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Le clavé la vista y ella captó mi mirada. Levantó los ojos un centímetro y me pareció que había dejado de existir: casi perdí el aliento.

Hay rubias y rubias, y hoy es casi una palabra que se toma en broma. Todas las rubias tienen su no sé qué, excepto, tal vez, las metálicas, que son tan rubias como un zulú por debajo del color claro, y en cuanto al carácter. Tan suave y blanco como el empedrado de la acera. Existe la rubia pequeña y agradable, que gorjea como los pájaros, y la rubia alta y estatuaria, que lo envuelve a uno en una mirada azul de hielo. Existe la rubia que lo mira a uno de arriba abajo y tiene un perfume encantador y resplandece tenuemente y se cuelga del brazo y está siempre muy, muy cansada cuando usted la acompaña a su casa. Ella hace ese gesto de impotencia y tiene ese maldito dolor de cabeza y a usted le gustaría aporrearla, aunque esté contento de haber descubierto lo del dolor de cabeza antes de haber invertido en ella demasiado tiempo, dinero y esperanzas. Porque el dolor de cabeza siempre estará así, es un arma que nunca deja de usarse, y tan mortífera como la espada del asesino o el frasco de veneno de Lucrecia.

Existe la rubia dulce, dispuesta y aficionada a la bebida, y que no le importa lo que lleva puesto -siempre que sea visón -o adónde va- siempre que sea el “Starlight Roof” y haya mucho champaña seco-. Existe la rubia pequeña y altiva que es una verdadera compañera y quiere pagar ella su cuenta y está llena de luz de sol y de sentido común que sabe judo y puede lanzar al aire, por arriba del hombro, al conductor de un camión, sin perderse más de una frase del editorial del Saturday Review. Existe la rubia pálida, pálida, con anemia de tipo incurable, pero no fatal. Es muy lánguida y muy sombría y habla suavemente como salida de no sé dónde, y usted no le puede poner un dedo encima, en primer lugar porque no tiene ganas, y en segundo lugar porque ella está leyendo La tierra perdida o Dante en el original o Kafka o Kierkegaard, o porque estudia dialecto provenzal. Adora la música, y cuando la Filarmónica de Nueva York está tocando Hindemith, ella puede decirle a usted cuál de los seis contrabajos entró un cuarto de tiempo más tarde. He oído decir que Toscanini también es capaz de ello. Eso quiere decir que son dos.

Y, por último, existe la muñeca maravillosa y encantadora que sobrevive a tres reyes del hampa y después se casa con un par de millonarios a un millón por cabeza y termina con una villa de color de rosa pálido en Cap d'Antibes, un coche Alfa Romeo completo, con chófer y acompañante, y una caballeriza de aristócratas enmohecidos a los que tratará con la atención distraída y afectuosa conque un anciano duque dice buenas noches a su criado.

Aquel sueño atravesado en mi camino no pertenecía a ninguna de esas categorías; ni siquiera era de este mundo. Era inclasificable: tan remota y clara como el agua de la montaña, tan evasiva como su color. Todavía la miraba, cuando oí junto a mí una voz que decía:

– Me he retrasado en forma imperdonable. Le ruego que me disculpe. Mi nombre es Howard Spencer. Usted es Marlowe, por supuesto.

Di vuelta la cabeza y lo miré. Era de mediana edad, más bien regordete, vestido en forma un tanto despreocupada, pero bien afeitado y el pelo muy fino peinado hacia atrás con todo cuidado. Usaba un llamativo chaleco cruzado, prenda que muy pocas veces se ve en California como no sea llevada por algún visitante de Boston. Llevaba lentes y bajo el brazo un portafolio viejo y gastado.

– Tres manuscritos de libros flamantes. Novelas. Me resultaría embarazoso perderlos antes de tener la oportunidad de rechazarlos. -Hizo una señal al mozo que acababa de colocar un vaso alto con algo verde adentro en la mesa donde estaba sentada aquella maravilla de mujer-. Tengo debilidad por el gin con naranja. En realidad es una bebida tonta. ¿Me acompaña?

Hice un signo de asentimiento y el mozo desapareció.

Entonces señalé el portafolio y le pregunté:

– ¿Cómo sabe que los van a rechazar?

– Si sirvieran para algo no me los habrían dejado en el hotel los autores. Los tendría algún agente neoyorquino.

– Entonces, ¿por qué los acepta?

– En parte para no herir susceptibilidades, y en parte porque puede darse un caso entre mil, y eso es para lo que viven los editores. Por lo general estamos en una fiesta nos presentan toda clase de gente, y entre ellos hay algunos novelistas; uno ha tomado tanto que se siente benévolo y lleno de amor por la humanidad y dice que estaría encantado de leer el manuscrito. Luego se lo dejan en el hotel con tanta escalofriante rapidez que uno está obligado a hacerles creer que lo leerá. Pero supongo que a usted no le interesan mayormente los editores y sus problemas.

El mozo trajo las bebidas. Spencer agarró su copa y bebió un buen trago. Toda su atención estaba concentrada en mi persona y no se había fijado en la hermosa joven del cabello de oro. Era un buen hombre para hacer contactos.

– Uno de nuestros más importantes escritores vive cerca de aquí -dijo en tono casual-. Quizás haya leído algo de él: Roger Wade.

– ¡Ajá!

– Ya comprendo su punto de vista -dijo, sonriendo tristemente-. No le interesan las novelas históricas. Pero se venden brutalmente.





– No sostengo ningún punto de vista, señor Spencer. Una vez hojeé uno de sus libros. Me pareció que no valía nada. ¿Está mal que lo diga?

Hizo una mueca burlona.

– ¡Oh, no! Hay mucha gente que está de acuerdo con usted. Pero la cuestión es que actualmente sus libros se venden automáticamente y en forma vertiginosa. Son todo un éxito. Y cada editor debe tener un par de ellos debido a la forma en que han subido los costos.

Miré a la joven sentada enfrente. Había terminado el jugo de lima o de lo que fuera y estaba mirando un microscópico reloj de pulsera. El bar se estaba llenando un poco, pero no se sentía todavía demasiada algazara. Los dos graciosos seguían moviendo las manos y el bebedor solitario del mostrador había encontrado un par de compañeros. Volví a mirar a Howard Spencer.

– ¿Tiene algo que ver con su problema? -le pregunté-. Me refiero a este Wade.

Spencer asintió y me dirigió una mirada cautelosa e inquisitiva.

– Cuénteme algo sobre usted, señor Marlowe. Es decir, si no encuentra objetable que se lo pida.

– ¿Qué quiere que le diga? Soy detective privado y tengo mi licencia desde hace bastante tiempo. Soy un tipo solitario, no estoy casado, estoy entrando en la edad madura y no soy rico. He estado en la cárcel más de una vez y no me ocupo de divorcios. Me gusta la bebida, las mujeres, el ajedrez y algunas otras cosas. No soy muy del agrado de los polizontes, pero conozco un par de ellos con los que me llevo bien. Soy hijo natural, mis padres han muerto, no tengo hermanos ni hermanas, y si alguna vez llegan a dejarme tieso en una callejuela oscura, como puede pasarle a cualquiera en mi trabajo, y en estos días que corren a mucha otra gente que se ocupa de cualquier cosa o de ninguna, nadie, ni hombre ni mujer, sentirá que ha desaparecido el motivo y fundamento de su vida.

– Ya veo -dijo-. Pero todo eso no me dice exactamente lo que quiero saber.

Terminé el gin con naranja. No me gustaba. Sonreí.

– Dejé de lado un detalle, señor Spencer. En mi bolsillo tengo un retrato de Madison.

– ¿Un retrato de Madison? Me temo que no…

– Un billete de cinco mil dólares -dije-. Siempre lo llevo encima. Es mi mascota.

– ¡Dios mío! -exclamó bajando la voz-. ¿Esto no es terriblemente peligroso?

– ¿Quién fue el que dijo que más allá de cierto punto todos los peligros son iguales?

– Creo que Walter Bagehot. Se refería al que limpia las agujas de los campanarios. -Después sonrió-. Lo siento, pero soy editor. Tiene razón, Marlowe. Correré el albur con usted. Si no lo hiciera, usted me mandaría al diablo, ¿no es así?

Le devolví la sonrisa.