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La cocinera vacilaba al borde del barco, tratando de agarrarse a los cables de acero. Quise ir en su ayuda, pero la cubierta era demasiado inestable; intenté acercarme a ella y caí de nuevo al suelo. Vi con horror cómo perdía el equilibrio y caía por el costado. Sus gritos se ahogaron en un rugido que tapó todos los demás sonidos.

Volvíamos a enderezarnos. No teníamos la flotabilidad de un barco en el agua, sino que nos balanceábamos como mecidos en el aire. El comentario de Sheridan en el desayuno me vino a la mente: el Fitzgerald levantado en el aire y partido en dos. No entendía lo que estaba ocurriendo, por qué nos alzábamos, por qué no había agua que nos empujase hacia arriba, pero me sentía muy mal.

Bledsoe estaba de pie junto a mí con la cara gris. Me agarré al auto descargador para sujetarme y me levanté por segunda vez. La tripulación se arrastraba alejándose de los lados abiertos del barco hacia la cabina del piloto, pero no podíamos ayudarnos unos a otros. El barco era demasiado inestable.

Mientras subíamos, se alzaban a nuestro lado chorros de agua, como geiseres gigantes entre los costados del barco y la esclusa. Se levantaban hacia el cielo como cortinas que nos separaban de la tierra y luego del cielo. A unos cien pies por encima de nosotros el agua corría antes de caer como un torrente sobre la cubierta, volviendo a golpearme, golpeando a todo el mundo. Oí gritar a algunos de los hombres que estaban junto a mí.

Miré estúpidamente a través de la cortina de agua, intentando ver a los hombres de los costados con los cables. No podían estar sujetándolos, no podían retener al barco mientras se alzaba dando bandazos, sacudiéndose hacia delante y hacia atrás entre sus límites de cemento.

Agarrada al autodescargador, conseguí ponerme de rodillas. Un muro de agua golpeaba la compuerta delantera, arrancándole trozos. Grandes pedazos de madera volaban por el aire y desaparecían entre las cortinas de agua que aún se alzaban a los lados del barco.

Quise cerrar los ojos, borrar el desastre, pero no podía dejar de mirar estremecida de horror. Era como un viaje de marihuana. Trozos de la esclusa caían a cámara lenta. Los veía todos, cada uno de los fragmentos, cada gota de agua, sabiendo al mismo tiempo que la escena se estaba desarrollando muy deprisa.

Cuando ya parecía que nada podría impedir que nos hundiéramos hacia adelante y nos estrelláramos contra las rocas en los rápidos que estaban ante nosotros, se oyó un profundo grito por encima del rugido, como el grito de un millón de mujeres sollozando de angustia, un grito inhumano. La cubierta se partió ante mi vista.

La gente intentaba gritarse unos a otros que aguantasen, pero nadie podía oír a nadie por encima de aquellos chillidos mientras las vigas se retorcían y rompían y el barco se partía en dos. Los geiseres de agua cesaron repentinamente. Volvimos a caer a la esclusa, moviéndonos hacia adelante y hacia atrás a gran velocidad, embistiendo las compuertas de atrás y el fondo con un impacto como de huesos. La cubierta de una escotilla se soltó y golpeó a uno de los hombres de la tripulación. Empezó a salir centeno mojado, cubriendo a todo el mundo con un pálido barro dorado. La cubierta se inclinaba hacia la rotura y yo me así con todas mis fuerzas al autodescargador para no caer al centro. El gigante roto se quedó quieto.

18

Tras el rugido de la explosión y los gritos del barco, el aire quedó en calma; todos los demás sonidos pasaban a través de él. La gente chillaba, tanto en el Lucelia como en tierra. A lo lejos se empezaban a oír las sirenas. Cada pocos segundos, otro trozo de la cubierta se rompía y caía por el plano inclinado hacia la abertura del centro.

Me temblaban las piernas. Me solté del autodescargador y me froté los músculos de mi hombro dolorido. Bledsoe seguía de pie junto a mí con los ojos vidriosos y la cara gris. Quise decirle algo, pero no me salían las palabras. Una explosión. Alguien había hecho explotar un barco de sesenta mil toneladas. Sesenta mil toneladas. Sesenta mil toneladas. Las palabras zumbaban sin sentido en mi cerebro.

La cubierta flotaba arriba y abajo ante mí; creí que volvía a alzarme. Mis temblorosas piernas se doblaron y me desmayé. Sólo me desvanecí unos pocos segundos, pero me quedé tumbada en la cubierta hasta que se me pasó el mareo y luego me obligué a ponerme en pie. Bledsoe seguía allí junto a mí.

Vi al capitán Bemis tambaleándose a la entrada de la cabina. Red, el timonel, le seguía con las dos pulgadas de cigarro aún en la boca. Caminó pesadamente hacia babor. Le oí dando arcadas detrás de mí.

– ¡Martin! ¡Nuestro barco! ¡Nuestro barco! ¿Qué ha pasado? -Era el capitán Bemis.

– Han puesto explosivos en su casco, capitán. -Las palabras venían de lejos. Bemis me miraba de un modo extraño. Me di cuenta de que era yo la que había hablado.

Sacudió la cabeza como un muñeco de muelle; no podía dejar de sacudirla.

– No. En mi barco no. Tiene que haber sido en la esclusa.



– No puede ser -intenté ponerme a discutir con él, pero el cerebro se me ablandó. Quería dormir. Flotaban imágenes sin sentido en la niebla gris de mi mente. Los geiseres de agua alzándose sobre el barco. El agua cambiando de color cuando el Lucelia se abría paso a través de ella. Los surcos que la hélice abría en el agua cuando salíamos de Thunder Bay. Una figura oscura con traje de buceador que salía del agua.

La figura con traje de buceador. Aquello significaba algo. Me esforcé por concentrarme en ello. Esa era la persona que puso los explosivos. Lo hicieron ayer. En Thunder Bay.

Abrí la boca para soltarlo, pero me tragué las palabras. Nadie estaba en estado de asimilar semejantes noticias.

Keith Winstein se abrió paso hasta nosotros. Su rostro estaba surcado de lágrimas y barro.

– Karpansky y Bittenberg. Los dos… los dos han muerto, señor. Estaban en la orilla con los cables. Deben… deben de haberse estrellado contra el costado. -Tragó saliva y se estremeció.

– ¿Quién más? -preguntó Bemis.

– Arma. Se cayó por la borda. Se… quedó aplastada. No tuvo la menor oportunidad. Vergil se cayó a la bodega. ¡Dios mío! Se cayó en la bodega y se ahogó en el centeno -empezó a reír y llorar como un loco-. ¡Ahogado en centeno! ¡Oh, Dios! -gritó-. ¡Ahogado en centeno!

La concentración y la energía volvieron al rostro del capitán Bemis. Se enderezó y cogió a Winstein por los hombros, sacudiéndole fuerte.

– Escucha, piloto. Los que quedan siguen estando bajo tu responsabilidad. Reúnelos. Mira a ver quién necesita cuidados médicos. Llama por radio a la Guardia Costera para que manden un helicóptero.

El piloto asintió. Dejó de sollozar, dio unos cuantos suspiros más y se volvió hacia la tripulación aturdida.

– Martin también necesita ayuda -dije-. ¿Puede obligarle a sentarse? -Yo necesitaba apartarme de la multitud de cubierta. En alguna parte, fuera del alcance de mi mente, flotaba cierta información importante. Si pudiera irme, permanecer despierta, obligarme a concentrarme… Comencé a retroceder hacia la cabina.

Al ir hacia allí me crucé con el jefe de máquinas. Estaba cubierto de barro y aceite. Parecía un minero después de llevar tres semanas en el pozo. Sus ojos azules miraban con horror a través de su máscara negra.

– ¿Dónde está el capitán? -me preguntó con sequedad.

– En cubierta. ¿Cómo están las cosas abajo?

– Tenemos un hombre con una pierna rota. Es el único herido, gracias a Dios. Pero hay agua por todas partes. El motor de babor ha desaparecido… Era una bomba, ¿sabe? Cargas de profundidad. Deben de haberla puesto justo en la viga central… Activada a distancia. Pero ¿por qué?

Sacudí la cabeza, impotente, pero sus palabras sacudieron mi mente. Si fue activada por control remoto, tuvo que ser alguien que estaba en la orilla. Mirando. El hombre de pelo rojo y un par de prismáticos. Howard Mattingly, el jugador suplente de hockey, tenía el pelo así. Boom Boom le había visto en algún sitio en el que no debía estar hacía tres semanas. Y ahora estaba en el muelle mirando con unos prismáticos cuando el Lucelia saltó por los aires.