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– Perdón -dije-. Me he equivocado -y volví a cerrar la puerta. Encontré las escaleras de atrás al otro lado de una puerta con un rótulo que decía salida de emergencia. Bajé los peldaños de dos en dos, pero cuando llegué al aparcamiento no vi el menor rastro de Ken ni tampoco ningún vehículo que se alejara.

Volví al VW, abandoné el área del establecimiento y giré a la izquierda para acceder a Faith en dirección a la sección norte de State Street. El motel de Curtis McIntyre estaba a menos de dos kilómetros. El barrio abundaba en restaurantes de comida rápida, lavacoches, establecimientos de electrodomésticos rebajados y un surtido de tiendas pequeñas al por menor, entre ellas algún complejo de oficinas. Nada más cruzar el Cutter Road Mall vi a la derecha el acceso norte de la autopista. Strate Street doblaba a la izquierda y a lo largo de dos o tres kilómetros discurría en sentido paralelo a la autopista.

El Thrifty Motel estaba cerca del empalme de State Street con la autopista de dos carriles que se perdía en las montañas del norte. Giré bruscamente a la izquierda para acceder al aparcamiento de grava del motel. Aparqué en la plaza vacía que había delante de la habitación de Curtis. Casi todas las habitaciones de la L estaban iluminadas y el aire olía al denso perfume que emite el beicon frito, las hamburguesas fritas, el lomo de cerdo frito y las salchichas fritas. Los telediarios y la música country a todo volumen competían por monopolizar el espacio auditivo humano. Las ventanas de Curtis estaban a oscuras y nadie respondió cuando llamé a la puerta. Probé en la habitación de al lado. El individuo que me abrió tenía cuarenta y tantos años, ojos azules luminosos, pelo cortado al estilo plato hondo y una barbita que parecía la típica pelusa que se queda enredada en los peines.

– Busco al de la habitación contigua. ¿Le ha visto?

– ¿Curtis? Se ha ido.

– ¿Sabe adónde?

– Hoy no es mi día de vigilancia.

Saqué una tarjeta y un boli. Escribí unas palabras para Curtis, diciéndole que me llamara lo antes posible.

– ¿Podría darle esto?

– Si le veo… -dijo y cerró la puerta.

Saqué otra tarjeta, escribí lo mismo y la deslicé por debajo de la puerta de Curtis, que ostentaba el número 9. El rótulo de neón del motel parpadeaba cuando crucé andando el aparcamiento, camino de la oficina de recepción. Las palabras Thrifty Motel se habían escrito con un color verde chorreante y las moscas zumbaban pegadas a la tela metálica que cubría la ventana. La puerta de la oficina, cuya mitad superior era de vidrio, estaba abierta, y en uno de los listones de plástico de la persiana veneciana que la cubría habían incrustado un rótulo que decía completo.

El mostrador y la pequeña zona que se abría detrás, estaban vacíos. Más allá había una puerta entornada y vi luz en las habitaciones reservadas por lo general al encargado del establecimiento. El aludido se entretenía al parecer viendo una telecomedia, ya que cada diez segundos el aire se llenaba de risas programadas. Una de cada tres carcajadas era del género ruidoso, y no costaba imaginar al ingeniero de sonido sentado ante la correspondiente consola de mandos y moviendo la palanca hacia las distintas indicaciones: risa, silencio, risa, silencio, MUCHA RISA.

En el mostrador había un pequeño rótulo que decía: «H. Stringfellow, encarg. Llamar al timbre», al lado de un anticuado timbre. Lo pulsé y el público invisible se deshizo en carcajadas. El señor Stringfellow cruzó la puerta arrastrando los pies y cerró a sus espaldas. Tenía el pelo blanco como la nieve, las mejillas chupadas y recién afeitadas, la piel de color rosáceo y la barbilla puntiaguda como si se la hubieran estirado quirúrgicamente. Vestía pantalón ancho de color ocre, camisa de poliéster del mismo tono y corbata estrecha de color amarillo.

– Está al completo -dijo-. Pruebe en el motel que hay más abajo.

– No busco habitación. Busco a Curtis McIntyre. ¿Sabe cuándo volverá?





– No. Pasó a recogerle no sé quién. Creo que un hombre. Se detuvo un coche, salió y se fue.

– ¿No vio al conductor?

– No. Ni el coche tampoco. Estaba trabajando en la parte de atrás y oí el claxon. Al cabo de unos minutos vi pasar a Curtis por delante de la ventana. Porque se me ocurrió mirar hacia la calle; si no, ni eso habría visto. Segundos después oí un portazo y el coche se alejó.

– ¿Cuándo ha sido?

– Hace un rato. Unos cinco o diez minutos.

– Cuando llama por teléfono, ¿ha de hacerlo a través de la centralita?

– No hay centralita. Tiene teléfono en la habitación. El mismo se encarga de pagar el recibo y así yo me lavo las manos. Mi clientela no es de lujo, ni yo finjo que lo sea. Casi toda la gente que se aloja aquí es basura, pero a mí me trae sin cuidado. Mientras se pague por anticipado, según lo convenido.

– ¿Es puntual en ese sentido?

– Más que la mayoría. ¿Acaso pertenece usted a la Junta de Libertad Vigilada?

– Sólo soy una amiga -dije-. Si le ve, ¿le dirá por favor que me llame? -Saqué otra tarjeta y tracé un círculo alrededor de mi teléfono.

Abrí la portezuela del coche y me disponía a entrar cuando mi ángel malo me dio un codazo en los riñones. Tenía delante de mí la puerta de Curtis McIntyre. La cerradura parecía respetable, pero la ventana de guillotina de la derecha, junto a la puerta, estaba abierta. Quedaba sólo una rendija de seis centímetros, sin embargo, el marco de la tela metálica que cubría la ventana estaba doblado hacia afuera por la parte inferior, lo suficiente como para permitirme deslizar los deditos. Si tiraba del marco de la tela metálica, podría subir la ventana, meter el brazo y abrir la puerta por dentro. No había nadie en el aparcamiento y el ruido de los televisores ahogaría el que yo hiciese. Me había comportado durante toda la semana como una ciudadana modelo, ¿y qué había sacado a cambio? El futuro del caso no podía ser más negro, de manera que infringir la ley carecía ya de importancia. El allanamiento de morada no se consideraba un delito particularmente grave. No pretendía robar nada, sólo echar una pequeña, brevísima, mínima ojeadita. Así razonaba mi ángel malo. Quería inculcarme ideas reprobables, pero, francamente, lo hacía con convicción. Aunque me avergonzaba de mí misma, antes de pensármelo dos veces di un tirón a la tela metálica y deslicé los pícaros dedos por la rendija. En un santiamén me encontré dentro de la habitación. Encendí la luz. Confiaba en que Curtis no llegase de súbito. En el fondo, dudo que le importase que le revolviera la habitación; en cambio, me preocupaba la posibilidad de que pensase que quería ligármelo.

Si su madre hubiera visto la habitación, se habría desmayado. «Recoger la ropa» no formaba parte de su vocabulario. La estancia no era precisamente grande, cuatro metros por cuatro tal vez, y disponía de cocina compacta: una combinación de frigorífico, fregadero y fogón, todo hecho un asco. La cama estaba deshecha, como es lógico. Había un pequeño televisor en blanco y negro encima de una de las mesitas de noche, que se había apartado de la pared para verla mejor desde la cama. El suelo estaba infestado de cables. El cuarto de baño, pequeño, estaba decorado con toallas húmedas que olían a moho. Parecían gustarle los jabones con vello púbico incrustado.

Cómo tuviera la habitación me importaba tres pepinos. Me interesaba más el destartalado escritorio de madera, y me lancé a registrarlo. Curtis no creía en los bancos. Encontré un buen montón de dinero en metálico en el primer cajón. Seguramente pensaba que ningún chorizo iba a perder el tiempo registrando la habitación 9 del Thrifty Motel. Había recibos mezclados con los billetes: del gas, del teléfono y de Sears, donde había comprado algo de ropa. Debajo de los sobres de ventanilla había otro cerrado, apto para enviar cheques. La dirección se había escrito a mano. Le di la vuelta. El nombre y dirección del remitente estaban impresos en la solapa: Peter Weidma