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Di el tercer bostezo. Tenía las manos llenas de polvo y había llegado a un punto en que la cabeza reclamaba sus derechos de independencia. La constante metodológica de Morley Shine era la falta de método y, aunque lo sentía mucho por el difunto, era inevitable enfadarse con él. Lo que más me revienta en este mundo es el desorden de los demás. Dejé los expedientes donde estaban y cerré la puerta del despacho. Salí al pasillo de la segunda planta y cerré con llave la puerta de las oficinas.

El único coche que quedaba en el aparcamiento era el mío. Salí a la calle, giré a la derecha y puse rumbo a la ciudad. Cuando llegué a State Street, torcí bruscamente a la izquierda y me dirigí a casa por las calles vacías e iluminadas del centro de Santa Teresa. Los edificios, de estilo colonial español, suelen ser aquí de una sola planta a causa de los frecuentes terremotos. En el verano de 1968, por ejemplo, hubo seis temblores seguidos cuya magnitud osciló entre 1,5 y 5,2 según la escala de Richter; el último fue tan intenso que una piscina se quedó medio vacía.

Sentí un brote de pesar cuando pasé ante el número 903 de State Street, sede de mi anterior despacho. Seguramente lo ocuparía ya otra persona. Quería hablar con Vera, la directora de reclamaciones de La Fidelidad, para que me contara lo sucedido desde mi desalojo. No la había visto desde la célebre noche de Halloween en que había contraído matrimonio con Neil. El despido había tenido efectos secundarios, pues por su culpa había dejado de ver a muchas personas, por ejemplo a Darcy Pascoe y a Mary Bellflower. Sea como fuere, me inquietaba pasar la Navidad en el nuevo despacho.

A punto estuve de saltarme el semáforo del cruce de Anaconda con la 101. Frené y apagué el motor durante los cuatro minutos que tardaba en ponerse verde el semáforo. La carretera estaba desierta y los vacíos carriles de asfalto se prolongaban en ambas direcciones. Cambió por fin el semáforo, me lancé a toda velocidad y doblé a la derecha al llegar a Cabana, la avenida que discurre en sentido paralelo a la playa. Giré otra vez a la derecha para acceder a Bay y a la izquierda para entrar en mi calle, estrecha y bordeada de árboles y viviendas unifamiliares que alternaban con alguna que otra comunidad de propietarios. Aparqué no muy lejos de mi casa. Cerré el coche con llave e, instada por la fuerza de la costumbre, escruté el vecindario a oscuras. Me gusta estar sola a esta hora, aunque procuro no descuidarme y mantenerme alerta. Entré por el patio lateral y empujé la puerta de la valla levantándola un poco para que no gimieran los goznes.

Mi casa había sido antaño un garaje monoplaza separado de la vivienda principal por un pasillo transformado en los últimos tiempos en patio para tomar el sol. Tanto la casa como la solana se habían reconstruido debido a que una bomba había hecho saltar todo por los aires, y gracias a esa circunstancia disponía ahora de un altillo con dormitorio y cuarto de baño contiguo. La luz del patio estaba encendida, un detallito del que era responsable mi casero, Henry Pitts, que nunca se acuesta sin mirar antes por la ventana para comprobar si ya he vuelto.

Cerré la puerta a mis espaldas y, como suelo hacer cada noche, me dediqué a asegurar las puertas y ventanas. Encendí el televisor portátil en blanco y negro para que me hiciera compañía mientras adecentaba el lugar. Como de día casi nunca estoy en casa, no me queda más remedio que hacer las faenas domésticas por la noche. En el barrio tengo fama de pasar la aspiradora a medianoche y de salir a comprar a las dos de la madrugada. Como vivo sola, me cuesta tener las cosas en su sitio, pero cada tres o cuatro meses trazo un plano de la casa y hago limpieza general en todos los rincones. Aquella noche, aunque me entretuve barriendo la cocina, me acosté sobre la una.

El martes me levanté a las seis. Me puse el chándal y me calcé las Nike. Me cepillé los dientes, me remojé la cara y me pasé los dedos mojados por las mechas aplastadas por la almohada. Corría por motivos prácticos, más por mantener la forma física que por placer, pero al acabar sentía siempre en las venas los primeros asomos de energía. Aprovechaba la ocasión para sintonizar con la jornada que me aguardaba, como si fuese una meditación móvil para concentrar las ideas mientras los músculos encontraban la debida coordinación. Me daba cuenta, aunque muy vagamente, de que en los últimos tiempos me había descuidado bastante, probablemente a consecuencia de la tensión, el sueño irregular y las comidas preparadas. Ya era hora de recuperar la normalidad.

Me duché, me vestí, devoré un tazón de cereales con leche y me dirigí a la oficina.

Al pasar ante la mesa de Ida Ruth, me detuve un rato para charlar con ella sobre lo que había hecho el fin de semana, período que suele dedicar a las mochilas, los caminos de cabras y los acantilados. Tiene treinta y cinco años, está soltera y es una vegetariana convencida de pelo rubio y suelto y cejas quemadas por el sol. Le sobresalen los pómulos y tiene un cutis curtido que no suaviza con ningún cosmético. Aunque siempre va bien vestida, da la sensación de que preferiría ponerse un pantalón ancho, una blusa de franela y botas de alpinista.

– Más vale que te des prisa si quieres hablar con Lo

– Gracias. Voy corriendo.

Lo encontré sentado a su mesa, sin chaqueta y con las mangas de la camisa subidas. Se había aflojado el nudo de la corbata y el pelo estropajoso le coronaba el cráneo como un trigal en busca de segadora. Por las ventanas que tenía detrás vi el cielo azulado y el perfil de los montes grises y violáceos al fondo. El día era radiante. Una tupida red de buganvillas de intenso color morado ocultaba el ladrillo pintado de blanco de una fachada cercana.

– ¿Qué tal? -dijo.

– Bien, supongo. Aún no he terminado de revisar las cajas, pero el desorden salta a la vista.

– Sí, la organización nunca fue la virtud más descollante de Morley.

– Las mujeres, en cambio, llevan el orden en la sangre -dije con sequedad.

Esbozó una sonrisa mientras garabateaba unas notas, probablemente relacionadas con el caso que llevaba entre manos.

– Hablemos de honorarios. ¿Cuánto cobras?





– ¿Cuánto cobraba Morley?

– Los cincuenta de costumbre -dijo con desinterés.

Había abierto un cajón y, como buscaba no sé qué entre los expedientes que contenía, no pudo verme la cara. ¿Morley cobraba 50? No podía creerlo. O los hombres son odiosos o yo soy una tonta. Y es fácil ver si lo cierto es lo primero o lo segundo. Mis honorarios corrientes siempre han sido 30 dólares la hora más un plus por kilometraje. Aquello era una estafa increíble.

– Añade cinco dólares y no te cobraré el kilometraje.

– Como quieras -dijo.

– ¿Hay instrucciones?

– Las dejo a tu criterio. Tienes carta blanca.

– ¿Hablas en serio?

– Claro. Puedes hacer lo que te dé la gana. Siempre que no te metas en líos -añadió inmediatamente-. Nada le gustaría más al abogado de Barney que cogernos desprevenidos, de modo que nada de juego sucio.

– Pero así no tiene gracia.

– Sin embargo, impedirá que te descalifiquen como testigo y esto es fundamental. -Miró el reloj- Me voy corriendo. -Cogió la chaqueta de la percha y se la puso a toda prisa. Se ajustó la corbata, cerró el maletín y se plantó en la puerta en un santiamén.

– Espera un momento, Lo

Sonrió.

– Localízame a un testigo que haya visto a nuestro hombre en el lugar del crimen.

– Sí, claro, muy fácil, ¿eh? -dije, pero ya se había ido.

Tomé asiento y leí otros dos kilos de información acumulada de cualquier manera. Me pasó por la cabeza la idea de abordar a Ida Ruth con zalamerías para que me ayudase a recomponer los expedientes. En comparación con la segunda caja, la primera era un primor. Mi primer paso consistiría en pasar por casa de Morley Shine para ver los expedientes que tuviera allí guardados. Hice unas llamadas preliminares antes de salir del despacho. Tenía una idea más o menos clara de con quién quería hablar, y debía concertar las citas. Me puse al habla con Simone, la hermana de Isabelle, que convino en recibirme en su casa hacia el mediodía. Telefoneé también a una señora llamada Yolanda Weidma