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Spencer llamó al mozo y ordenó otra ronda.

– Ahora hablemos de mi problema -empezó a decir Spencer, con cautela-. Estamos en muchas dificultades con Roger Wade. No puede terminar un libro. Está perdiendo su garra de escritor y hay algo detrás de eso. El hombre parece que se estuviera desintegrando. Tiene arranques terribles de furia y se emborracha bárbaramente. De vez en cuando desaparece por varios días. No hace mucho arrojó a su esposa escaleras abajo y la tuvieron que internar en el hospital con cinco costillas rotas. Entre ellos no hay desavenencias o disgustos en el sentido habitual; de ninguna manera. Sencillamente el hombre se enloquece cuando bebe. -Spencer se echó hacia atrás y me miró tétricamente-. Tenemos que hacer que termine ese libro. Lo necesitamos desesperadamente. En cierta medida, mi trabajo depende de eso. Pero necesitamos hacer algo más. Queremos salvar a un escritor muy capaz que puede escribir cosas mucho mejores que las hechas hasta ahora. Hay algo que anda muy mal. En este viaje ni siquiera quiso verme. Comprendo que esto puede parecer trabajo para un psiquiatra. La señora Wade no está de acuerdo con este punto de vista. Ella está convencida de que está perfectamente sano, pero que hay algo que lo preocupa muchísimo. Quizá sea un chantajista, por ejemplo. Los Wade hace cinco años que están casados. Puede haber salido a relucir algo de su pasado. Hasta podría ser, y esto no es más que pura suposición, algún accidente fatal del cual hay alguien que tenga las pruebas. No sabemos de qué se trata y queremos saber. Estamos dispuestos a pagar bien para eliminar la dificultad. Si resulta ser un asunto médico, bueno…, no hay más que resignarse. Si no es así, debe haber una respuesta. Y mientras tanto, la señora Wade tiene que ser protegida. Podría matarla la próxima vez. Nunca se puede saber.

Llegó la segunda ronda de bebidas. No toqué la mía y observé cómo Spencer se tomaba la mitad de la suya de un trago. Prendí un cigarrillo y lo seguí mirando fijamente.

– Usted no quiere un detective sino un mago. ¿Qué diablos podría hacer yo? Si por casualidad yo estuviera presente exactamente en el momento preciso, y si no fuera muy difícil de manejar, podría ponerlo fuera de combate de un golpe y meterlo en la cama. Pero para eso tendría que estar allí. Cien contra uno. Usted lo sabe.

– Tiene más o menos su estatura -dijo Spencer-, pero en diferentes condiciones físicas. Y usted podría permanecer allí todo el tiempo.

– Difícilmente. Y los borrachos son astutos. Seguramente esperaría un momento de ausencia mía para hacer de las suyas. No aspiro a trabajar de enfermero.

– Un enfermero no sería de ninguna utilidad. Roger Wade no lo aceptaría. Es un muchacho muy talentoso que ha perdido el control sobre sí mismo. Amontonó demasiado dinero escribiendo bazofia para los imbéciles. Pero la única salvación para un escritor es escribir. Si tiene algo bueno adentro, saldrá a la superficie.

– Muy bien. Me ha convencido -dije en tono cansado-. Es un tipo extraordinario y también muy peligroso. Tiene un secreto culpable y trata de ahogarlo en alcohol. No es mi tipo de asuntos, señor Spencer.

– Comprendo. -Miró el reloj de pulsera con el ceño fruncido y la cara se le llenó de arrugas que lo hicieron parecer más viejo y más pequeño. -Bueno, lo único que intenté fue probar y no puede echármelo en cara.

Agarró el abultado portafolio. Dirigí una mirada a la joven de cabellos dorados. Se estaba preparando para salir y el mozo le alcanzó la cuenta. Ella pago y le dedicó una sonrisa encantadora; el mozo quedó como si hubiera estrechado las manos del mismísimo Dios. La joven se dio un toque en los labios, se puso los guantes y el mozo separó la mesa hasta la mitad de la habitación para que ella pasara.

Dirigí una rápida mirada a Spencer. Este miraba el vaso vacío con el entrecejo fruncido; tenía el portafolio sobre las rodillas.

– Oiga -le dije-. Iré a ver al hombre y trataré de averiguar de qué se trata, si es que usted quiere que lo haga. Hablaré con su mujer. Pero temo que me eche de casa.

Una voz que no era la de Spencer expresó:

– No señor Marlowe, no creo que haga eso. Por el contrario, pienso que usted puede resultarle agradable.

Levanté la vista y me encontré con un par de ojos azul violeta. Ella estaba parada en el extremo de la mesa. Me puse de pie, inclinado contra el respaldo del compartimento y en posición bastante incómoda pues no había mucho lugar.

– Por favor, no se levante -dijo con voz de ángel-. Sé que le debo una disculpa, pero me pareció importante tener la oportunidad de observarlo antes presentados. Yo soy Eileen Wade.

Spencer explicó con voz gruñona:

– No tiene interés en el asunto, Eileen.

Ella sonrió suavemente.





– No estoy de acuerdo.

Conseguí serenarme y recobrar la calma. Estaba de pie, pero a punto de perder el equilibrio, con la boca abierta y casi falto de respiración. Era una mujer fantástica. Uno se quedaba medio paralizado al verla de cerca.

– Yo no dije que no estuviera interesado, señora Wade. Lo que dije o quise dar a entender fue que no creía poder hace algo útil y que, en cambio, podría cometer un error grave si intentara probar. Podría hacer mucho daño.

Ella se puso seria. La sonrisa había desaparecido.

– Usted toma decisiones demasiado rápidas. No puede juzgar a la gente por lo que hace. Si es que la juzga, debe hacerlo por lo que es.

Yo hice un signo vago de asentimiento, porque ésa era exactamente la forma en que había actuado con Terry Le

– Y para eso tiene que conocerla -agregó ella suavemente-. Adiós, señor Marlowe. Si cambiara de idea… -Con gesto rápido abrió la cartera y me entregó una tarjeta-. Y gracias por haber venido.

Saludó a Spencer y se alejó. La observé mientras salía del bar y se dirigía al comedor, atravesando la separación de vidrio. Tenía un porte magnífico. Vi cómo pasaba por la puerta que conducía al hall y alcancé a divisar la suave ondulación de la falda de hilo blanco en el momento en que dobló al final del hall. Me dejé caer en el asiento y agarré el vaso de gin y naranja.

Spencer me estaba estudiando. Sus ojos lucían una expresión dura.

– Lindo trabajo -dije-, pero usted debió haberla mirado de vez en cuando. Un verdadero sueño como es esa mujer no puede estar sentada frente a uno durante veinte minutos sin llamar la atención.

– Fue una estupidez mía, ¿no es cierto? -Trataba de sonreír pero sin ganas. No le había gustado la forma en que la miré-. La gente tiene ideas estrambóticas sobre los detectives privados. Cuando se piensa en tener uno en la propia casa…

– No piense que me tendrá a mí en la suya -le previne-. De todos modos, será mejor que invente otra historia. Me resisto a creer que nadie, ni sobrio ni borracho, sea capaz de tirar escaleras abajo a esa hermosura y romperle cinco costillas.

Spencer enrojeció y apretó las manos contra el portafolio.

– ¿Cree que soy un mentiroso?

– ¿Cuál es la diferencia? Usted ha desempeñado su papel. Quizás usted mismo se sienta un poco entusiasmado con la dama.

Spencer se levantó de golpe.

– No me gusta su tono. No estoy seguro de que usted resulte de mi agrado. Hágame el favor de olvidarse de todo el asunto. Espero que esto le recompense por el tiempo perdido.

Arrojó sobre la mesa un billete de veinte dólares y añadió algunos dólares más para el mozo. Permaneció un momento de pie mirándome fijamente. Los ojos le brillaban y todavía estaba arrebolado.