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Reproduje mentalmente la conversación que había sostenido con Curtis en la penitenciaría. Según él, había salido al encuentro de David Barney en el pasillo, delante mismo de la sala de autos, el día en que se le había declarado inocente. Buscar a Herb Foss, el abogado de Barney, para que corroborase la declaración de Curtis era hacer el ridículo, pero, ¿no había habido más testigos del encuentro? Los periodistas, con sus cámaras y micrófonos.

Cogí la chaqueta y el bolso. Salí del despacho y recorrí a buen paso las dos manzanas que me separaban de la travesía donde había conseguido aparcar. Tomé Capilla Boulevard, crucé el centro del barrio comercial y puse rumbo a la colina, al otro lado de la autopista.

Los estudios KEST-TV se encontraban en la cima. Desde el risco donde se alzaban las instalaciones se divisaba un mural vivo de 180 grados de la ciudad de Santa Teresa: montañas a un lado, el océano Pacífico al otro. En el aparcamiento, donde cabían alrededor de cincuenta vehículos, aparqué en una plaza reservada a los visitantes. Bajé y me detuve unos momentos: el viento azotaba los arbustos secos de la ladera y, a lo lejos, el océano se extendía hasta el horizonte como si se hubiera vuelto liso y hueco.

Recordé la historia que me había contado en cierta ocasión un arqueólogo experto en profundidades marinas. Me explicó que bajo el agua había rastros de primitivas aldeas ribereñas que antiguamente se alzaban junto a las ensenadas. Con el paso del tiempo, el mar había depositado en la orilla vasijas y almireces rotos, conchas de caracol y otros objetos, arrancados probablemente de antiguos cementerios y basureros de la playa actualmente sumergida. Las leyendas de los indios chumash hablan de una época en que el mar se retiraba y permanecía de aquel modo durante horas. En los límites de la bajamar, a unos dos kilómetros de distancia, una casa quedaba al descubierto: una choza, una choza milagrosa. La gente se concentraba en las playas y lanzaba murmullos de admiración. Las aguas seguían retrocediendo y aparecía otra casa, pero los testigos, demasiado asustados, no osaban acercarse. Las aguas recuperaban poco a poco el estado natural y las dos casas desaparecían bajo la lenta ascensión de la pleamar.

Había algo mágico en aquella historia en que los espíritus del Holoceno ofrecían una visión momentánea de un antiquísimo enclave tribal. A veces me preguntaba si me habría atrevido a recorrer aquel tramo de fondo marino que antaño quedaba al descubierto. Puede que a medio kilómetro se hundiese como las laderas de una montaña, paredes de acantilados submarinos que cayeran hasta alcanzar el barranco del fondo. Imaginé el fondo del océano, negro a causa de la ausencia de luz, embaldosado de tesoros pétreos. El tiempo oculta la verdad y apenas deja una ligera ondulación en la superficie como indicio de las llanuras y valles que hay debajo. A pesar de que el crimen se había cometido hacía seis años, era mucho lo que había quedado oculto y sumergido. Y lo único que yo podía hacer era reunir restos arrojados como desperdicios a las playas del presente, sin tenerlas todas conmigo a propósito de los tesoros sin descubrir y fuera del alcance de la mano.

Me volví y entré en los estudios -una estructura de una sola planta, de fachada enlucida con estuco y pintada de un uniforme color arenoso-, erizados de antenas de todos los tamaños. Accedí al vestíbulo cubierto de moqueta azul y decorado con esos muebles de estilo «danés moderno» que un universitario rico tal vez alquilase durante un semestre. La decoración navideña estaba en trance de colocación: un árbol artificial en una esquina y cajas de adornos amontonadas en una silla. En la pared que tenía a la derecha se habían acumulado los premios televisivos como si fueran trofeos deportivos. En un televisor en color podía verse la retransmisión de un concurso matutino que consistía, al parecer, en identificar a una serie de famosos cuyo nombre de pila era Andy.

La recepcionista era una guapa joven de pelo negro y maquillaje chillón. En la cartulina que llevaba en el pecho decía que se llamaba Tanya Alvarez.

– ¡Rooney! -exclamó con los ojos fijos en el aparato. Me giré para ver el concurso. Andy Rooney, en efecto, una respuesta acertada, y el público aplaudió. Apareció otra cara y la joven dijo-: Ah, ¿quién es ése? ¿De quién es esa cara? ¡Andy Warhol! -¡Dos respuestas acertadas!, y la joven se ruborizó de placer. Se volvió hacia mí-. Me haría de oro en ese concurso, pero seguro que, si me presento, ese día ponen un tema del que no sé nada. Peces del Índico o flora exótica. ¿Desea usted algo?

– No lo sé con exactitud. Me gustaría ver noticias de hace unos cinco años, si es que las conservan.

– ¿Filmadas por nosotros?

– Sí, sí. Se trata del final de un juicio por homicidio que se celebró en Santa Teresa y estoy convencida de que ustedes cubrieron la información.

– Espere un momento, veré si alguien puede echarle una mano. -Llamó a «alguien» que estaba en las entrañas de los estudios y le describió por encima el carácter de mi petición-. Leland saldrá dentro de cinco minutos -dijo.

Le di las gracias y pasé el obligado período de espera paseando desde la puerta principal, que daba al aparcamiento, hasta las vítreas puertas de corredera que había al fondo de la sala de recepción y que daban a un ancho patio de cemento amueblado con sillas blancas de plástico macizo. Alrededor del patio, como si fuera una pantalla, se extendía una vista de la ciudad en tres dimensiones. Imaginé a los empleados de los estudios comiendo al sol, las mujeres con la falda ligeramente subida y los hombres con el torso desnudo. Una gigantesca antena parabólica dominaba el paisaje. El aire parecía turbio desde las alturas…

– Soy Leland. ¿Qué quería?





El individuo que acababa de aparecer por la puerta que había a mis espaldas rondaba los treinta años y por lo menos tenía cincuenta kilos de más, una mata de pelo rizado y castaño que le flanqueaba la cara infantil, gafas de montura alámbrica, ojos azul claro, mejillas ruborizadas y ni un solo pelo facial. Con un nombre como Leland lo tenía claro. Parecía el típico colegial torturado por los compañeros desde el primer día de clase, demasiado inteligente y gordo para impedir la crueldad involuntaria de los mediocres.

Me presenté y nos dimos la mano. Expliqué la situación lo más brevemente posible.

– Dado que acudieron periodistas de aquí el día en que declararon inocente a Barney, se me ocurrió que a lo mejor filmaron el momento en que salía de la sala de autos.

– Ya -dijo.

– «Ya» no es lo que quiero, señor Leland. Creí que iría a los archivos y comprobaría los antiguos noticiarios.

Se quedó atónito. Ojalá el trabajo detectivesco fuese tan fácil como lo pintan en la televisión. En mi vida había abierto una cerradura con la tarjeta de crédito. Y seguro que si lo intento la rompo. Además, ¿qué ocurre, según las películas, cuando ya tenemos la tarjeta metida entre la puerta y la jamba? Casi todos los pestillos que he visto tienen el extremo biselado hacia el interior, de modo que cuando se introduce la tarjeta de crédito, ésta tropieza con la cara horizontal del pestillo y no se puede hacer palanca. Y cuando el bisel está de cara al exterior, el cerradero impide la inserción incluso de los objetos más flexibles. Leland parecía haber adoptado justamente esta actitud.

– ¿Qué pasa? ¿No guardan ustedes las cintas?

– No es eso. Estoy convencido de que hay una copia del metraje que busca. Las cintas originales están archivadas por temas y fechas, y además hay unas fichas de seis centímetros por diez donde constan ambas clasificaciones.

– ¿No tienen todo informatizado?

Negó con la cabeza y con un ligero asomo de satisfacción.

– La logística del sistema importa poco en estas circunstancias, porque no podrá ver la cinta sin una orden judicial.

– Trabajo para un abogado y puedo conseguir la orden. No es ningún problema.