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El sendero del garaje de Morley Shine estaba despejado y no vi el Ford rojo alquilado. El Mercury seguía sobre la hierba del patio lateral. Me detuve en el porche y observé las manchas de óxido del guardabarros mientras esperaba a que abrieran. Pasaron dos minutos. Volví a llamar, esta vez más fuerte, pero rezando para no obligar a Dorothy Shine a levantarse de la cama. Al cabo de cinco minutos llegué a la conclusión lógica de que no había nadie. Tal vez Louise hubiera llevado a Dorothy al médico, o habían ido las dos a la funeraria para elegir el modelo de ataúd. Recordé que Louise había comentado que dejaban abierta la puerta trasera, y rodeé la casa tras recorrer el callejón entre la vivienda y el garaje. La puerta del cuarto de limpieza estaba entornada. Di unos golpecitos en el cristal y esperé los minutos de rigor por si en última instancia hubiese alguien dentro. Miré por encima los alrededores y me sentí un tanto deprimida. La propiedad entera parecía lista para la subasta. El patio trasero era el vivo retrato del abandono, la hierba estaba seca y los arriates que bordeaban el patio estaban llenos de flores mustias. Las caléndulas, doradas antaño, se habían vuelto marrones. Morley no se había sentado allí para hacer compañía a su mujer desde hacía por lo menos un año. Vi una barbacoa de ladrillo con tanta herrumbre en la parte superior que las varas de la parrilla casi se tocaban entre sí.

Abrí la puerta y entré en la casa. No sabía por qué me comportaba con tanto miramiento. Lo normal en mí era entrar sin más ceremonias para echar un vistazo; porque soy curiosa por naturaleza y la ocasión la pintan calva. Pero, dadas las circunstancias, me resistía a dejarme llevar por el instinto. Morley había fallecido y había que respetar sus recuerdos. Dejé la bolsa de las carpetas encima de la lavadora, tal como me habían indicado. El aire olía a medicamentos y al fondo se oía el tictac de un reloj. Cerré la puerta tras de mí y volví a la calle.

Al sacar las llaves del coche, comprobé con irritación que me había olvidado de meter las llaves de Morley en la bolsa. Giré sobre mis talones y rehíce al trote lo andado. Al pasar por delante del Mercury aflojé la velocidad sin darme cuenta. «Averigua qué guardan en el portaequipajes», me susurró mi ángel malo. Incluso mi ángel bueno comprendió que curiosear un poco no perjudicaría a nadie. Me habían permitido mirar en los dos despachos de Morley. Tenía sus llaves en la mano y, para redondear la búsqueda, nada más natural que inspeccionar el vehículo. Me costaba curiosear cuando la idea de la autorización flotaba en el aire. Para cuando articulé racionalmente esta consideración, ya había abierto el portaequipajes y contemplaba con desilusión el neumático de recambio, el gato y las latas vacías de cerveza que parecían llevar ahí varios meses.

Cerré el portaequipajes y me dirigí a la portezuela del conductor, la abrí e inspeccioné el interior del vehículo, empezando por la parte trasera. Los asientos, tapizados en ante verde oscuro, olían a tabaco y a brillantina rancia. El olor me trajo a la memoria la imagen de Morley y sentí un brote de culpa. «Morley, ayúdame, por favor», murmuré.

En el suelo de la parte trasera encontré un recibo de gasolinera y un imperdible. En realidad no sabía qué buscaba… una factura, una caja de cerillas o una lista de kilómetros recorridos, cualquier cosa que me indicara dónde había estado Morley y qué había hecho durante sus investigaciones. Me senté en el asiento del conductor con las manos apoyadas en el volante, igual que una niña que juega. Las piernas de Morley eran más largas que las mías, ya que apenas podía poner el pie en el freno. No había nada en el compartimento interior de la portezuela. Nada en la consola de mandos. Me incliné a la derecha para registrar la guantera, llena de trastos. Aquello se acercaba más a mi estilo.

Trapos de limpieza, un cepillo femenino para el pelo, más recibos de gasolinera (todos de establecimientos locales y ninguno reciente), una llave inglesa, un paquetito de Kleenex, un limpiaparabrisas roto, papeles del seguro y de las revisiones municipales pertenecientes a los últimos siete años. Inspeccioné aquel bazar artículo por artículo, pero ninguno me pareció pertinente para el caso.

Volví a meterlo todo en la guantera, procurando hacerlo con más orden del que había. Me enderecé y apoyé de nuevo las manos en el volante, imaginando que era Morley. Cuando me pongo a registrar, la mitad de las veces no encuentro ni una bolsa de pipas, pero jamás renuncio a la esperanza. Siempre creo que, si abro el cajón indicado o meto la mano en el bolsillo que corresponde, aparecerá algo interesante. Inspeccioné el cenicero, todavía rebosante de colillas. Seguramente Morley pasaba mucho tiempo en el Mercury. Como en este oficio se pasan muchas horas en la carretera, el coche viene a ser como un despacho ambulante, un puesto de observación donde se puede pasar la noche entera, incluso un motel provisional cuando se acaban los fondos. El Mercury era ideal para aquellos menesteres, viejo e inidentificable, el típico coche que aparece en el espejo retrovisor sin que nadie se percate de su presencia. Miré lo que había por encima del plano de los ojos.





En el parasol, había un bolsillo de vinilo y forro de cuero y, dentro, un espejito, unas gafas de sol, un lápiz y una libretita al parecer por estrenar. El bolsillo estaba sujeto al parasol mediante dos flojas abrazaderas metálicas. Morley había deslizado un papel de unos quince centímetros debajo de una de las abrazaderas. Era el lugar ideal para poner esas cosas: listas de encargos por hacer, facturas de la lavandería, tickets de aparcamiento. Se trataba de un resguardo arrancado del extremo perforado de un sobre que al parecer utilizaba comercialmente un estudio fotográfico llamado One-Hour Foto Mart y que estaba en una avenida de Colgate. En el resguardo constaba el número de encargo, pero ninguna fecha, es decir, que podía llevar meses en aquel sitio. Me guardé el papel en el bolsillo, salí del coche y cerré la puerta. Reanudé el trayecto hasta el porche trasero y metí las llaves en la bolsa marrón de las carpetas.

Recorrí en coche las cinco manzanas que había hasta la avenida. Tras el escaparate de One-Hour Foto Mart vi a un asiático con guantes de goma sacando un rollo de película del revelador. En una cinta transportadora había fotos que avanzaban con lentitud en sentido paralelo al escaparate. Me detuve fascinada a contemplar las diversas etapas de la celebración del cuadragésimo cumpleaños de Dios sabe quién: desde la tarta y los regalos amontonados en una mesa hasta la multitud de invitados que sonreían con expresión satisfecha mientras el que cumplía años, vestido con indumentaria tenística, posaba con cara de buen chico.

En el fondo deseaba posponer lo inevitable. Deseaba que en las fotografías estuviera la solución de todo. Deseaba que se relacionaran con el caso de un modo significativo y condensado. Deseaba creer que Morley Shine era tan buen detective como había creído hasta hacía poco. En fin, empujé la puerta y entré. Quien mucho corre, pronto para; porque las mismas probabilidades había de que se tratara de fotos que Morley hubiera hecho durante sus últimas vacaciones.

El interior del establecimiento olía a productos químicos que se metían en la pituitaria. No había ningún cliente y el joven empleado que me atendió no tardó ni un minuto en entregarme el sobre. Aboné 7,65 dólares y me dijo que me devolvería el importe de las fotos que no me gustaran. Mantuve el sobre cerrado hasta que llegué al coche. Tomé asiento en el VW y apoyé el sobre en el volante. Al cabo de un rato, levanté la solapa superior y saqué las fotos.

Emití una interjección de asombro, no una palabra propiamente dicha, sino una onomatopeya encerrada entre dos sonoros signos de admiración.

Conté doce fotos en total, todas con la fecha del viernes último en la base. Ante mí tenía seis camionetas blancas, a razón de dos fotos por vehículo, uno de los cuales ostentaba un logotipo azul oscuro consistente en cinco aros enganchados. La empresa se llamaba Olympic Painting; el nombre Chris White estaba escrito debajo junto con un número de teléfono. Morley había seguido la misma pista que yo, pero, ¿qué significaba todo aquello?