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– Un desperdicio -dije.

– Es sólo un cigarrillo, compañero. No una vida. Después de un tiempo usted tal vez se case con la muchacha, ¿eh?

– ¡No diga disparates!

Rió amargamente: -He estado hablándole a la gente adecuada respecto de las cosas inconvenientes. ¿Alguna objeción?

– Ninguna, teniente -contesté, y bajé las escaleras. El dijo algo a mis espaldas, pero yo continué mi camino.

Entré a comer en una cantina en Flower; era un lugar apropiado para mi estado de ánimo. En la entrada tenía un cartel bien tosco que decía así: “Para hombres solamente. No se permite la entrada a perros y mujeres.” El mozo, que literalmente hablando no servía la mesa sino que arrojaba la comida sobre ella, necesitaba un afeitado y descontaba la propina sin esperar a que lo invitaran a hacerlo. La comida era sencilla, pero muy buena, y tenían una cerveza sueca tan fuerte como el mejor Martini.

Cuando llegué a la oficina, el teléfono estaba llamando. Oí la voz de Ohls que decía:

– Tengo algunas cosas que decirle. Voy para allá.

Debía de haber estado en la estación del metro de Hollywood o cerca de allí, porque a los veinte minutos estaba en mi oficina. Se sentó en la silla reservada a los clientes, cruzó las piernas y gruñó:

– Me pasé de la raya. Lo siento. Olvídelo.

– ¿Por qué olvidarlo? Es preferible que sigamos profundizando en la herida.

– No tengo inconveniente. Para alguna gente, usted es un tipo torcido. Nunca supe que hubiera hecho algo demasiado deshonesto.

– ¿A qué vino esa alusión a las camisas de veinte dólares?

– ¡Oh, diablos! Simplemente me sentía molesto -repuso Ohls-. Estaba pensando en el viejo Potter que ordenó a su secretario que le dijera al abogado que diera al fiscal de distrito, Springer, la orden de comunicar al capitán Hernández que usted era su amigo personal.

– El no se habría molestado.

– Usted se entrevistó con él. No me gustó, pero quizá sólo fue envidia.

– Me mandó llamar para darme algunos consejos. Es un tipo grande y duro y no sé qué más. No creo que sea fullero y deshonesto.

– No se pueden hacer cien millones de mangos en forma limpia -dijo Ohls-. Quizás el jefe crea que sus manos están limpias, pero en alguna parte, a lo largo de la cadena, hay tipos que son arrinconados en la pared, pequeños y agradables negocios se vienen al suelo y tienen que liquidar y vender todo por unos centavos, gente decente pierde sus empleos, las acciones suben el mercado, los apoderados son comprados como una pepita de oro antiguo, y se paga a los grandes estudios de abogados cientos de miles de dólares de honorarios para que combatan ciertas leyes que la gente quiere obtener, pero no los tipos ricos debido a que interfieren con sus ganancias. El dinero en gran escala significa poder en gran escala, y el poder en gran escala es usado erróneamente. Es el sistema. Tal vez sea el mejor que podamos obtener, pero no es lo ideal.

– Está hablando como un rojo -le dije, sólo para pincharlo.

– No lo sabría decir -contestó despreciativamente-. Todavía no he sido investigado. ¿Le gusta el fallo de suicidio?

– ¿Qué otro veredicto puede haber?





– Ningún otro, creo. -Apoyó en el escritorio las dos manos fuertes y toscas y miró las grandes pecas marrones que tenía en el dorso de las mismas-. Me estoy volviendo viejo. A estas manchas marrones las llaman queratosis. Aparecen después de los cincuenta. Soy un viejo polizonte y un viejo polizonte es un tipo chinche. Hay algunas cosas que no me gustan en la muerte de Wade.

– ¿Por ejemplo? -Me eché atrás y observé las arrugas de sus párpados.

– Llega un momento en que uno puede oler cuándo hay algo que anda mal, aunque uno sepa que no puede hacer nada para remediarlo. Entonces uno se limita a sentarse y a hablar del asunto, como hago ahora. No me gusta que él no haya dejado ninguna nota.

– Estaba borracho. Probablemente fue un súbito arranque de locura.

Ohls me miró atentamente y sacó las manos del escritorio.

– Revisé la mesa de trabajo de Wade. Se escribía cartas a sí mismo. Escribía y escribía y escribía. Borracho o sobrio, trabajaba con la máquina de escribir. Algunas de las cosas que escribía eran disparatadas, otras divertidas y algunas tristes. El tipo tenía algo en la cabeza, algo que le trabajaba por dentro. Siempre escribía dando vueltas a las cosas, pero sin ir al fondo ni tocarla directamente. Ese hombre habría dejado una carta de dos páginas si hubiera decidido suicidarse.

– Estaba borracho -dije de nuevo

– Con él eso no tiene importancia -replicó Ohls en tono cansado-. La otra cosa que no me gusta es que se suicidó en su misma casa y dejó que la mujer lo encontrara. Muy bien, estaba borracho. Otra cosa que tampoco me agrada es que apretó el gatillo justo cuando el ruido de la lancha a motor pudo amortiguar el ruido del disparo. ¿Qué podía importarle eso? Mera coincidencia, ¿no? Y también fue coincidencia que la mujer se olvidara las llaves de la puerta el día libre para la servidumbre y tuviera que tocar el timbre para poder entrar.

– Pudo haber dado la vuelta por la parte de atrás -dije.

– Sí, ya sé. Me estoy refiriendo a la situación. No había nadie que contestara a la puerta excepto usted, y en el tribunal ella dijo que no sabía que usted estuviera allí. Wade no habría oído el timbre si hubiera estado vivo y trabajando en el estudio. La puerta del estudio es a prueba de ruidos. La servidumbre había salido. Era jueves. Ella se olvidó de eso, lo mismo que se olvidó de las llaves.

– Usted se olvida de algo, Bernie. Mi coche estaba en el camino. De modo que ella sabía que yo estaba allí… o que había alguna otra persona… antes de tocar el timbre.

Ohls se sonrió burlonamente:

– ¿Conque me olvidé de eso, eh? Muy bien, he aquí el cuadro. Usted estaba afuera contemplando el lago, la lancha hacía todo aquel ruido, a propósito, se trataba de dos tipos que andaban de excursión y venían del lago Arrowhead. Wade dormía en el estudio, medio borracho. Alguien había sacado antes el revólver del escritorio, ella sabía que usted lo había puesto allí porque se lo dijo aquella mañana. Ahora supongamos que ella no se hubiera olvidado las llaves: entra en la casa, ve que usted está lejos, entra en el estudio y se encuentra con que Wade está dormido, sabe dónde está el revólver, lo agarra, espera el momento oportuno, mata al marido, deja caer el arma donde fue encontrada, vuelve a salir de la casa, espera un poco hasta que se aleja la lancha y entonces toca el timbre y espera que usted le abra la puerta. ¿Alguna objeción?

– ¿Y el motivo?

– Sí -replicó Ohls amargamente -; eso lo echa todo abajo. Si ella quería sacárselo de encima, era cosa fácil. Lo tenía en un puño; borracho consuetudinario, antecedentes de violencia ejercidos contra ella. Podía conseguir el divorcio con toda facilidad, la separación de bienes, la demanda por alimentos, todo. No tenía ningún motivo para matarlo. Y, sin embargo, la sincronización fue demasiado perfecta. Cinco minutos antes y ella no habría podido hacerlo, a menos que usted estuviera en el asunto.

Comencé a decir algo, pero él me paró con un ademán:

– Tranquilícese. No estoy acusando a nadie; no hago más que especular. Cinco minutos más tarde y obtenemos la misma respuesta: imposible hacerlo. Ella tenía diez minutos para actuar.

– Diez minutos -repliqué en tono irritado -que eran del todo punto imposibles de prever y mucho menos de planear.

Ohls se reclinó contra el respaldo y suspiró.

– Ya sé. Usted tiene respuesta para todo; yo también, y, sin embargo, la cosa no me gusta nada. ¿Qué diablos hacía usted con esa gente, si se puede saber? El tipo le da un cheque por mil dólares y luego lo rompe. Se enojó con usted, según nos ha contado. De todas maneras, usted no quería el cheque, no se lo hubiera llevado; eso es lo que usted dice. Tal vez. ¿Wade creía que usted se acostaba con su mujer?