Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 38 из 68

– Usted y Ke

– Exacto. Nos conocimos durante una tómbola para recaudar fondos que se celebró en el Canyon Country Club. Fui con un amigo y nos presentaron. Isabelle le había dejado hacía poco y él parecía un perrito maltratado. Ya se sabe, no hay nada tan irresistible como un hombre que necesita ayuda. Me enamoré en el acto. Le acosé. Creía que iba a morirme si no lo conquistaba. Supongo que me comporté como una idiota. La gente me advertía, pero yo no escuchaba a nadie. Durante los seis meses que tardó en tramitarse su divorcio, le consolé, le cuidé, le mimé y le arrullé.

– Y funcionó.

– Sí, conseguí lo que quería, para bien y para mal. Nos casamos en cuanto recuperó la libertad, pero sus sentimientos estaban en otra parte. Seguía enamorado de ella y el obstáculo acicateaba mi obsesión. Yo sabía que no me amaba y por eso mismo me resultaba irresistible. No tuve más remedio que agasajarle y humillarme. Tenía que complacerle costara lo que costase. Como es lógico, no funcionó. En el fondo, busca a las mujeres que le rechazan, como él me rechaza a mí. ¿Verdad que resulta lamentable? Seguramente asegurará que está locamente enamorado de mí cuando le diga que quiero dejarle.

– ¿Fue el cáncer lo que la hizo cambiar?

– En parte, sí. El juicio ha sido la gota que ha colmado el vaso. En cierto momento comprendí que sólo era otra manera de seguir relacionado con Isabelle. Así puede aturdirse y sufrir por ella. Y como ya no puede conseguirla, quiere quedarse al menos con el dinero. Eso es lo que ahora importa.

– ¿Y su hija Shelby? ¿Qué papel tiene en esto?

– Es una muchacha excelente. Ke

– Yo creía que todo este jaleo del juicio era por ella, para que no le faltara de nada en el futuro.

– Eso dice él, pero es absurdo. Ke

– De ningún modo. Le agradezco la franqueza con que me habla. Si he de serle sincera, no esperaba que me contara usted tantas cosas.

– Le contaré todo lo que quiera saber. Esta gente me trae ya sin cuidado. Antes tendía a mostrarme protectora, y hubo una época en que no habría dicho ni una sola palabra. Me habría sentido culpable y como si obrase con deslealtad. Ahora no me importa. Empiezo a ver a los que me rodean como son. Es como ser miope y ponerse gafas de pronto. Lo veo todo tan claro que parece increíble.

– ¿A qué se refiere?

– Por ejemplo, a lo que acabo de contarle… Ke

– Isabelle y David se conocieron en el trabajo, ¿no? En el despacho de Peter Weidma

– Exacto. Fue un «flechazo» -dijo, entrecomillando la expresión con los dedos.

– ¿Cree usted que la mató él?

– ¿David? No sabría decirle. Durante el juicio estaba convencida de que sí, pero ahora dudo. Piense un poco y verá. ¿No le ha llamado la atención lo «femenino» del crimen? Me sorprende que nadie se haya fijado hasta ahora en este detalle. No quisiera parecer sexista, pero disparar por una mirilla es, ¿cómo le diría yo?, «higiénico». Puede que sea un prejuicio, pero me inclino a pensar que, cuando un hombre mata, lo hace de manera más directa y enérgica. Estrangulan, apuñalan o destrozan un cráneo a golpes. Van derechos al asunto. Y si disparan, lo hacen sin rodeos, sin retorcimientos. ¡bum! y se acabó. Te saltan la tapa de los sesos. No andan de puntillas.

– En otras palabras: los hombres matan cara a cara.

– Exacto. Disparar por una mirilla es como querer eludir la responsabilidad. No hay sangre que mirar ni peligro de que salpique. Puede que David la acosara, pero a la luz del día, delante de todo el mundo. El juez limitándole los movimientos, la policía, los dos gritándose por teléfono… Si de verdad la mató, tenía que saber que él sería el primer sospechoso. ¿Y la historia del footing? Vaya estupidez. Créame, es un hombre listo. Si fuera culpable, habría inventado una coartada mejor.





– No sé adónde quiere ir a parar. Usted se ha formado ya una opinión al respecto, de lo contrario no me habría dado tantos matices.

– Podemos pensar en Simone.

– ¿La hermana gemela de Isabelle?

– No me diga que no conoce la historia.

– Creo que no -dije-, pero seguro que tiene usted intención de contármela.

Lo dije de tal manera que se echó a reír.

– Sí, voy a contársela. Nunca se llevaron bien. Isabelle hacía lo que le daba la gana mientras la pobre Simone cargaba casi siempre con todas las responsabilidades. Isabelle lo tenía todo, al menos por fuera: aspecto, inteligencia y una hija encantadora. Y éste es el punto conflictivo, fíjese. Porque lo que más ambicionaba Simone en este mundo era tener un hijo. Su reloj biológico había dado un salto y ya no podía volver atrás. Supongo que ya la conoce, ¿verdad?

– Hablé ayer con ella.

– ¿Se percató de la cojera?

– Desde luego, pero ni la sacó a relucir ni yo le pregunté al respecto.

– Fue un accidente lamentable. Y me temo que la culpa la tuvo Isabelle. Ocurrió hace aproximadamente siete años, un año antes de que mataran a su hermana. Isabelle había bebido, llegó a casa y dejó el coche en el sendero de entrada sin ponerle el freno de mano. El vehículo se puso en movimiento y rodó colina abajo a velocidad creciente. Simone estaba junto al buzón y la atropelló. Le aplastó la pelvis y le rompió el fémur. Le dijeron que no volvería a andar, pero Simone se empeñó en llevar la contraria a los médicos. Usted misma lo ha visto. Se salió con la suya.

– Pero no tiene hijos.

– Exacto. Y lo que acabó de empeorar las cosas fue que estaba prometida y el novio la dejó a raíz del accidente porque su objetivo era fundar una familia. Fin de la historia. Para Simone fue realmente el último capítulo.

La observé con fijeza, mientras trataba de analizar las consecuencias de esa información.

– Vale la pena meditarlo -dije.

13

De regreso a casa me detuve en el bar de Rosie. No soy adicta a los bares, pero me sentía inquieta y no quería estar sola en aquellos momentos. En el local de Rosie puedo instalarme en un reservado del fondo y meditar sobre las circunstancias de la vida sin que me observen, me aborden, me peguen o se metan conmigo. Después de los canapés y el vino que había tomado en casa de Francesca, me dije que bastaba con un café. En el fondo no era por mantenerme sobria. El vino de Francesca era delicado como las violetas. El vino que sirve Rosie procede de botellones de dos litros y con tapón de rosca que pueden utilizarse después para meter gasolina y otros líquidos inflamables.

El local estaba en una de sus horas punta. Acababa de entrar un ruidoso grupo de jugadoras de bolos que había ganado no sé qué torneo y que quería celebrar la victoria. El pelotón se paseaba por el local exhibiendo un trofeo del tamaño de la Victoria de Samotracia mientras se deshacía en silbidos, vítores y pataleos. Rosie no suele tolerar estos desmanes, pero el ánimo de las jugadoras era contagioso y no puso objeciones.

Cogí un tazón y me serví yo misma de la cafetera que Rosie guarda detrás de la barra. Mientras me deslizaba en mi reservado favorito vi que entraba Henry. Le hice una seña con la mano y se desvió de la ruta que había emprendido para venir a mi encuentro. Una jugadora de bolos metía monedas en la máquina de discos. La música a todo volumen se unió al humo de tabaco, los gritos y las risotadas.