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– ¿Y entonces? -preguntó al instante.

– Eso es todo, no hay nada más. A usted no le importa quién asesinó a su hija, señor Potter. Usted la había borrado de su vida hacía mucho tiempo. Aunque Terry Le

– ¿Qué es lo que quiere de mí, Marlowe?

– Si se refiere al dinero, nada. No fui yo el que quise venir aquí. Me trajeron. Le dije la verdad sobre cómo conocí a Roger Wade. Pero también es verdad que él conoció a su hija y que tiene antecedentes de ser una persona violenta, aunque yo nunca haya visto pruebas fehacientes de esos supuestos antecedentes. La otra noche Wade intentó suicidarse. Es un hombre obsesionado, perseguido. Tiene fuerte complejo de culpa. Si por casualidad yo anduviera buscando a un sospechoso, él respondería muy bien al requerimiento. Comprendo que tal vez sea uno de tantos sobre quien pueden recaer las sospechas, pero resulta que es el único que conozco.

Se puso de pie y sólo entonces pude apreciar su corpulencia. Era un hombre enorme y fornido. Se aproximó y paró frente a mí.

– Bastará un golpe de teléfono, señor Marlowe, para privarlo de su licencia. No se ponga frente a mí. No lo toleraré.

– Y con dos golpes de teléfono me despertaré en una zanja… y me faltará la parte posterior de la cabeza.

Potter se echó a reír en forma desagradable.

– No trabajo con esos métodos. Supongo que es natural que piense así, dado el tipo de negocios a que se dedica. Ya le he concedido demasiado tiempo. Llamaré al criado para que le acompañe.

– No es necesario -contesté y me puse de pie-. Vine aquí porque me lo pidieron. Gracias por el tiempo que me dedicó.

Me extendió la mano y apretó la mía con una fuerza tremenda.

– Gracias por haber venido. Creo que usted es un tipo muy honesto. Pero no se haga el héroe, joven. Eso no da dividendos. -Se sonrió con benevolencia. Era el Gran Hombre, el Vencedor, el que lo tiene todo previsto.

– Puede ser que uno de estos días le haga realizar algunos negocios -me dijo-, y no quiero que se vaya pensando que compro a los políticos y a los funcionarios judiciales. No tengo necesidad de hacerlo. Adiós, señor Marlowe. Y gracias de nuevo por haber venido.

Se quedó de pie mirándome hasta que salí de la habitación. Estaba a punto de abrir la puerta principal cuando apareció Linda.

– ¿Qué tal? -preguntó con calma-. ¿Cómo se las entendió con mi padre?

– Muy bien. Me explicó la civilización. Es decir, tal como él la ve. Va a permitir que continúe existiendo durante un tiempo más. Pero será mejor que tenga cuidado y no interfiera con su vida privada. Si lo hago es capaz de llamar por teléfono a Dios y cancelar la orden.

– Usted es incorregible -dijo Linda.

– ¿Yo? ¿Incorregible yo? Señora, mire bien a su padre; comparado con él, yo no soy más que un bebé de ojos azules y sonajero flamante.

Salí de la casa. Amos me esperaba con el Cadillac y me llevó de regreso a Hollywood. Le ofrecí un dólar, pero no quiso aceptarlo. Le ofrecí regalarle los poemas de T. S. Eliot, pero me dijo que ya los tenía.

Capítulo XXXIII

Pasó una semana y no tuve noticia alguna de los Wade. El tiempo era caluroso, húmedo y brumoso, y el ácido aguijón de la bruma había llegado hasta Beverly Hills. Desde la cumbre de Mulholland Drive se podía verla por encima de la ciudad, como una neblina. Cuando uno estaba en medio de la bruma se podía gustarla y olerla y hasta sentirla en los ojos. Todo el mundo estaba afligido a ese respecto. En Pasadena, donde se habían refugiado los millonarios bien forrados después que la multitud cinematográfica les arruinó Beverly Hills, los padres de la ciudad gritaban de rabia. Todo lo que ocurría era por culpa de la bruma. Si el canario no cantaba, si el lechero llegaba tarde, si el pequinés tenía pulgas, si un viejo zopenco de cuello almidonado sufría un ataque al corazón camino de la iglesia, todo aquello era por la bruma. En el lugar donde yo vivía, por lo general la atmósfera estaba clara por la mañana temprano y casi siempre por la noche; muy de vez en cuando la bruma desaparecía durante un día entero. En un día como ésos, se trataba de un jueves, Roger Wade me llamó por teléfono.

– ¿Cómo está? Habla Wade. -Parecía estar de excelente humor.

– Muy bien, ¿y usted?

– Me temo que estoy sobrio. Estoy garabateando fuerte. Deberíamos charlar un rato. Creo que le debo algún dinero.





– No.

– Bueno, ¿qué le parece si almorzamos juntos? ¿Quiere venir a casa más o menos a la una?

– Encantado. ¿Cómo está Candy?

– ¿Candy? -Pareció asombrado. Aquella noche debía haber perdido bastante el sentido-. ¡Ah! Le ayudó a usted a acostarme.

– Sí. Es un muchachito servicial… en algunos aspectos. ¿Y la señora Wade?

– También se encuentra bien. Hoy ha ido de compras a la ciudad.

Cortamos y yo me senté y me hamaqué en mi silla giratoria. Debí haberle preguntado cómo iba el libro. Tal vez uno siempre tenga que preguntar a un escritor cómo anda su libro. Y quizás él esté muy cansado de que se lo pregunten.

Un rato después tuve otra llamada telefónica. Era una voz desconocida.

– Habla Roy Ashterfelt. George Peters me dijo que lo llamara, Marlowe.

– ¡Ah, sí!, gracias. Usted es la persona que conoció a Terry Le

– Así es. Y andaba en la mala. Pero con seguridad que se trata del mismo tipo. No hay peligro de equivocarse con él. Aquí me lo encontré una vez en lo de Chasen, con su mujer. Yo estaba con un cliente. El cliente los conocía pero no me acuerdo el nombre de éste.

– Comprendo, pero ahora no tiene importancia. ¿Recuerda el nombre de Marston?

– Espere un minuto mientras me muerdo el dedo. ¡Ah sí! Paul. Paul Marston. Hay otro detalle más, por si le interesa. Usaba la insignia y el uniforme del Ejército Británico.

– Comprendo. ¿Qué pasó con él?

– Lo ignoro. Yo me fui al Oeste. La próxima vez que lo vi fue aquí… casado con la hija de Harlan Potter. Pero usted ya sabe toda esa historia.

– Ahora los dos están muertos, pero gracias por haberme llamado.

– No hay de qué -respondió algo indeciso-. Encantado de haberle suministrado esos datos. ¿Le serán de alguna utilidad?

– No lo creo -contesté, mintiendo descaradamente-. Nunca le pregunté nada sobre su vida. Una vez me contó que se había criado en un orfelinato. ¿Usted no se habrá equivocado?

– ¿Con ese cabello blanco y las cicatrices en la cara? No hay ninguna posibilidad. No diré que nunca me olvido de los rostros que veo, pero mucho menos de un rostro como ese.

– ¿Marston lo vio a usted?

– Si me vio, no se dio por enterado. Dadas las circunstancias no era de suponer que lo hiciera. De todas maneras, puede ser que no se haya acordado de mí. Como le dije, en Nueva York andaba siempre muy achispado.

Le agradecí nuevamente, él volvió a repetir que había sido un placer y cortamos la comunicación.

Reflexioné un rato sobre lo que habíamos hablado. El ruido del tránsito de la calle era un acompañamiento muy poco musical para mis pensamientos y, además, muy estridente. En verano, con el tiempo caluroso, todo parece demasiado estridente. Me levanté y bajé la parte inferior de la ventana. Después llamé por teléfono al detective-sargento Green, de la sección Homicidios. Tuvo la cortesía de atenderme.