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Olvidé el dolor de mi hombro izquierdo. Necesitaba encontrar a Mattingly. Inmediatamente. Antes de que se marchase. Me volví bruscamente ante Sheridan y retrocedí por la cubierta. Mi pistola. No iba a abordar a Mattingly sin mi Smith & Wesson. Fui al lugar en el que la había dejado, donde estaban Bledsoe y el capitán.

La bolsa no estaba. La busqué durante un rato, pero sabía que era inútil. Dos camisetas, un jersey, un par de vaqueros y una Smith & Wesson de trescientos dólares yacían junto con Vergil en cincuenta mil toneladas de centeno.

– Me voy -le dije al capitán-. Tengo una idea y necesito ponerla en práctica. Mejor será que mande a uno de sus cocineros a prepararle té caliente con mucho azúcar. No está bien -señalé con el dedo hacia Bledsoe. No esperé la respuesta de Bemis y me marché.

No fue difícil salir del Lucelia. Estaba en el fondo de la esclusa, con la cubierta a la altura del muelle. Colgándome de los cables del costado, salté con facilidad los dos pies que separaban la popa alzada y el lado de la esclusa. Mientras me abría paso por la estrecha banda de tierra que me separaba de la esclusa MacArthur, pasé junto a un equipo de salvamento de la Guardia Costera y del Cuerpo de Ingenieros Navales. Hombres con trajes verdes, médicos, una camilla; una solemne procesión preparada para un gran desastre. Detrás, naturalmente, llegaba un equipo de la televisión. Fueron los únicos que se fijaron en mí. Uno de ellos me metió un micrófono bajo la nariz y me preguntó si venía del barco y si sabía lo que había pasado.

Me encogí de hombros confusa y dije en italiano que no hablaba inglés. Desilusionado, el cámara siguió su camino detrás de la Guardia Costera.

La encrucijada se extendía ante mí: dos tiras de cemento bordeando un trozo de césped. El viento helado me dañaba el hombro. Quise correr pero no pude. Tenía las piernas como columnas de plomo y no querían llevarme. Llegué a las compuertas cerradas ante la esclusa MacArthur y me abrí paso a través del estrecho sendero que pasaba por encima. Debajo de mí yacían las rocas que bordean el canal que conduce al lago Hurón. Había sido una suerte que las compuertas aguantaran.

Una enorme multitud se había reunido en el muelle. Me hizo falta tiempo y. energía para abrirme paso entre la gente. Mattingly ya no estaba allí.

Antes de seguir avanzando a codazos, contemplé el Lucelia durante un minuto. Era una visión aterradora. La proa y la popa, ambas alzadas sobre la esclusa en ángulos dentados. Varios cables se habían soltado del autodescargador y colgaban absurdos sobre los restos de la cubierta. Centeno mojado surgía de las bodegas abiertas en una mancha amarilla sobre las partes visibles de las cubiertas rotas. Miré fijamente a las figuras que había a bordo y supuse que Bledsoe se habría metido dentro por fin. Un helicóptero había aterrizado junto a la proa, y de él salían hombres con camillas.

La multitud disfrutaba del espectáculo. Los desastres en directo son atracciones maravillosas cuando estás a salvo al otro lado. Mientras mirábamos, -la Guardia Costera pescó un cuerpo muerto del agua y un estremecimiento de placer recorrió el muelle. Me di la vuelta, me abrí paso escaleras abajo y crucé la calle para entrar en un pequeño café.

Pedí una taza de chocolate caliente. Como Bledsoe y la tripulación, yo también había recibido un choque y necesitaba líquido caliente y azúcar. El chocolate era lamentable, hecho con polvos y agua, pero estaba dulce y el calor se fue extendiendo gradualmente por el interior de mis dedos entumecidos.

Pedí otro y una hamburguesa con patatas fritas. No sé qué instinto me dijo que las calorías en semejantes circunstancias me sentarían bien. Apreté la taza de plástico contra mi cansada frente. Así que Mattingly ya se había ido. De vuelta a Chicago en coche, a menos que tuviese un avión privado esperándole en el pequeño aeropuerto de Sault Ste. Marie.

Me comí la hamburguesa, un mazacote negro y grasiento, de unos cuantos bocados. Lo mejor que podía hacer era llamar a Bobby Mallory y decirle que vigilase a Mattingly cuando llegase a Chicago. Después de todo, yo no podía perseguirle.

Tan pronto como me terminé las patatas fritas, me fui en busca de un teléfono público. Había uno en la parte de fuera de la cabina de observación, pero había ocho personas haciendo cola fuera para utilizarlo. Finalmente encontré otro tres manzanas más allá, frente a un hotel incendiado. Llamé al aeropuerto de Sault Ste. Marie. El único vuelo a Chicago salía dos horas más tarde. Reservé una plaza y busqué una compañía de taxis para que me mandase un coche que me llevase al aeropuerto.

Sault Ste. Marie es aún más pequeño que Thunder Bay. El aeropuerto era un hangar y una cabaña, ambos muy castigados por los elementos. Unos cuantos aviones privados, Cessnas y cosas así, se encontraban en el extremo del campo. No vi nada que pareciese un avión comercial. Tampoco veía gente. Finalmente, después de caminar por allí durante diez minutos mirando por los rincones, encontré a un hombre tumbado de espaldas bajo un avión minúsculo.

Salió a regañadientes en respuesta a mis gritos.

– Estoy buscando el avión de Chicago.

Se pasó una mano grasienta por la cara ya sucia.

– Aquí no están los aviones de Chicago. Este lugar sólo lo usan unos cuantos aviones privados.

– Pero si acabo de llamar. Hice una reserva.

Sacudió la cabeza.



– El aeropuerto comercial está a veinte millas carretera abajo. Es mejor que vaya usted allí.

Sentí un peso sobre los hombros. No sabía de dónde sacar la energía para recorrer otras veinte millas. Suspiré.

– ¿Tiene algún teléfono desde el que pueda llamar a un taxi?

Señaló con un gesto el extremo más alejado del polvoriento edificio y volvió a meterse debajo del aeroplano.

Se me ocurrió una cosa.

– ¿Martin Bledsoe guarda su avión aquí o en el otro aeropuerto?

El hombre volvió a mirarme.

– Estaba aquí. Cappy se fue en él hace unos veinte minutos.

– ¿Cappy?

– Su piloto. Un tipo llegó y dijo que Bledsoe quería que le llevase a Chicago.

Estaba demasiado cansada para sentir nada más: sorpresa, asombro o rabia. Mis emociones estaban lejos.

– ¿Un tipo con el pelo muy rojo? ¿Con una cicatriz en el lado izquierdo de la cara?

El mecánico se encogió de hombros.

– No me fijé en la cicatriz. Desde luego que tenía el pelo rojo.

Cappy le había estado esperando. Bledsoe le había telefoneado y se lo había dicho la noche anterior. Todo lo que sabía el mecánico era que le había encargado a Cappy un viaje a Chicago. El tiempo seguía siendo bueno sobre el lago Michigan. Estarían allí alrededor de las seis. Volvió a meterse bajo el aparato.

Me fui tambaleante y encontré un teléfono, un viejo cacharro negro del tipo de los que a la compañía de teléfonos le avergüenza vender hoy en día. La compañía de taxis accedió a mandarme un coche para que me llevase al otro aeropuerto a tiempo para coger el avión.

Me encogí en la acera frente al hangar mientras esperaba, demasiado cansada como para permanecer de pie, luchando contra el sueño. Me preguntaba entre sueños qué haría si el taxi no me llevaba a tiempo al otro aeropuerto.

Esperé largo tiempo. La bocina del taxi me despertó de mi ensueño y me puse de pie. Me volví a dormir por el camino. Llegamos al Aeropuerto Internacional de Chippewa County con diez minutos de margen. Otra terminal minúscula, donde un gordo amistoso me vendió el billete y nos ayudó a mí y a otros dos pasajeros a subir a bordo del avión de hélice.

Pensé que dormiría durante todo el vuelo, pero no dejé de darle vueltas a la cabeza inútilmente durante el viaje interminable. El avión se detuvo en tres pequeñas ciudades de Michigan. Soporté el viaje con la pasividad producida por tantas emociones. ¿Por qué habría hecho volar Bledsoe su propio barco? ¿Qué más haría Mattingly para él? Bledsoe me había invitado dócilmente a echar un vistazo a sus papeles financieros. Y aquello significaba que los papeles realmente importantes estaban en otra parte y los libros falsos estaban a disposición de los banqueros y los detectives. Pero había sufrido un auténtico choque cuando el Lucelia explotó. Aquella cara gris no era fingida. Bien, puede que sólo quisiera averiarlo ligeramente para poder cobrar el seguro y acabar con sus obligaciones financieras. No querría que su orgullo saltase en pedacitos por el aire, pero quizá Mattingly utilizó un explosivo equivocado. O demasiado potente. En cualquier caso, se había pasado.