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– ¿De otra manera? ¿Podía terminarse de otra? -Yo no quería que acabáramos acostándonos -especificó Bernard.

Lenina se mostró asombrada.

– Quiero decir, no en seguida, no el primer día.

– Pero, entonces, ¿qué…?

Bernard empezó a soltar una serie de tonterías incomprensibles y peligrosas. Lenina hizo todo lo posible por cerrar los oídos de su mente; pero de vez en cuando una que otra frase se empeñaba en hacerse oír:… probar el efecto que produce detener los propios impulsos, le oyó decir. Fue como si aquellas palabras tocaran un resorte de su mente.

– No dejes para mañana la diversión que puedes tener hoy -dijo Lenina gravemente.

– Doscientas repeticiones, dos veces por semana, desde los catorce años hasta los dieciséis y medio -se limitó a comentar Bernard. Su alocada charla prosiguió-. Quiero saber lo que es la pasión -oyó Lenina, de sus labios-. Quiero sentir algo con fuerza.

– Cuando el individuo siente, la comunidad se resiente -citó Lenina.

– Bueno, ¿y por qué no he de poder resentirme un poco?

– ¡Bernard!

Pero Bernard no parecía avergonzado.

– Adultos intelectualmente y durante las horas de trabajo -prosiguió-, y niños en lo que se refiere a los sentimientos y los deseos.

– Nuestro Ford amaba a los niños.

Sin hacer caso de la interrupción, Bernard prosiguió:

– El otro día, de pronto, se me ocurrió que había de ser posible ser un adulto en todo momento.

– Lo comprendo.

El tono de Lenina era firme.

– Ya lo sé. Y por esto nos acostamos juntos ayer, como niños, en lugar de obrar como adultos, y esperar.

– Pero fue divertido -insistió Lenina-. ¿No es verdad?

– ¡Oh, si, divertidísimo! -contestó Bemard.

Pero había en su voz un tono tan doloroso, tan amargo, que Lenina sintió de pronto que se esfumaba toda la sensación de triunfo. Tal vez, a fin de cuentas, Bernard la encontraba demasiado gorda.



– Ya te lo dije -comentó Fa

– Sin embargo -insistió Lenina-, me gusta. Tiene unas manos preciosas. Y mueve los hombros de una manera muy atractiva. -Suspiró-. Pero preferiría que no fuese tan raro.

2

Deteniéndose un momento ante la puerta del despacho del director, Bernard tomó aliento y se cuadró, preparándose para enfrentarse con el disgusto y la desaprobación que estaba seguro de encontrar en el interior. Luego llamó y entró.

– Vengo a pedirle su firma para un permiso, director -dijo con tanta naturalidad como le fue posible…

Y dejó el papel encima de la mesa.

El director le lanzó una mirada agria. Pero en la cabecera del documento aparecía el sello del Despacho del Interventor Mundial, y al pie del mismo la firma vigorosa, de gruesos trazos de Mustafá Mond. Por consiguiente, todo estaba en orden. El director no podía negarse. Escribió sus iniciales -dos pálidas letras al pie de la firma de Mustafá Mond- y se disponía, sin comentarios a devolver el papel a Bernard, cuando casualmente sus ojos captaron algo que aparecía escrito en eí texto del permiso.

– ¿Se va a la Reserva de Nuevo Méjico? -dijo. Y el tono de su voz, así como la manera con que miró a Bernard, expresaba una especie de asombro lleno de agitación.

Sorprendido ante la sorpresa de su superior, Bernard asintió. Sobrevino un silencio.

El director, frunciendo el ceño, se arrellanó en su asiento.

– ¿Cuánto hará de ello- dijo, más para sí mismo que dirigiéndose a Bernard-. Veinte años, creo. Casi veinticinco. Tendría su edad, más o menos…

Suspiró y movió la cabeza.

Bernard se sentía sumamente violento. ¡Un hombre tan convencional, tan escrupulosamente correcto como el director, incurrir en una incongruencia! Ello le hizo sentir deseos de ocultar el rostro, de salir corriendo de la estancia. No porque hallara nada intrínsecamente cesurable en que la gente hablara del pasado remoto; aquél era uno de los tantos prejuicios hipnopédicos de los que Bernard (al menos eso creía él) se había librado por completo. Lo que le violentaba era el hecho de saber que el director lo desaprobaba… lo desaprobaba, y, sin embargo, había incurrido en el pecado de hacer lo que estaba prohibido. ¿A qué compulsión interior habría obedecido? A pesar de la incomodidad que experimentaba, Bernard escuchaba atentamente.

– Tuve la misma idea que usted -decía el director-. Quise echar una ojeada a los salvajes. Logré un permiso para Nuevo Méjico y fui a pasar allí mis vacaciones veraniegas. Con la muchacha con la que iba a la sazón. Era una Beta-Menos, y me parece -cerró un momento los ojos-, me parece que era rubia. En todo caso, era neumática, particularmente neumática; esto sí lo recuerdo. Bueno, fuimos allá, vimos a los salvajes, paseamos a caballo, etc. Y después, casi el último día de mi permiso… después… bueno, la chica se perdió. Habíamos ido a caballo a una de aquellas asquerosas montañas, con un calor horrible y opresivo, y después de comer fuimos a dormir una siesta. Al menos yo lo hice. Ella debió de salir de paseo sola. En todo caso, cuando me desperté la chica no estaba. Y en aquel momento estallaba una tormenta encima de nosotros, la más fuerte que he visto en mi vida. Llovía a cántaros, tronaba y relampagueaba; los caballos se soltaron y huyeron al galope; al intentar atraparlos, caí y me herí en la rodilla, de modo que apenas podía andar. Sin embargo, empecé a buscar a la chica, llamándola a gritos una y otra vez. Ni rastro de ella. Después pensé que debía haberse marchado sola al refugio. Así, pues, me arrastré como pude por el valle, siguiendo el mismo cami. no por donde habíamos venido. La rodilla me dolía horriblemente, y había perdido mis raciones de soma. Tuve que andar horas. No llegué al refugio hasta pasada la medianoche. Y la chica no estaba; no estaba -repitió el director. Siguió un silencio-. Bueno -prosiguió, al fin-, al día siguiente se organizó una búsqueda. Pero no la encontramos. Debió de haber caído por algún precipicio; o acaso la devoraría algún león de las montañas. Sábelo Ford. Fue algo horrible. En aquel entonces me trastornó profundamente. Más de lo lógico, lo confieso. Porque, al fin y al cabo, aquel accidente hubiese podido ocurrirle a cualquiera; y, desde luego, el cuerpo social persiste aunque sus células cambien. -Pero aquel consuelo hipnopédico no parecía muy eficaz.

Y el director se sumió en un silencio evocador.

– Debió de ser un golpe terrible para usted -dijo Bernard, casi con envidia.

Al oír su voz, el director se sobresaltó con una sensación de culpabilidad, y recordó dónde estaba; lanzó una mirada a Bernard, y, rehuyendo la de sus ojos, se sonrojó violentamente; volvió a mirarle con súbita desconfianza, herido en su dignidad.

– No vaya a pensar -dijo- que sostuviera ninguna relación indecorosa con aquella muchacha. Nada emocional, nada excesivamente prolongado. Todo fue perfectamente sano y normal. -Tendió el permiso a Bernard-. No sé por qué le habré dado la lata con esta anécdota trivial-. Enfurecido consigo mismo por haberle revelado un secreto tan vergonzoso, descargó su furia en Bernard. Ahora la expresión de sus ojos era francamente maligna-. Deseo aprovechar esta oportunidad, Mr. Marx -prosiguió- para decirle que no estoy en absoluto satisfecho de los informes que recibo acerca de su comportamiento en las horas de asueto. Usted dirá que esto no me incumbe. Pero sí me incumbe. Debo pensar en el buen nombre de este Centro. Mis trabajadores deben hallarse por encima de toda sospecha, especialmente los de las castas altas. Los Alfas son condicionados de modo que no tengan forzosamente que ser infantiles en su comportamiento emocional. Razón de más para que realicen un esfuerzo especial para adaptarse.

Su deber estriba en ser infantiles, aun en contra de sus propias inclinaciones. Por esto, Mr. Max, debo dirigirle esta advertencia -la voz del director vibraba con una indignación que ahora era ya justiciera e impersonal, viva expresión de la desaprobación de la propia infracción de las normas del decoro infantil-, si siguen llegando quejas sobre su comportamiento, solicitaré su transferencia a algún Sub-Centro, a ser posible en Islandia. Buenos días.