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Para mí, el hecho de que fuera extranjera incrementaba las posibilidades de que no fuera capaz de reconocer la estupidez que burbujeaba en el interior de Ro

Ro

Por el momento, preferí quedarme donde estaba. La semana antes, después de beberme dos latas de cerveza, había logrado reunir el valor para sentarme junto a ella y presentarme de modo informal. Ella escuchó mis consejos de vendedor, se rió de mis batallitas con una risa espontánea, contagiosa, casi convulsiva, que brotaba con una ligera sacudida del tronco. Y me habló de las novelas que le gustaban, de que cuando acabara el verano empezaría a estudiar en Mount Holyoke, donde había decidido hacer una doble especialidad en filosofía y literatura contemporánea. Le encantaba vivir en Estados Unidos, pero añoraba la música de la India, la comida callejera, las docenas de variedades de mango que había en los mercados. La conversación fue maravillosa, prometedora, pero no me lancé hasta casi las dos de la mañana, y apenas había conseguido superar el nerviosismo inicial cuando la chica anunció que necesitaba dormir un poco.

La vi a la mañana siguiente, pero me limité a sonreír educadamente y decir buenos días para no demostrar que me gustaba. Ahora estaba muy quieto, mantenía la mirada apartada tanto como podía y entonces lanzaba alguna miradita. Y al final me quedé mirando cómo hablaban mientras trataba de no recordar los dos cadáveres que había visto esa noche. Aunque en realidad lo de «cadáveres» sonaba un poco aséptico. La verdad es que no había visto dos cadáveres. Había visto a dos personas vivas que se convertían en cadáveres. Eso tendría que haber bastado para apartar mi pensamiento de Chitra, de la curva grácil de su cuello, del canalillo que se insinuaba por el escote de su blusa blanca. Tendría que haber bastado, pero no fue así.

Entretanto, el Jugador ya había empezado a hablar. Había dicho algo sobre la importancia de la actitud, sobre el hecho de que la gente estaba deseando comprar lo que nosotros vendíamos.

– Oh, sí, amigos míos -exclamó. Tenía el rostro sonrojado, pero no por el esfuerzo, sino con el rubor propio de la plenitud-. Los veo ahí fuera cada día. Ante sus casas, con sus piscinas de plástico, sus triciclos y sus estatuas de niños negros. Sabéis lo que son, ¿verdad? Son cutres. Quieren comprar algo. Sus ojos ávidos no dejan de buscar, y piensan «¿Qué puedo comprar? ¿En qué puedo gastar mi dinero que me haga sentirme mejor?» -El Jugador hizo una pausa, se desabrochó el botón de su camisa azul y se aflojó el nudo de la corbata con un dedo, como el cómico Rodney Dangerfield en su programa No respect-. Porque, veréis, ellos no entienden lo que es el dinero. Vosotros sí. Quieren deshacerse de él. Quieren que lo tengáis vosotros. ¿Sabéis por qué? Porque está bien tener dinero. ¿Conocéis esas canciones? Ya sabéis, esas que dicen que el dinero no importa. Solo el amor es importante. Sí, eso mismo. El amor. Encuentras a tu amor especial y, mientras podáis estar juntos, lo demás no importa. Podéis vivir en una choza ruinosa, tener un coche viejo y hecho polvo, pero no importa, porque os queréis. Qué bonito.

Y entonces lo hizo. Extendió los brazos, como si estuviera a punto de abrazar a un oso y se quedó en esa pose. No lo hacía en cada sesión, ni siquiera cada fin de semana, pero ya le había visto hacerlo tres o cuatro veces. Era de lo más teatral, pero a la gente le encantaba. Todos se pusieron a aplaudir y a vitorearlo, mientras él se mantenía en aquella posición durante veinte o treinta segundos. Luego siguió con el discursito.

– Sí -dijo-, muy bonito. Pero lo que no dicen esas canciones es lo que pasa cuando el tipo de un barrio más acomodado pasa con su Cadillac nuevo de camino a su bonita casa y le guiña un ojo a tu mujer enamorada que está plantada delante de su casita ruinosa. Entonces el coche hecho polvo no te parece suficiente.

»La gente a la que vendemos está buscando algo. Y vosotros también. Están buscando lo que vosotros podéis darles… la sensación de estar haciendo lo correcto. Señor, es tan bonito… ¿Creéis en Dios? Porque tendríais que darle las gracias ahora mismo por haberos permitido encontrar este trabajo que os permite ayudar a otros mientras os ayudáis a vosotros mismos.





Y siguió con lo mismo durante otra media hora. El Jugador conseguía que los que habían logrado hacer una venta se sintieran como reyes, y los que no, estuvieran deseando salir allá afuera y volver a intentarlo. Aquel hombre tenía una energía increíble que yo veía y entendía, pero me dejaba indiferente. Allá donde los demás se alimentaban de su entusiasmo, yo veía mezquindad, como si no fuera el dinero sino la ira la que le permitía seguir adelante. Yo veía a un hombre dispuesto a robarle alegremente la pobre esposa enamorada a un hombre pobre pero enamorado por el simple placer de hacerlo.

– Bueno, hay otra cosa -dijo el Jugador a la chusma. Estaba sin aliento, ligeramente encorvado, y respiraba hondo-. Acabo de enterarme de que podría haber un periodista interesado en nosotros. No conozco los detalles, pero esa persona quiere estudiar de cerca lo que hacemos. Es posible que incluso esté ya entre nosotros. Así que dejad que os diga una cosa, amigos. Un titular como «Vendedores de enciclopedias llevan el conocimiento y abren posibilidades a familias necesitadas» no vende tanto como «Vendedores de enciclopedias engañan al consumidor». Por mucho que cueste creerlo, así es como quieren mostrarnos. Así que, si un periodista se acerca a alguno de vosotros, no quiero que le digáis nada. «Sin comentarios.» ¿Me habéis oído? Averiguad cómo se llama, para quién trabaja, y si podéis conseguir una tarjeta de visita y traérmela, mejor. ¿Estamos todos de acuerdo?

– ¡Sí! -corearon todos con voz atronadora.

– Esa gente quiere que dejéis de ganar dinero y que nuestros clientes no tengan acceso al conocimiento. No sé qué problema hay, pero mientras yo sea el responsable de este grupo, seguiremos haciendo del mundo un lugar mejor y de paso ganaremos mucho dinero.

Después de la reunión, todos salimos hacia la piscina, como hacíamos todas las noches.Yo me movía entre los demás tratando de no perder de vista a Chitra. Oí que le decía algo a Ro

Junto a la piscina, los jefes de equipo cogían cajones de cerveza y los metían en las neveras. Alguien sacaría una radio o un casete. Si a la gente de las otras habitaciones les molestaba el ruido, nunca dijeron nada.

Yo siempre me unía al grupo, al menos durante un rato, pero aquella noche no estaba de humor. Necesitaba estar solo. La reunión había sido una tortura, pero al menos me había servido para distraerme un poco. Ahora que volvía a estar solo, necesitaba marcharme. No estaba de humor para conversaciones insustanciales y chistes estúpidos. Tenía miedo de echarme a llorar si me tomaba una o dos cervezas.

Volví a mi habitación. Había dos camas para cuatro personas. Ro