistir el hermano de Morley, que vive en Corea del Sur. Trabaja de delineante para el Regimiento de Ingenieros de Camp Casey. No llegará a Santa Teresa hasta el jueves por la noche. La misa se celebrará el viernes a las diez. Frank vendrá mareado del viaje, pero era imposible retrasarlo más tiempo.

– Me gustaría asistir -dije.

– Es usted muy amable -dijo-. Si Morley estuviera vivo, se lo agradecería. Cuando termine, no es necesario que me espere. Ya sabe dónde está la puerta. Yo tengo que ponerle una inyección a Dorothy.

Volví a darle las gracias, pero ella ya se había puesto en movimiento. Me sonrió con simpatía y cerró la puerta al salir.

Estuve treinta minutos desenterrando todos los expedientes que podían guardar relación con el asesinato de Isabelle y el proceso civil. A Lo

Metí todos los artículos en la bolsa: el calendario de mesa, la agenda… Registré los cajones del escritorio y las cajas que había a la vista, y también me aseguré de que no hubiera ningún expediente perdido debajo de los muebles. Cuando me convencí de que había recogido todo el material de interés, metí el llavero en el bolso y cerré la puerta del despacho al salir. Oí murmullo de voces al extremo del pasillo, Louise y Dorothy charlando.

Al dirigirme a la puerta de la calle, pasé ante la entrada de la sala de estar. Di un rodeo no autorizado para acercarme a un sillón tapizado en cuero viejo y agrietado: la disposición de los cojines revelaba que había sido el sillón preferido de Morley. Vi un cenicero vacío, pero con señales de haber contenido muchas colillas. En la cubierta de la mesita adjunta todavía se notaban los cercos pegajosos de los vasos de whisky. Como soy una fisgona, registré el cajón de la mesita, miré debajo de los cojines y metí los dedos por las ranuras interiores del sillón. Aunque no encontré nada, me sentí más tranquila.