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Completamente inofensivo; sí, tal vez. Pero también muy inquietante. En primer lugar, su manía de hacerlo todo en privado. Lo cual, en la práctica, significaba no hacer nada en absoluto. Porque, ¿qué podía hacerse en privado? (Aparte, desde luego, de acostarse; pero no se podía pasar todo el tiempo así.) Sí, ¿qué se podía hacer? Muy poca cosa. La primera tarde que salieron juntos hacía un tiempo espléndido. Lenina había sugerido un baño en el Club Rural Torquay, seguido de una cena en el Oxford Union. Pero Bernard dijo que habría demasiada gente. ¿Y un partido de Golf Electromagnético en Saint Andrews? Nueva negativa.
Bernard consideraba que el Golf Electromagnético era una pérdida de tiempo.
– Pues, ¿para qué es el tiempo, si no? -preguntó Lenina, un tanto asombrada.
Por lo visto, para pasear por el Distrito de Los Lagos; porque esto fue lo que Bernard propuso. Aterrizar en la cumbre de Skiddaw y pasear un par de horas por los brezales.
– Solo contigo, Lenina.
– Pero, Bernard, estaremos solos toda la noche.
Bernard se sonrojó y desvió la mirada. -Quiero decir solos para poder hablar -murmuró.
– ¿Hablar? Pero ¿de qué?
¡Andar y hablar! ¡Vaya extraña manera de pasar una tarde!
Al fin Lenina lo convenció, muy a regañadientes, y volaron a Amsterdam para presenciar los cuartos de final del Campeonato Femenino de Lucha de pesos pesados.
– Con una multitud -rezongó Bernard-. Como de costumbre.
Permaneció obstinadamente sombrío toda la tarde; no quiso hablar con los amigos de Lenina (de los cuales se encontraron a docenas en el bar de helados de soma, en los descansos); y a pesar de su mal humor se negó rotundamente a aceptar el medio gramo de helado de fresa que Lenina le ofrecía con insistencia.
– Prefiero ser yo mismo -dijo Bernard-. Yo y desdichado, antes que cualquier otro y jocundo. -Un gramo a tiempo ahorra nueve -dijo Lenina, exhibiendo su sabiduría hipnopédica.
Bernard apartó con impaciencia la copa que le ofrecía.
– Vamos, no pierdas los estribos -dijo Lenina-. Recuerda que un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos.
– ¡Calla, por Ford, de una vez! -gritó Bernard.
Lenina se encogió de hombros.
– Siempre es mejor un gramo que un taco -concluyó con dignidad.
Y se tomó el helado.
Cruzando el Canal, camino de vuelta, Bernard insistió en detener la hélice impulsara y en peri-nanecer suspendido sobre el mar, a unos treinta metros de las olas. El tiempo había empeorado; se había levantado viento del Sudoeste y el cielo aparecía nuboso.
– Mira -le ordenó Bernard.
– Lo encuentro horrible -dijo Lenina, apartándose de la ventanilla. La horrorizó el huidizo vacío de la noche, el oleaje negro, espumoso, del mar a sus pies, y la pálida faz de la luna, macilenta y triste entre las nubes en fuga-. Pongamos la radio en seguida.
Lenina alargó la mano hacia el botón de mando situado en el tablero del aparato y lo conectó al azar.
– …el cielo es azul en tu interior -cantaban dieciséis voces trémulas-, el tiempo es siempre…
Luego un hipo, y el silencio. Bernard había cortado la corriente.
– Quiero poder mirar el mar en paz -dijo-. Con este ruido espantoso ni siquiera se puede mirar.
– Pero ¡si es precioso! Yo no quiero mirar.
– Pues yo sí -insistió Bernard-. Me hace sentírme como si… -vaciló, buscando palabras para expresarse-, como si fuese más yo, ¿me entiendes? Más yo mismo, y menos como una parte de algo más. No sólo como una célula del cuerpo social. ¿Tú no lo sientes así, Lenina?
Pero Lenina estaba llorando.
– Es horrible, es horrible -repetía una y otra vez-. ¿Cómo puedes hablar así? ¿Cómo puedes decir que no quieres ser una parte del cuerpo social? Al fin y al cabo, todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie.
Hasta los Epsilones…
– Sí, ya lo sé -dijo Bernard, burlonamente-. Hasta los Epsilones son útiles. Y yo también.
¡Ojalá no lo fuera!
Lenina se escandalizó ante aquella exclamación blasfema.
– ¡Bernard! -protestó, dolida y asombrada-.¿Cómo puedes decir esto?
– ¿Cómo puedo decirlo? -repitió Bernard en otro tono, meditabundo-. No, el verdadero problema es: ¿Por qué no puedo decirlo? O, mejor aún, puesto que, en realidad, sé perfectamente por qué, ¿qué sensación experimentaría si pudiera, si fuese libre, si no me hallara esclavizado por mi condicionamiento?
– Pero, Bernard, dices unas cosas horribles.
– ¿Es que tú no deseas ser libre, Lenina?
– No sé qué quieres decir. Yo soy libre. Libre de divertirme cuanto quiera. Hoy día todo el mundo es feliz.
Bernard rió.
– SI, hoy día todo el mundo el feliz. Eso es lo que ya les decimos a los niños a los cinco años. Pero ¿no te gustaría tener la libertad de ser feliz… de otra manera? A tu modo, por ejemplo; no a la manera de todos.
– No comprendo lo que quieres decir -repitió Lenina. Después, volviéndose hacia él, imploró-: ¡Oh!, volvamos ya, Bernard. No me gusta nada todo esto.
– ¿No te gusta estar conmigo?
– Claro que sí, Bernard. Pero este lugar es horrible.
– Pensé que aquí estaríamos más… juntos, con sólo el mar y la luna por compañía. Más juntos que entre la muchedumbre y hasta que en mi cuarto. ¿No lo comprendes?
– No comprendo nada -dijo Lenina con decisión, determinada a conservar intacta su incomprensión-. Nada.
– y prosiguió en otro tono-: Y lo que menos comprendo es por qué no tomas soma cuando se te ocurren esta clase de ideas. Si lo tomaras olvidarías todo eso. Y en lugar de sentirte desdichado serías feliz. Muy feliz -repitió.
Y sonrió, a pesar de la confusa ansiedad que había en sus ojos, con una expresión que pretendía ser picarona y voluptuosa.
Bernard la miró en silencio, gravemente, sin responder a aquella invitación implícita. A los pocos segundos, Lenina apartó la vista, soltó una risita nerviosa, se esforzó por encontrar algo que decir y no lo encontró. El silencio se prolongó.
Cuando, por fin, Bernard habló, lo hizo con voz débil y fatigada.
– De acuerdo -dijo-; regresemos.
Y pisando con fuerza el acelerador, lanzó el aparato a toda velocidad, ganando altura, y al alcanzar los mil doscientos metros puso en marcha la hélice propulsara. volaron en silencio uno o dos minutos. Después, súbitamente, Bernard empezó a reír. De una manera extraña, en opinión de Lenina; pero, aun así, no podía negarse que era una carcajada.
– ¿Te encuentras mejor? -se aventuró a preguntar.
Por toda respuesta, Bernard retiró una mano de los mandos, y, rodeándola con un brazo, empezó a acariciarle los senos.
Gracias a Ford -se dijo Lenina- ya está repuesto.
Media hora más tarde se hallaba de vuelta a las habitaciones de Bernard. Éste tragó de golpe cuatro tabletas de soma, puso en marcha la radio y la televisión y empezó a desnudarse.
– Bueno -dijo Lenina, con intencionada picardía cuando se encontraron de nuevo en la azotea, el día siguiente por la tarde-. ¿Te divertiste ayer?
Bernard asintió con la cabeza. Subieron al avión. Una breve sacudida, y partieron.
– Todos dicen que soy muy neumática -dijo Lenina, meditativamente, dándose unas palmaditas en los muslos.
– Muchísimo.
Pero en los ojos de Bernard había una expresión dolida. Como carne, pensaba.
Lenina lo miró con cierta ansiedad.
– Pero no me encuentras demasiado llenita, ¿verdad?
Bernard denegó con la cabeza. Exactamente igual que carne.
– ¿Me encuentras al punto?
Otra afirmación muda de Bernard.
– ¿En todos los aspectos?
– Perfecta -dijo Bernard, en voz alta.
Y para sus adentros: Ésta es la opinión que tiene de sí misma. No le importaba ser como la carne.
Lenina sonrió triunfalmente. Pero su satisfacción había sido prematura.
– Sin embargo -prosiguió Bernard tras una breve pausa-, hubiese preferido que todo terminara de otra manera.