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– Usted le atribuye demasiada inteligencia -comenté.

Ohls partió en dos un cigarrillo; comenzó a masticar uno de los pedazos y el otro lo colocó sobre su oreja.

– Otra de las razones podría ser que ella necesitaba un hombre, un hombre grande y fuerte que pudiera estrujarla entre los brazos y hacerla soñar de nuevo.

– Ella me odiaba -dije-. No acepto esa razón.

– Por supuesto -contestó Hernández secamente-. Usted la rechazó. Pero ella se habría sobrepuesto a eso. Y entonces usted le espetó todo el asunto en la cara delante de Spencer.

– ¿Ustedes dos han visto últimamente a algún psiquiatra?

– ¡Jesús! -dijo Ohls-, ¿no lo ha oído? Tenemos a dos de ellos entre nuestro personal. Este no es más que un asunto policial. Va a convertirse en una rama del racket de la medicina. Ellos entran y salen de la cárcel, de los tribunales, de los cuartos de interrogación. Escriben informes de quince páginas sobre algún joven inútil que tenía un negocio de bebidas o había violado a una estudiante o vendía droga a los de la clase superior. De aquí a diez años, tipos como Marty y como yo estaremos haciendo los tests de Rorschach y asociaciones de palabras en lugar de practicar boxeo y tiro. Cuando salgamos a investigar un caso llevaremos maletitas negras con detectores portátiles de mentiras y botellas con suero de la verdad. Es una lástima que no hayamos agarrado a los cuatro monos que vapulearon a Big Willie Magoon. Hubiéramos podido conseguir volver a readaptarlos y hacer que amaran a sus madres.

– ¿Puedo irme?

– ¿Qué es lo que no le convence en todo esto? -preguntó Hernández.

– Estoy convencido. El caso está muerto. Ella está muerta, todos están muertos. Continúa la plácida rutina de todos los días. No hay nada que hacer, excepto regresar a casa y olvidar todo lo ocurrido. Es lo que pienso hacer.

Ohls sacó la mitad del cigarrillo que tenía sobre la oreja, lo miró con asombro como si se preguntara cómo había ido a parar allí y lo arrojó al suelo por encima del hombro.

– No sé de qué se queja -dijo Hernández-. Hemos hecho lo que hemos podido.

– ¡Oh, claro! -respondí-. Tuvieron algunas corridas y se encontraron con una historia confusa de la que sólo sacaron en limpio unas cuantas mentiras tontas. Esta mañana llegó a manos de ustedes lo que supongo es una confesión completa. No me la han dejado leer, pero si se hubiera tratado nada más que de una carta de amor no hubieran hecho intervenir al fiscal de distrito. Si se hubiera realizado algún trabajo serio sobre el caso Le

– Es posible -admitió Hernández-. Pero no es así como se realizan las investigaciones policiales. No se pierde el tiempo en un caso que se ha cerrado, aun suponiendo que no hubiera interés especial en verlo terminado y olvidado. He investigado cientos de homicidios. Algunos son de la misma clase, claros, pulcros, ordenados, de acuerdo con todos los cánones. Muchos de ellos se comprenden o explican en parte y carecen de sentido por otro lado. Pero cuando uno tiene el motivo, los medios, la oportunidad, la huida, una confesión escrita y el suicidio inmediatamente después, no hay más remedio que abandonar el caso. No hay departamento de policía en el mundo que disponga de los hombres o del tiempo para investigar lo evidente. La única cosa en contra de que Le

Se levantó, abrió el cajón del escritorio y colocó sobre la mesa una carpeta.

– Ahí dentro hay cinco reproducciones fotostáticas, Marlowe. Que no lo pesque mirándolas cuando regrese.

Se encaminó hacia la puerta y casi estaba fuera cuando dio vuelta la cabeza y dijo a Ohls:

– ¿Quiere venir conmigo a hablar con Peshorek?

Ohls hizo un signo afirmativo y lo siguió. Cuando quedé solo abrí la carpeta y miré las reproducciones fotostáticas en blanco sobre negro. Después conté las hojas, poniendo cuidado en tocar sólo los bordes. Había seis copias, unidas por un clip. Saqué una, la enrollé y la guardé en el bolsillo. Entonces leí la copia que estaba arriba de todas. Cuando terminé me senté en la silla y esperé. A los diez minutos Hernández regresó solo. Se sentó de nuevo detrás del escritorio, colocó las reproducciones fotostáticas en la carpeta y colocó ésta en el cajón del escritorio.

Levantó la vista y me dirigió una mirada inexpresiva.

– ¿Satisfecho?

– ¿Lawford sabe que posee esas copias?





– No; ni por mí, ni por Bernie. Bernie las hizo él mismo. ¿Por qué?

– ¿Qué pasaría si una se perdiera?

Sonrió de forma desagradable.

– Eso no ocurrirá. Pero si pasara, no sería nadie de la oficina del alguacil. El fiscal del distrito también posee equipo fotostático.

– Usted no simpatiza mucho con Springer, el fiscal de distrito, ¿no es cierto, capitán?

Me miró sorprendido.

– ¿Yo? Yo simpatizo con todos, hasta con usted. Váyase al diablo. Tengo mucho que hacer.

Me puse de pie, dispuesto a retirarme. De pronto me preguntó:

– ¿Lleva revólver estos días?

– A veces.

– Big Willi Magoon llevaba dos. Me pregunto por qué no los usó.

– Supongo que creía que todo el mundo le tenía miedo.

– Puede ser.

Hernández agarró una faja de goma que estaba sobre la mesa y colocándola entre los dos pulgares comenzó a estirarla. La estiró cada vez más hasta que finalmente se rompió de golpe y el extremo suelto de la faja de goma fue a dar con fuerza contra el pulgar de la otra mano. Se frotó el pulgar dolorido y dijo, pensativamente:

– No hay nada que pueda estirarse demasiado. Por más resistente que parezca. Hasta pronto.

Con paso rápido me encaminé a la puerta y salí del edificio.

Capítulo XLV

Regresé a mi oficina del sexto piso del Edificio Cahuenga por la rutina de revisar el correo de la mañana. El correo fue a parar, como por un tubo, desde mi escritorio a la canasta de papeles. Después despejé una parte del escritorio y desenrollé la copia fotostática que había enrollado con sumo cuidado para que no formara arrugas.

La volví a leer. Incluía detalles suficientes y razonables como para satisfacer cualquier mente clara y despejada. Eileen Wade había matado a la esposa de Terry en un arranque furioso de celos y más tarde, cuando se le presentó la oportunidad, mató a Roger porque estaba segura de que él lo sabía. El tiro que disparó al techo aquella noche había sido parte del plan. La pregunta sin respuesta y que nunca sería contestada era por qué Roger Wade se había quedado quieto y permitió que ella se saliese con la suya. Debió haberse imaginado cómo iba a terminar la cosa y le tenía sin cuidado, no le importaba ya nada de nada. Su trabajo era crear palabras, tenía palabras para casi todo, menos para aquello.

“Tengo cuarenta y seis pastillas de Demerol que me quedaron de la última receta -escribió ella-. Pienso tomármelas y acostarme en la cama. La puerta está cerrada con llave. Dentro de muy poco tiempo estaré lejos. Quiero que comprenda esto, Howard. Escribo en presencia de la muerte. Todo es verdad. No siento nada ni lamento nada…, excepto tal vez que no pude encontrarlos juntos y matarlos a los dos. No siento remordimientos por Paul, a quien usted ha oído llamar Terry Le