Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 69 из 92

Capítulo XL

Llamé a la oficina de Sewell Endicott. Me dijeron que estaba en el tribunal y que regresaría a última hora de la tarde. ¿Desearía dejar mi nombre? No.

Marqué el número del club nocturno de Mendy Menéndez, en el Strip. Aquel año se llamaba “El Tapado”, que no era un feo nombre. En el pasado había tenido otros nombres, unos cuantos. Un año sólo fue un número azul de neón sobre una alta pared vacía que miraba al sur, con los fondos apoyados en la colina y el camino de entrada formando una curva a un costado, de modo que estaba fuera del alcance de la vista desde la calle. Muy exclusivo. Nadie conocía mucho el lugar, excepto la policía, los pandilleros y la gente que podía pagar treinta dólares por una buena cena y cualquier cantidad, por encima de cincuenta, por una gran habitación tranquila en el primer piso.

Primero apareció una mujer que no sabía nada de nada. Después vino un tipo de acento mexicano.

– ¿Usted desea hablar con el señor Menéndez? ¿Quién habla?

– No hay nombres, amigo. Asunto privado.

– Un momento, por favor.

Se produjo una larga espera. Esta vez vino un tipo de agallas. Parecía como si hablara a través de la ranura de un tanque blindado.

– Hable claro. ¿Quién quiere hablar con Menéndez?

– Marlowe.

– ¿Quién es Marlowe?

– ¿Habla Chick Agostino?

– No, no habla Chick. Vamos, dígame la contraseña.

– Vaya a freír espárragos.

Oí una risita ahogada y después:

– No corte.

Finalmente otra voz dijo:

– Hola, infeliz. ¿Qué es lo que quiere?

– ¿Está solo?

– Vamos, puede hablar, infeliz. Estaba preparando algunos detalles para el espectáculo de la noche.

– Podría cortarse la cabeza y sería un buen espectáculo.

– ¿Y cómo haría para salir de nuevo cuando me pidieran el bis?

Yo me reí y él también.

– ¿No ha estado metiendo la nariz en nada? -me preguntó.

– ¿No se enteró? Me hice amigo de otro tipo que se suicidó. De ahora en adelante me van a llamar “El muchacho del beso de la muerte”.

– Muy divertido, ¿no?

– No, no tiene nada de divertido. La otra tarde tomé el té con Harlan Potter.

– Va por buen camino. Yo nunca bebo ese mejunje.

– Me dijo que usted debía ser amable conmigo.





– Nunca me encontré con ese tipo y no pienso hacerlo.

– Todo lo que quiero es una pequeña información, Mendy. Sobre Paul Marston.

– Nunca oí hablar de él.

– Lo dijo muy rápido. Paul Marston era el nombre que Terry Le

– ¿Y con eso?

– Las impresiones digitales de Terry fueron verificadas por medio de los ficheros del FBI. No había antecedentes. Eso significa que nunca sirvió en las Fuerzas Armadas.

– ¿Y con eso?

– ¿Tengo que decírselo todo? O bien toda aquella historia suya sobre la ratonera era un cuento andaluz o sucedió en alguna otra parte.

– Yo no le dije dónde ocurrió, infeliz. Hágame caso y olvídese de todo el asunto. Ya se lo he advertido y se lo vuelvo a repetir.

– ¡Ah, claro! Estoy haciendo algo que no es de su agrado. Pero no trate de asustarme, Mendy. Estoy acostumbrado a enfrentarme con los polizontes. ¿Ha estado alguna vez en Inglaterra?

– Sea inteligente y no se meta en honduras, infeliz. Mire que en esta ciudad a un hombre le pueden pasar muchas cosas. Pueden ocurrirle muchas cosas a muchachos fornidos como Willie Magoon. Le aconsejo que eche una ojeada al diario de la tarde.

– Conseguiré uno si usted lo dice. Tal vez hasta esté mi foto. ¿Qué pasa con Magoon?

– Lo que le dije… pueden pasar muchas cosas. No sé cómo fue; sólo sé lo que leí. Parece que Magoon trató de sacudir el polvo a cuatro muchachos que estaban en un coche con matrícula de Nevada. Estaba estacionado al lado de su casa. La cuestión es que Magoon no está muy divertido que digamos; los dos brazos enyesados y la mandíbula partida en tres y una pierna en alta tracción. Magoon ya no se hace el guapo. Podría pasarle a usted.

– El lo molestaba, ¿eh? Lo vi una vez frente a “Victor” arrinconar contra la pared a su muchacho Chick. ¿Le parece que llame a uno de los muchachos de la oficina del alguacil y se lo diga?

– Hágalo, infeliz -dijo lentamente-. Atrévase.

– Y mencionaré que en aquella ocasión acababa de beber una copa con la hija de Harlan Potter. En cierto sentido, evidencia corroborante, ¿no lo cree? ¿Piensa destrozarla a ella también?

– Escúcheme cuidadosamente, infeliz…

– ¿Ha estado alguna vez en Inglaterra, Mendy? ¿Usted y Randy Starr y Paul Marston o Terry Le

– Espere un momento; no corte.

Pasó un largo rato y se me empezó a cansar el brazo. Cambié el auricular a la otra mano. Finalmente volvió Menendez.

– Ahora escúcheme con todo cuidado, Marlowe. Si usted llega a remover el caso Le

– Gracias, Mendy. Es lo que haré. Conmigo su secreto está a salvo. No se lo diré a nadie excepto a la gente que yo sé.

– Compre el diario. Léalo, no se olvide de lo que lee. El gran Willie Magoon, un tipo fornido y de pelo en pecho. Le dieron una paliza frente a su misma casa. ¡Y lo sorprendido que estaba cuando volvió en sí!

Mendy cortó la comunicación.

Fui abajo y compré un diario y era justamente como había dicho Menéndez. Había una foto de Bib Willie Magoon en la cama del hospital. Se podía verle la mitad de la cara y un ojo. El resto eran vendajes. Herido seriamente, pero no de gravedad. Los muchachos habían tenido mucho cuidado. Querían que viviera. Después de todo, es un policía. En nuestra ciudad los maleantes no matan a la policía. Dejan eso para los delincuentes juveniles. Y un policía vivo que ha pasado por la máquina de picar carne es mucha mejor publicidad. Finalmente termina por recuperarse y vuelve al trabajo. Pero desde aquel momento hay algo que falta… esa última pulgada de acero que hace toda la diferencia. El es la lección viviente de que es un error tratar con demasiada dureza a los muchachos del racket…, especialmente si uno pertenece a la patrulla que lucha contra la inmoralidad, come en los mejores lugares, y conduce un Cadillac.

Permanecí sentado reflexionando sobre la reciente conversación y después marqué el número de la Organización Carne y pregunté por George Peters. Había salido. Dejé mi nombre y dije que se trataba de un asunto urgente. Peters volvería a las cinco y media.

Me dirigí a la Biblioteca Pública de Hollywood y formulé algunas preguntas en la oficina de informes pero no hallé lo que buscaba, de modo que regresé a casa, saqué el coche y fui a la Biblioteca Principal. Allí di con lo que necesitaba, lo encontré en un libro pequeño, encuadernado en rojo y publicado en Inglaterra. Copié los datos que me interesaban y regresé a casa. Llamé de nuevo a la Organización Carne. Peters no había llegado todavía, de modo que pedí a la telefonista que pasara la llamada a mi domicilio particular.

Puse el tablero de ajedrez sobre la mesita y preparé un problema llamado La Esfinge. Está impreso en el libro sobre ajedrez de Blackburn, el mago del ajedrez inglés, probablemente el jugador más dinámico que haya existido, aunque no hubiera salido primero en el tipo de ajedrez de guerra fría que se juega en nuestros días. La Esfinge tiene once movimientos y justifica su nombre. Los problemas de ajedrez raras veces tienen más de cuatro o cinco movimientos. Más allá de ahí, la dificultad para resolverlos crece casi en proporción geométrica. Un problema con once movimientos es una tortura completa, sin ninguna adulteración.