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La corriente, lenta, arrastraba el pájaro hacia el centro de la laguna, y Pavlysh se apresuraba; consciente de que con el mono puesto no podría nadar, pedía a la suerte que la profundidad no se hiciera mayor y que le bastaran las fuerzas y el tiempo para llegar a donde flotaba el pájaro blanco.
En el mismo momento en que tocaba el borde del ala, perdió pie. Sin soltar el ala, temeroso de que las plumas se desprendieran, Pavlysh tiró del pájaro, hundiéndose más y más en el agua. No se sabe como hubiera terminado aquel ejercicio acrobático, si Pavlysh no hubiera sentido de pronto que alguien tiraba de el hacia atrás. Por unos segundos, siguió manteniendo su precario equilibrio, hasta que, por fin, venció la inercia, y el pájaro se deslizo fácilmente por el agua hacia la orilla.
Sin soltar el ala, Pavlysh miro atrás. Goguia, con agua por la cintura, había asido a Pavlysh del mono. Tenía los ojos furiosos y asustados y abrió varias veces la boca antes de poder pronunciar:
— Yo… Pudo usted… llegar tarde…
Levantaron el ligero cuerpo del pájaro, que se les escapaba de las manos, y lo llevaron a la orilla. La cabeza del ave pendía desmayada, y Pavlysh la sostenía con la mana libre. Una película semitransparente velaba los ojos del ave.
— Quedó aturdido — dijo Pavlysh.
Goguia no lo miraba: tenía los ojos puestos en la orilla.
Pavlysh puso también allí la mirada. La lava, que escapaba como una viscosa lengua por una fisura del monte, parecía querer cortarles la salida a la orilla.
— ¡Toma a la izquierda! — gritó Pavlysh.
El flayer se hallaba al otro lado de la lengua de lava y parecía una pompa de jabón sobre el fondo del ocaso.
Hubieron de adentrarse de nuevo en la laguna, hundiéndose casi hasta la cintura, para evitar el agua hirviente y eludir el muro de vapor que se alzaba donde se juntaban la lava y el mar.
Posteriormente, Pavlysh recordaba con dificultad como alcanzaron el flayer y metieron en el al pájaro, cuya ala se resistía a plegarse y no pasaba por la escotilla…
Pavlysh tomo altura sobre la isla y voló hacia el océano.
— Se acabó — dijo —. Hemos escapado, ahora llegaremos a casa como sea.
Cuando Goguia hubo obturado la escotilla, Pflug examinó el pájaro.
Pavlysh conectó la radio.
— ¿Hasta cuando se puede callar? — gritaba, indignada, una voz conocida —. Sí, ¿hasta cuando? ¡Llevamos ya media hora llamándolos!
— No había tiempo — dijo Pavlysh —, hubimos de entretenernos en la isla. ¿Ha regresado Dimov?
— Están al legar — respondió la misma voz —. Sí, dígame, ¿Quién le da derecho a vulnerar las reglas de enlace por radio? ¿Qué chiquillada es esa? ¿Quién gobierna el flayer? ¿Eres tu Goguia? Te prohibiré volar, y ni siquiera Dimov podrá defenderte. En cuanto abandono por dos días la Estación, todo anda cabeza abajo.
— ¿Es usted, Spiro? — preguntó Pavlysh.
— Yo. ¿Quién pilota el flayer, pregunto?
— Pavlysh.
— ¡Ah, ya veo! ¿Es que en la Flota de Altura no les enseñan a mantener comunicación con el centro?
— No se apresure, Spiro — dijo cansadamente Pavlysh —. Vuelo ahora a poca velocidad. Espére
— ¡Aguarda, no desconectes! — grito Spiro —. ¿Envío otro flayer para que te ayude?
— ¿Para qué? ¿Para qué vuele al lado?
— ¿Quién es la víctima?
Pavlysh se volvió hacia Pflug.
— ¿Qué tiene Alan? Seguramente debemos comunicarlo.
— No es Alan — dijo Pflug —, es Marina. Se ha fracturado un ala.
— Dame el micrófono…
En la Estación se llamaba la Cima a una gran sala, abierta en la roca sobre las dependencias básicas, habilitada especialmente para las bioformas-pájaros. Había en la Cima una cabina de reconocimiento médico y reservas de comida para las aves; se encontraban también allí sus dictáfonos y los demás aparatos que solían utilizar.
Pavlysh y Marina se hallaban en la sala de la Cima, el sentado en una silla y ella, acomodada en un nido hecho de una ligera y tupida red que había tejido Van.
Pavlysh no podía hacerse de ninguna de las maneras a la voz metálica de Marina. Comprendía que aquello no era más que un dispositivo, ya que el pico no estaba adaptado para articular. Pero, al escucharla, procuraba imaginarse la voz de Cenicienta cuando la viera en la luna. El blanco pájaro levantaba las alas y las extendía.
— Tengo reflejos extraños. A veces se me antoja que fui siempre pájaro. No puedes imaginarte lo que es planear sobre el océano y subir a la altura de las nubes.
— Soñaba en eso durante la infancia.
— Me gustaría volar sobre la Tierra. Aquí todo aparece desierto.
— No seas pájaro siempre.
— Si quiero, lo seré.
— No hagas eso — objeto Pavlysh —. Yo te esperaré. Me permitiste buscarte después de los dos primeros años de tu aislamiento.
— ¿Encontraste aquella necia esquela?
— No era necia.
— Me sentía entonces tan sola y era tan grande mi deseo de que alguien me esperara…
— Mira — Pavlysh saco del bolsillo la nota, rozada ya en los pliegues —. La releo por las noches.
— Da risa. Y me has encontrado aquí.
— Nada ha cambiado. Incluso como pájaro tienes tu encanto.
— ¿Quieres decir que, si fuera tortuga, todo cambiaria?
— Seguramente. Las tortugas me disgustan desde la infancia. Nunca tienen prisa.
— Por lo visto, soy una tonta, en fin de cuentas. Estaba segura de que cualquier persona que me viera así sentiría desencanto. Quería ocultarme.
— ¿Quiere decir que mi opinión no te era indiferente?
— No me era indiferente… pero no puedo siquiera bajar pudorosamente la mirada.
— Tápate con un ala.
Marina extendió el ala derecha, la levanto y se tapó con ella la cabeza.
— Excelente — dijo Pavlysh —. ¿Querías que le transmitiera una carta a tu padre?
— Sí. Ahora. Ya esta lista. La he grabado. Es una pena, no conocerá mi voz.
— No te apures. Yo se lo explicaré todo. Le diré que le traigo la carta y en seguida le pediré oficialmente tu mano.
— ¿Estas loco? ¡Pero si yo no tengo manos!
— Eso es un ardid bélico. Entonces, tu padre creerá que volverás a él sana y salva. iba yo, un brillante cosmonauta de la Flota de Altura, a pedirle la mano de su hija si no estuviera seguro de que había de obtenerla en fin de cuentas?
— Es usted muy vanidoso, cosmonauta.
— No; simplemente, oculto así mi timidez. Mi rival me aventaja en todo.
— ¿Van?
— En cuanto llegué a Proyecto, adivinó por qué había venido. Hubieras debido de oír como arremetió contra mí porque había volado a la Estación con el control manual.
— Tonto, pensaba en nosotros. Dormimos en las nubes. Pudiste matarme.
— Eso hace que él me supere más todavía en nobleza y fidelidad.
— Es mi amigo. Mi mejor amigo. Tu eres otra cosa. Hasta la vista, húsar Pavlysh.
El pájaro miraba hacia la puerta por encima del hombro de Pavlysh.
Allí estaba Van. Por lo visto, desde hacía un buen rato, y seguro que lo había oído todo.
— El carguero esta listo — dijo —, salimos ya.
Dio media vuelta, y el ruido de sus pisadas en la escalera de piedra acabo apagándose a lo lejos.
— Reponte — dijo Pavlysh, tocando la blanda ala del pájaro… Cuando el carguero hubo aterrizado en el planetoide, Van dijo:
— Vete, la nave te espera allí. Yo me quedo, hay que vigilar la descarga.
— Hasta más ver, Van, seguramente volveremos a encontrarnos, sin duda. La galaxia resulta pequeña.
Pavlysh tendió la mano.
— Si — dijo Van —, me había olvidado del todo.
Se agachó, sacó de la guantera un paquete cuadrado envuelto en plástico y dijo:
— Toma. Es un recuerdo.
— ¿Qué es?
— Ya lo verás en la nave.
Cuando Pavlysh desenvolvió el paquete, ya en la nave, vio un retrato de Marina con un fino marco de malaquita tallada.