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Cuando volvíamos al motel, él siempre nos hablaba de sus ventas y compartía con nosotros algunos de los incidentes más inverosímiles de su colorida vida. Nos contó que durante un tiempo lo habían cogido como bajista de Molly Hatchet, que le habían pedido que se alistara en los SEAL de la Marina, que le había metido mano a Adrie

Aunque también alardeaba de cosas que sí eran ciertas. Como la última vez que estuvimos en Jacksonville y robó una llave maestra de uno de los carritos de la limpieza y se coló en media docena de habitaciones, y robó cámaras, relojes y dinero en metálico de las carteras. El tipo se moría de risa cuando vio a Sameen, el propietario indio, defendiendo a su mujer -que era la que se encargaba de la limpieza- de la acusación de ladrona. Nos dijo que el año anterior, antes de las elecciones, se había puesto traje y corbata y fue por todas partes pidiendo donativos para la campaña del partido Republicano. Hacía que la gente extendiera los cheques a nombre de «R. N. C», y luego él completaba el apellido. Y en los sórdidos bancos de la Autopista Federal no tenían problemas para hacer efectivos los cheques a nombre de R. N. Cramer.

Esa noche estaba hablando de una pelirroja que no había dejado de insinuársele mientras su marido miraba con impotencia.

– ¿Seguro que no era el marido el que te quería? -pregunto Scott, y las palabras salieron en forma de un escupitajo chillón a causa del marcado defecto de pronunciación que tenía.

– Cí, ceguro -dijo Ro

Para ser alguien a quien acababan de insultar, golpear e imitar a causa de un defecto en el habla, Scott se lo tomó muy bien. Sentí un ramalazo compasivo de rabia por una persona a la que no podía soportar.

– ¿Cómo sabes cómo huele un montón de mierda si no te has acercado a olerlo? -preguntó Scott sabiamente.

– Imbécil, cómo huele un montón de mierda porque eztoy centado al lado de uno. -Aun así, Ro

Cuando llegamos al motel, atravesamos el aparcamiento principal, situado entre dos zonas de aquel complejo de dos pisos en forma de L. Allí estaban los coches de los perdidos, los errantes, los que se habían quedado sin gasolina, los fatigados, gente que había dejado sus sueños en el norte o el oeste y que ahora estaban deseando que su vida cobrara sentido a partir de algo tan simple como la ausencia de nieve. A la luz del día, los edificios eran de color verde claro y turquesa, una sinfonía cromática de Florida. Por la noche parecían desoladoramente grises.

Entramos en la habitación del Jugador. Su verdadero nombre era Ke





Seguramente tendría cincuenta y tantos, aunque aparentaba menos. El pelo blanco y algo largo le daba un aire angelical, y tenía una de esas sonrisas espontáneas que le convertía en un as de las ventas. Cuando hablaba contigo te miraba directamente a los ojos, como si fueras la única persona en el mundo. Sonreía a todos con una especie de afecto, y las arrugas que rodeaban sus ojos se marcaban con buen humor. «Un jodido vendedor nato», lo había llamado Bobby. Aún vendía puerta por puerta dos o tres días por semana, para mantenerse en forma, y corría el rumor de que hacía más de cinco años que no perdía una venta.

Cuando entré, el Jugador aún no había llegado. Siempre era el último en aparecer, y entraba como una estrella de cine. Ro

Finalmente, el equipo de Gainsville del Jugador entró con el aire de superioridad y las maneras propias del séquito de un rey. El Jugador conducía una furgoneta, lo que significaba que su equipo era grande -nueve personas en total-, aunque solo había una mujer. Aquel oficio era especialmente duro para las mujeres, e incluso las buenas no duraban más de dos o tres semanas. Raro era el equipo en el que había más de una mujer. Las largas horas caminando por calles desiertas, el hecho de tener que entrar solas en casa de desconocidos, los clientes lascivos y las insinuaciones de los otros vendedores hacían estragos entre ellas y, con gran pesar, yo tenía la sospecha de que aquella tampoco duraría. A pesar de eso, no había dejado de pensar en ella desde que apareció el fin de semana anterior.

Chitra. Chitra Radhakrishnan. Durante aquella semana me había descubierto varias veces pronunciando su nombre en voz alta solo por el placer de oírlo. El nombre me sonaba un poco como su acento. Suave, melodioso, lírico. Y era guapa. Sorprendente. Mucho más que ninguna mujer a la que yo me considerara con derecho a admirar, aunque fuera de lejos. Alta y delicada, con piel de color caramelo, pelo negro recogido en una cola de caballo y ojos grandes del color del café con leche desnatada. Los dedos eran largos y afilados, rematados con un llamativo pintaúñas rojo, y llevaba montones de anillos de plata, incluso en el pulgar, cosa que yo no había visto nunca.

Apenas la conocía, solo había charlado una vez con ella, pero sus palabras me habían resultado electrizantes. A pesar de todas estas cosas, no habría sabido decir por qué me había cautivado. Había otras mujeres en el grupo, aunque no muchas, y, en el sentido más objetivo de la palabra, las había mucho más guapas, pero nunca me había dado por enamorarme de ninguna.

Tuve que plantearme la posibilidad de que fuera porque era extranjera. Quizá el hecho de que fuera hindú en medio de tantos blancos la convertía en una inadaptada y por tanto en alguien inaccesible. O quizá, a pesar de su belleza, que era mucha, había algo de torpeza en ella, la manera de andar, la forma ausente y modesta con que ladeaba la cabeza al hablar.

Fuera lo que fuese, yo no era el único que la admiraba. Incluso Ro

Sentí una ira reconfortante… reconfortante por su familiaridad y porque no tenía nada que ver con el asesinato, que durante unos momentos quedó aparcado en algún rincón de mi mente. Entiendo que a Ro

Apenas la conocía, pero estaba convencido de que era inteligente y razonable, y sabía que era de la India. Vivía en Estados Unidos desde los once años -me lo había dicho en una breve conversación que conseguí mantener con ella el sábado anterior, por la noche-, pero seguía siendo una extranjera. Hablaba bien el inglés, porque antes de venir había estudiado, pero lo hacía con la misma formalidad que muchos extranjeros, como si siempre estuviera tropezando con algo, siempre estuviera tomando decisiones, preocupada por posibles errores.