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Llamé a Margolis, el capataz del silo, para explicarle que me retrasaría, quizá hasta el día siguiente. A medio día la policía terminó conmigo y se llevó el cuerpo en una camilla. Iban a sellar el apartamento hasta que acabasen de tomar huellas y de analizarlo todo.
Eché un último vistazo. O los intrusos habían encontrado lo que habían venido a buscar, o mi primo había escondido lo que buscaban en otra parte, o no había nada que encontrar y ellos huyeron asustados. Mi mente voló hacia Paige Carrington. ¿Cartas de amor? ¿Cuan cercana había estado ella a Boom Boom en realidad? Tenía que volver a hablar con ella. Puede que también con alguno de los amigos de mi primo.
La señora Kelvin estaba sentada muy rígida en el borde de uno de los mullidos sofás blancos del portal. Cuando salí del ascensor, vino hacia mí.
– Tengo que hablar con usted. -Su voz era ronca, la voz de alguien que quiere llorar y en lugar de ello se pone furiosa.
– Muy bien, tengo un despacho en el centro. ¿Le parece bien?
Miró a su alrededor, en el poco íntimo portal, a los vecinos que la miraban al salir y entrar del ascensor, y asintió. Me siguió en silencio afuera y fue detrás de mí hasta Delaware, donde había encontrado un sitio donde aparcar mi pequeño Mercury. Algún día tendré dinero para comprarme algo bueno de verdad, como un Audi Quattro, por ejemplo. Pero mientras tanto compro cosas americanas.
La señora Kelvin no dijo nada de camino al centro. Aparqué el coche en un garaje enfrente del edificio Pulteney. No se dignó echar ni una mirada al suelo de mosaico sucio ni a las paredes de mármol lleno de agujeros. Por suerte, el fatigado ascensor funcionaba. Bajó crujiendo hasta la planta baja y me evitó el sofoco de tener que pedirle que subiera andando los cuatro pisos hasta mi oficina.
Nos encaminamos hacia el extremo este del pasillo, donde mi oficina domina la avenida Wabash, del lado en el que los alquileres baratos lo son mas aún debido al ruido que hay. Un tren chirriaba al pasar cuando abrí la puerta y la conduje hasta el sillón que guardo para las visitas.
Me senté tras el escritorio, un gran mueble de madera que conseguí en una subasta de la policía. Mi escritorio está frente a la pared, así que entre mis clientes y yo no hay más que un espacio abierto. Nunca me gustó utilizar los muebles para esconderme o intimidar a nadie.
La señora Kelvin se sentó muy tiesa en el sillón, con el bolso negro recto sobre el regazo. Su pelo negro estaba muy estirado y retirado de la cara por medio de ondas severamente dominadas. No llevaba más maquillaje que un lápiz de labios naranja oscuro.
– Habló usted con mi marido el martes por la noche, ¿verdad? -dijo finalmente.
– Sí, así es. -Mantuve una voz neutra. La gente habla más si te conviertes en parte de su decorado.
Asintió para sí.
– Vino a casa y me lo contó. Su trabajo le resultaba aburridísimo, así que cualquier cosa fuera de lo corriente que pasase me la contaba -volvió a asentir-. Usted es la albacea del joven Warshawski o algo por el estilo, ¿no?
– Soy su prima y su albacea. Me llamo V. I. Warshawski.
– Mi marido no era aficionado al hockey, pero le gustaba el joven Warshawski. El caso es que volvió a casa el martes por la noche, o sea, ayer por la mañana, y me dijo que una engreída joven blanca le había dicho que tenía que vigilar el apartamento del chico. Era usted.
Volvió a asentir. Yo no dije nada.
– Pues a Henry no le hacía falta que nadie le dijese lo que tenía que hacer -dio medio sollozo enfadado y de nuevo se controló-. Pero le dijo usted especialmente que no dejase entrar a nadie en su apartamento. Así que tenía usted que saber que iba a ocurrir algo raro, ¿no?
La miré con firmeza y negué con la cabeza.
– El portero de día, Hinckley, había dejado entrar a alguien en el apartamento sin que yo lo supiese con anterioridad. Había allí cosas que cualquier fanático chiflado podía haber encontrado de valor; su palo de hockey y cosas así; y documentos legales. No quería que nadie anduviese por allí.
– ¿No sabía usted que alguien iba a asaltar el piso?
– No, señora Kelvin. Si hubiese tenido alguna sospecha de ese tipo, hubiese tomado mayores precauciones.
Apretó los labios.
– Dice usted que no tenía sospechas. Y aun así tuvo que decirle a mi marido lo que tenía que hacer.
– Yo no conocía a su marido, señora Kelvin. Nunca le había visto antes. Así que no podía saber si era la clase de persona que se toma su trabajo en serio. No trataba de decirle cuál era su deber, sino que intentaba salvaguardar los intereses de mi primo.
– Bueno, él me contó, me dijo: «No sé quién creerá esa chica, usted, que se va a meter allí. Pero no voy a quitarle la vista de encima.» Así que se hizo el héroe y le mataron.
– Lo siento -dije.
– Sentirlo no le devolverá la vida.
Después de que se hubo marchado me quedé un buen rato sentada sin hacer nada. En cierto modo tenía la sensación de haber enviado al viejo a la muerte. Me había fastidiado el martes, haciéndome sentir como si estuviese hablando con la puerta del ascensor o algo así. Pero se había tomado lo que le había dicho muy en serio: más que yo misma. Debía haber estado vigilando sin parar la puerta del piso veintidós desde su pantalla de TV y vería entrar a alguien en el piso de mi primo. Entonces habría subido tras él. El resto estaba desagradablemente claro.
Era verdad que yo no tenía razón alguna para pensar que nadie fuese a entrar en el piso de Boom Boom, y menos aún alguien tan desesperado por encontrar algo que pudiese matar por ello. Pero había ocurrido y yo me sentía responsable. Me sentía en la obligación de investigar la muerte de aquel hombre.
El contestador de Paige Carrington tomó nota de mi llamada. No dejé ningún mensaje, pero cogí la dirección del Windy City Balletworks: 5400 N. Clark. Me detuve por el camino para tomar un sandwich y una Coca.
Balletworks tenía su sede en un viejo almacén, entre un restaurante coreano y una tienda de artículos de embalaje. El almacén estaba muy deslucido por fuera, pero por dentro lo habían arreglado. Un vestíbulo vacío con una taquilla de tablillas estaba cubierto de fotos de las bailarinas del Windy City en diversos papeles. La compañía tenía varias obras de siempre, incluyendo unas cuantas de Balanchine, pero también experimentaba con sus propias coreografías. Paige estaba sobre la pared vestida de vaquera en Rodeo, de Bianca en La fiercilla domada, y en su propio papel cómico en Fantasía de la calle Clark. Yo había visto aquella función dos veces.
El auditorio estaba a la izquierda. Un cartelito que había fuera señalaba que estaba teniendo lugar un ensayo. Me deslicé dentro silenciosamente y me uní a un grupo de personas sentadas en la sala. En el escenario, alguien daba palmadas y pedía silencio.
– Empezamos otra vez desde la entrada del scherzo. Karl, tú entras un segundo después del redoble. Y tú, Paige, tienes que quedarte en la parte delantera hasta el grand jeté. A vuestros sitios, por favor.
Los bailarines vestían una abigarrada colección de ropas, con las piernas cubiertas de gruesos calentadores para prevenir los calambres. Paige llevaba una malla color bronce con calentadores a juego. Llevaba el oscuro pelo sujeto en una cola de caballo. Parecía tener dieciséis años, desde el lugar en el que me sentaba. Alguien manipulaba un aparato de música delante del escenario. La música comenzó. La pieza era muy moderna y la coreografía hacía juego con ella. Era un baile acerca de la depravación de la moderna vida urbana. Karl, entrando con lo que parecía ser el scherzo -aunque era difícil decirlo con tanto gemido y ruidos diversos-, parecía estar muriéndose de una sobredosis de heroína. Paige llegaba a escena unos segundos antes que el yonqui, le veía morir y se marchaba. No lo entendí a la primera, pero tuve que verlo seis veces antes de que la directora estuviese satisfecha.