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He comprobado que los ricos se dividen en dos clases: los que tienen dinero y los que tienen más. ¿Para qué conquistar una posición si no se está un poco por encima de los del mismo grupo? Que todos los ricos formen un grupo aparte no quiere decir que renuncien al deseo individual de que se les considere superiores. El círculo se vuelve así más selecto y los criterios más inalcanzables. La valoración de los inmuebles particulares puede servirnos de ejemplo. Las grandes mansiones, si bien se distinguen sin esfuerzo de las casas unifamiliares de ciudadanos de renta media, pueden clasificarse igualmente de acuerdo con dos o tres parámetros de fácil asimilación. Lo primero en que hay que fijarse es en el tamaño y la situación. Por cierto: cuanto más ancho sea el sendero del garaje, más puntos. Un guarda privado de seguridad o una traílla de perros adiestrados para el ataque siempre son más distinguidos, como es lógico, que los sistemas electrónicos de alarma, a menos que sean de película con efectos especiales. Por lo demás, conviene fijarse en detalles como los pabellones para los huéspedes, las verjas puntiagudas, las piscinas embaldosadas con espejos, los setos de perfil artístico y la iluminación exterior. Las sutilezas, naturalmente, variarán de una comunidad a otra, pero no convendría pasar por alto ninguna de las categorías enumeradas cuando se hace una estimación de la riqueza personal.

Los Weidma

Dejé el coche en la zona asfaltada que había a un lado del edificio. Una vez en el porche, llamé al timbre y esperé. Pensé en la posibilidad de que me abriese una doncella, pero a quien vi fue a la señora Weidma

– ¿La señora Weidma

El ademán pareció desconcertarla y se produjo un embarazoso momento de silencio e inmovilidad hasta que me imitó y nos estrechamos la mano. Hubo algo en su titubeo -repugnancia o gazmoñería- que me creó cierta reserva interior. Su pelo era un rígido casco de color rubio platino, dividido por una raya central de la que partían dos rizos tiesos y semejantes a los cuernos de un carnero. Mostraba bolsas debajo de los ojos y los párpados superiores habían comenzado a descolgársele hasta el punto de reducirle el iris a un simple destello azul. Tenía la piel de color melocotón, las mejillas teñidas de rosa subido. Parecía como si acabara de perder en un campeonato de halterofilia, pero una inspección más minuciosa me reveló que únicamente se trataba de que se había puesto una base y un maquillaje demasiado vivo para el tono de piel que tenía. Se me quedó mirando como si esperase la típica cantinela de la vendedora a domicilio.

– ¿De qué se trataba? Me temo que lo he olvidado.

– Trabajo para Lo

– Ah, sí, sí, sí. Desde luego. Usted quería hablar con Peter acerca del asesinato. Terrible. Creo que dijo usted que había fallecido otra persona. El investigador aquél, ¿cómo se llamaba?… -Se golpeó la frente con los dedos como para estimularse la memoria.

– Morley Shine -dije.

– Sí, eso es. -Bajó la voz-. Un hombre espantoso. No me gustaba.

– ¿En serio? -dije, poniéndome de inmediato a la defensiva. Siempre había pensado que Morley era un buen investigador, además de un hombre simpático. La señora arrugó la nariz y las comisuras de la boca se le curvaron hacia arriba.





– Olía de un modo raro. Estoy convencida de que bebía. -Por debajo de la forzada sonrisa había una expresión de profundo desdén. La edad juega malas pasadas al rostro humano; todos los sentimientos que tratamos de ocultar afloran a la superficie, se crispan y acaban congelándose igual que en las máscaras-. Vino varias veces y siempre para hacer preguntas tontas. Espero que no haya venido usted por lo mismo.

– Me gustaría averiguar un par de cosas, pero no quisiera resultar molesta. ¿Puedo pasar?

– Desde luego. Y perdone por la grosería. Peter está en el jardín. Podemos hablar allí, si quiere. Iba a dar mi paseo diario cuando llamó usted, pero ya lo daré más tarde. ¿Hace usted ejercicio?

– Footing.

– El footing es peligroso. Las rodillas sufren demasiada tensión. Lo mejor es andar -dijo-. Mi médico es Julian Clifford… ¿lo conoce?

Negué con la cabeza.

– Es un eminente cirujano ortopédico. Además es vecino nuestro y un buen amigo. No sabe usted cuántas veces me ha repetido que la gente que insiste en hacer footing a toda costa se causa un perjuicio irreparable. Es absurdo.

– Desde luego -dije con voz apagada.

Siguió dándole vueltas al tema como si estuviera discutiendo con alguien, aunque yo no le replicaba. Tampoco tenía intención de modificar mis costumbres por una señora que pensaba que Morley olía mal.

No produjo el menor ruido con los pies al cruzar el vestíbulo de losas de mármol y me condujo por un pasillo que desembocaba en la parte posterior de la vivienda. Aunque el exterior era del puro estilo ranchero de los años cincuenta, el interior se había decorado con motivos orientales: alfombras persas, biombos de paneles de seda, espejos con adornos, un arcón con incrustaciones de madreperla… Y dos jarrones idénticos de cerámica, del tamaño de los paragüeros. Muchos artículos parecían haberse comprado por pares y por lo general flanqueaban objetos de aire caprichoso.

Cruzamos la cocina y salimos por la puerta trasera a un patio de cemento que abarcaba toda la parte posterior de la vivienda. Cuatro peldaños de escasa altura conducían a un camino de ladrillos que terminaba en un jardincito normal y corriente. Más allá había una arboleda salpicada de hongos agaricáceos que crecían en solitario o formando círculos. El aire era húmedo y olía a hojas mustias y a musgo. Algunos pájaros piaban en la copa de los árboles desconsolados ante la inminencia del frío invernal.

Los muebles del patio eran de hierro y lona, y los cojines de los asientos parecían descoloridos por permanecer a la intemperie. Peter Weidma

Daba la impresión de haberse pasado la vida con el traje y la corbata puestos. Ahora que estaba jubilado, aprovechaba la ocasión para ponerse unos tejanos negros y una camisa de franela recién comprada, con los pliegues del empaquetado aún visibles; se había desabrochado los dos botones superiores y se le veía la camiseta de color blanco. ¿Por qué un hombre así parecía tan indefenso con la ropa de estar por casa? Tenía la cara estrecha, las cejas negras y despeinadas, y el pelo cano y muy corto. Después de cincuenta años de casados, Peter y Yolanda habían llegado a esa etapa en que la esposa parece más bien la madre.