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Me puse a dar vueltas en el suelo hacia el otro extremo del pasillo. Ya no contaba con más protección que la oscuridad. Si la vista se me había acostumbrado a las tinieblas, otro tanto le habría ocurrido al agresor. Volví a disparar hacia la puerta de Lo

No me jacto de mis conocimientos sobre cómo trabaja el cerebro humano. Sé que la parte izquierda es verbal, lineal y analítica, y que resuelve los pequeños intríngulis de la vida cotidiana razonando con lógica. La parte derecha tiende a ser intuitiva, imaginativa, caprichosa e imprevisible, y da de pronto con la solución eurekiana del problema que a lo mejor nos hemos planteado tres días antes. No hay manera de explicar este proceso. Pues bien. Allí, encogida en la oscuridad, con la pistola en la mano y los labios apretados para no gritar como una cría, supe de repente y con claridad meridiana quién estaba frente a mí, dándole al gatillo. Y a quien le gusten los detalles mundanos, le diré que me entró un cabreo de muerte. Cuando sonó el siguiente disparo, me pegué totalmente al suelo, empuñé la pistola con las dos manos y disparé a mi vez. Supongo que había llegado la hora de tomar la palabra.

– ¿David?

Silencio.

– Sé que eres tú -dije. Se echó a reír.

– Por fin te has dado cuenta.

– Admito que me ha costado un poco -dije. Hablar de ese modo, con ese hombre y en medio de esa oscuridad tenía su punto de extrañeza. Me irritaba no poder verle bien la cara.

– ¿Cómo lo has sabido?

– Por la laguna que había entre el momento en que Tippy atropelló al peatón y el momento en que te atropelló a ti.

– Sigue.

– Llamé a Tippy y le pregunte qué había hecho durante aquellos treinta minutos. Resulta que fue a casa de Isabelle. Se produjo otro silencio.

– Seguramente acababas de matar a Isabelle -proseguí- cuando viste que la camioneta de Tippy se acercaba a la casa. Mientras ella llamaba a la puerta, tú te escondiste en la parte trasera del vehículo. Y, al marcharse, te alejó sin saberlo del escenario del crimen. Sólo tenías que esperar a que redujera la velocidad. Saltaste del vehículo por el lado del conductor y golpeaste con fuerza el costado. Tippy giró a la izquierda y de pronto apareciste tú en medio de la calzada y a la vista del equipo de trabajadores de la compañía del agua.

– Es verdad. Y con la opinión pública a mi favor -dijo.

– ¿Y Morley? ¿Por qué tuviste que matarle?

– ¿Estás de guasa? El viejo borrachín me tenía entre la espada y la pared. Acababa de descubrir la verdad cuando habló conmigo el miércoles. Sabía que estaba perdido si no me deshacía de él inmediatamente. Robarle los expedientes fue una ocurrencia afortunada; el viejo era el rey de la desorganización.

– ¿Dónde conseguiste las setas venenosas?

– Del patio de los Weidma

– He de admitir que eres un tipo listo -dije mientras ponía a todo tren la caja de pensar. El pasillo trazaba a mis espaldas un ángulo de noventa grados hacia la izquierda; no tenía salida, pero al final se encontraba la habitación de la fotocopiadora y, enfrente, la nueva cocina. Si me internaba en el pasillo, saldría de la línea de fuego, pero tendría que enfrentarme a un par de problemas que no sabía bien cómo resolver. Primero: ya no tendría a tiro a mi agresor. Segundo: estaría atrapada. Era i

– Es asombroso que en seis años no hayas cometido ni un solo error -dije. Ya que estaba en ello, le sonsacaría de paso la información que pudiese.

– Una vez cometí un error -dijo a regañadientes.

– ¿En serio? ¿Cuándo?

– Una noche me emborraché con Curtis y hablé más de la cuenta. No sé cómo ocurrió. En cuanto terminé de hablar comprendí que tarde o temprano tendría que deshacerme del individuo.

– Increíble -dije-. ¿Tratas de decirme que Curtis no me mintió por una vez en su vida?

Barney rompió a reír.

– Desde luego. Y pensó que la información valía dinero y se puso en contacto con Ken Voigt. Como es lógico, Voigt empezó a pasarle dinero a Curtis para asegurarse su declaración. El muy imbécil…

Cerré los ojos. Voigt se había comportado ciertamente como un imbécil. Su avidez por ganar el juicio había puesto en peligro su credibilidad.

– ¿Y yo? ¿Hay algún plan en marcha o haces esto por deporte?

– Si te soy sincero, me gustaría que se te acabaran las balas para darte el puntillazo de una vez. He matado a Curtis con una H und K como la que tú tienes. Te voy a liquidar con la treinta y ocho con que despaché a Isabelle, y luego se la pondré a Curtis en la mano. Así parecerá que fue él quien la mató…

– Y que yo le maté a él -dije para terminar la frase-. ¿Has oído hablar alguna vez de la balística? Sabrán que el arma no era la mía.





– Yo ya estaré lejos entonces.

– Muy listo.

– Mucho -dijo-, a diferencia de la mayoría. Las personas son como las hormigas. Siempre trabajando y preocupándose por el pequeño mundo en que viven. No tienes más que observar un hormiguero. Es actividad pura. Desde el punto de vista de las hormigas se diría que todo es muy importante. Pero no lo es. En realidad, carece de objeto. Lo que hacen no sirve para nada. ¿Nunca has pisado una hormiga? ¿No has aplastado ninguna entre los dedos? No causa ningún remordimiento de conciencia. Dices: «Ya te tengo». Y todo se acaba. Pues entre tú y yo sucede lo mismo.

– ¿Sabes? Es muy profundo lo que dices. Incluso lo estoy anotando.

Aquello le enfureció y disparó dos veces; los proyectiles se hundieron en la moqueta, a mi derecha. Le devolví los disparos, para que viese que no me arredraba.

– Qué ingenua… -dijo-. Te las das de cínica, pero eres muy fácil de engañar…

– No saques conclusiones precipitadas -dije. Me pareció que asomaba la cabeza por la puerta de Lo

– Has fallado.

– No sabes cuánto lo siento. -Saqué el cargador y conté con el tacto los proyectiles que quedaban. Y pensar que tenía varias cajas en el despacho…

– ¿Tienes problemas?

– Me he roto una uña.

Guardó silencio durante unos segundos.

– Ten cuidado con las balas. Sólo te queda una.

– Mentira. Me quedan dos.

Se echó a reír.

– Claro, lo que tú digas.

Estuve un momento callada.

– ¿Por qué estás tan seguro?

– Porque sé contar.

Agaché la cabeza un segundo para recuperar fuerzas. Había llegado la hora de moverse. Estiré el pie izquierdo y lo apoyé en el suelo. Noté que la zona entumecida aumentaba, aunque no supe calcular cuánto dolor y cuánta insensibilidad cabían en el mismo conducto nervioso.

– Sólo han sido siete -dije.

– Ocho -rectificó.

– Es una de diez tiros -repliqué, para ver si colaba. Empecé a retroceder hacia el punto donde giraba el pasillo.

– De diez tiros. Y un rábano. Eres una embustera -dijo.

– No me digas. ¿Qué pistola tienes tú?

– Una Walther. De ocho tiros. Y aún me quedan dos.

– Narices. Te queda sólo uno. También yo sé contar, listillo. -Retrocedía milímetro a milímetro, tanteando con el pie lo que tenía detrás. David Barney no pareció darse cuenta de que cambiaba de posición.