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Billets le había contado a Bosch que había conocido a Rider en la División del Pacífico. Allí esta última trabajaba en casos de robo y fraude, aunque de vez en cuando colaboraba en la investigación de homicidios con móvil económico. Según Billets, Rider podía analizar la escena de un crimen tan bien como cualquier veterano. Así pues, la teniente había usado su influencia para obtener el traslado de Rider, a pesar de estar resignada a que no se quedaría mucho tiempo en la división. Rider llegaría lejos. Su condición de minoría por partida doble, sumada a su eficacia en el trabajo, y al hecho de que tuviera un ángel de la guardia en el Parker Center -Billets no estaba segura de quién era- prácticamente le garantizaba el ascenso. Su estancia en Hollywood sería una última y breve sesión de entrenamiento antes de pasar a la Casa de Cristal.

– ¿Y los del garaje? -inquirió Bosch.

– Aún no hemos llamado -contestó Rider-. Pensamos que todavía tardaríamos un poco antes de mover el coche.

Bosch asintió, ya que eso era lo que esperaba oír. Los del Garaje Oficial de la Policía solían ser los últimos en acudir a la escena del crimen. Harry simplemente estaba ganando tiempo antes de tomar una decisión.

– De acuerdo, llamad -decidió finalmente-. Decidles que vengan ahora mismo y que traigan un camión con plataforma, ¿vale? Aunque tengan una grúa cerca, diles que necesito una plataforma. Hay un teléfono en mi maletín.

– De acuerdo -contestó Rider.

– ¿Para qué quieres un camión con plataforma, Harry? -preguntó Edgar.

Bosch no respondió.

– Nos llevamos toda la parada -repuso Rider.

– ¿Qué? -exclamó Edgar.

Rider se dirigió al maletín sin más explicaciones. Bosch contuvo una sonrisa al ver que la chica sabía perfectamente lo que se llevaba entre manos. Las esperanzas que Billets había puesto en ella comenzaban a verse confirmadas.

A continuación, Bosch sacó un cigarrillo y lo encendió. Después metió la cerilla quemada bajo el celofán del paquete y se lo guardó en el bolsillo de la cazadora. Bosch fue a fumar al borde del claro y se percató de que desde allí la música se oía mucho mejor. Al cabo de unos segundos incluso logró identificar la pieza que estaban interpretando.

– Sherezade -pensó en voz alta.

– ¿Qué dices? -preguntó Edgar. -

Es el ballet de Sherezade, ¿lo conoces?

– No lo oigo. Hay demasiado eco.

Bosch chasqueó los dedos. Acababa de venirle a la cabeza la imagen de un arco, una especie de réplica del Arco del Triunfo de París.

– La dirección de Melrose -dijo-. Creo que es uno de esos estudios que hay al lado de la Paramount; el Archway.

– Sí, me parece que tienes razón.

– El remolque está en camino; tardarán unos quince minutos -anunció Rider-. También he avisado a los de Investigaciones Científicas y al forense. Todos vienen para aquí. Donovan viene de tomar unas huellas por un allanamiento de morada en Nichols Canyon, así que estará al caer.

– Muy bien -opinó Bosch-. ¿Alguno de vosotros ha hablado con el machote de la porra?

– Aparte del reconocimiento preliminar, no -le contestó Edgar-. No es nuestro tipo, así que decidimos dejárselo al tres. -Era del todo evidente que Edgar había notado la actitud racista de Powers.

– De acuerdo, ya me encargo yo -cedió Bosch-. Mientras tanto terminad de tomar notas y volved a registrar la zona circundante, turnándoos de lado.

Bosch en seguida se dio cuenta de que sus órdenes eran superfluas.

– Perdonad, vosotros ya sabéis qué hacer. Sólo lo decía porque hay que llevar este caso con cuidado. Tengo la sensación de que va a ser un ocho por diez.

– ¿Y la DCO? -insistió Edgar.

– Ya te lo he dicho. Todavía no.

– ¿Un ocho por diez? -preguntó Rider, perpleja.

– Un caso de ocho por diez, es decir, el asesinato de una estrella o alguien de la industria del cine -le explicó Edgar-. Si el tío del maletero era un pez gordo de los estudios, alguien del Archway, vamos a tener a la prensa pisándonos los talones. Desde luego mucho más que en otros casos. Un cadáver en el maletero de un Rolls es noticia, pero un tío de la industria del cine que aparece muerto en el maletero de su Rolls aún lo es más.

– ¿El Archway?

Bosch los dejó solos para que Edgar le explicara a Rider cómo se complicaba un caso de asesinato cuando estaban por medio los medios de comunicación y la industria del cine en Hollywood. Bosch se mojó los dedos para apagar el cigarrillo, lo metió con la cerilla consumida en el envoltorio de celofán y lentamente comenzó a recorrer el medio kilómetro que lo separaba de la carretera principal, Mulholland Drive. Caminaba con la mirada fija en la grava del camino, pero había tanta basura en el suelo y entre la maleza que resultaba imposible determinar si los deshechos -una colilla, una botella de cerveza o un condón usado- guardaban relación alguna con el Rolls. Lo que Harry buscaba con más interés era sangre, porque si lograba encontrar sangre de la víctima, eso sería un indicio de que Aliso había sido asesinado en otro lugar y luego llevado al claro. De no hallarlas, empezaría a convencerse de que el asesinato se había producido allí mismo.





Mientras llevaba a cabo ese registro, Bosch se notó relajado, incluso contento. Había vuelto al trabajo, a su misión. Si bien era consciente de que una persona tenía que haber muerto para que él se sintiera así, Harry en seguida se deshizo del sentimiento de culpa. Aquel hombre habría acabado en el maletero tanto si él hubiese vuelto a Homicidios como si no.

Cuando Bosch llegó a Mulholland vio dos coches de bomberos y un equipo de hombres que claramente aguardaban algo. Bosch encendió otro cigarrillo y miró a Powers.

– Tienes un problema -le advirtió el policía de uniforme.

– ¿Qué pasa?

Antes de que Powers respondiera, uno de los bomberos dio un paso al frente. Su casco blanco indicaba que era el jefe del equipo.

– ¿Es usted el encargado de esto? -inquirió.

– Sí.

– Soy Jon Friedman, jefe de bomberos -se presentó-. Tenemos un problema.

– Eso me han dicho.

– Verá, cuando termine el espectáculo del Bowl, dentro de noventa minutos, habrá unos fuegos artificiales. El problema es el cadáver de ahí arriba. Si nosotros no podemos instalarnos en el claro para vigilar los fuegos, tendremos que suspenderlos. No podemos arriesgarnos a que salte una chispa y se incendie toda la montaña. ¿Me entiende?

Bosch observó que a Powers le divertía verlo en aquel lío, pero decidió centrar su atención en Friedman.

– ¿Cuánto tiempo necesita?

– Diez minutos como máximo. Sólo tenemos que estar allí antes de que lancen el primer cohete.

– ¿Ha dicho que faltan noventa minutos?

– Ahora unos ochenta y cinco. Le advierto que la gente se va a enfadar mucho si no hay fuegos artificiales.

Bosch comprendió que, más que tomar decisiones, los demás las estaban tomando por él.

– Si ustedes se esperan aquí, nosotros nos iremos dentro de una hora y cuarto. No hará falta que anule el espectáculo.

– ¿Está seguro?

– Se lo prometo.

– ¿Oiga?

– ¿ Sí?

– Está usted infringiendo la ley con ese cigarrillo. -Friedman le indicó con la cabeza el cartel cubierto de pintadas.

– Perdone.

Bosch se dirigió a la carretera para pisotear el cigarrillo mientras Friedman regresaba a su coche para anunciar por radio que se celebraría el espectáculo. De pronto, Bosch cayó en la cuenta del posible peligro y salió tras él.

– Oiga, diga que el espectáculo sigue en pie, pero no mencione nada sobre el cadáver. No nos interesa una invasión de los medios, con helicópteros y toda la parafernalia.

– Entendido.

Después de darle las gracias, Bosch se volvió hacia Powers.

– No podrás salir de ahí en una hora y cuarto -opinó Powers-. Si ni siquiera ha llegado el forense…

– Eso déjamelo a mí. ¿Has escrito tu declaración?