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— Sí. Esta perdidamente enamorado. La conoció ya en la Tierra, cuando ella pasaba las practicas en el instituto. Yo no estuve allí, me junté con ellos aquí. Luego empezaron los contratiempos de Marina…
— ¡Está! — dijo Dimov —. ¡La piedra se mueve! ¡cuidado!
Pavlysh quedo inmóvil.
«Una — contaba para su capote —, dos, tres, cuatro, cinco…» Dimov exhaló un profundo suspiro.
— Menuda fuerza tienes, Niels… Ha retenido una piedra tan grande que parece mentira…
La Estación llamó por radio. Preguntaban si debían enviar otro flayer.
— Pavlysh dispuso que esperaran mientras montaban el robot submarino. Tal vez hubiera que llevarlo allí.
— Bien — dijo Goguia y, luego, continuó su relato —: No conozco detalles. Pero la causa está en el padre de Marina. Es un déspota de miedo. Le prohibió a Marina que trabajara en nuestro instituto. Dijo que no querría volver a verla… En general, temía por ella y trato de disuadirla, pero es muy difícil conseguir que Marina de su brazo a torcer. Por cuanto ella se mantuvo en sus trece, él, como hombre de palabra, dijo que no volvería a verla ¿Qué otra cosa se podía esperar? Tenía razón. El padre siempre es el padre. Hay que respetarlo.
— Hemos abierto la brecha — informo Dimov —. Yo me quedo aquí por el momento. Niels intentara llegar a donde están ellos.
— Siga — dijo Pavlysh.
— Seguro que a usted no le interesa lo que cuento.
— No importa, de todos modos tenemos que esperar.
— Van ayudo a Marina a abandonar el instituto por un día.
— ¿Para ir a la Luna? — se le escapó a Pavlysh.
— ¿Cómo lo ha adivinado?
— ¿Fue eso hace unos seis meses?
— Sí, hace exactamente medio año. Ella había pasado ya la etapa preparatoria, le habían sacado una biocopia y dieron comienzo al tratamiento con medios terapéuticos, para amenguar la resistencia del organismo. No podía marcharse. No tenía derecho. En el lugar de Guevorkian, yo la habría despedido. Pero ella voló a la Luna. Su padre debía salir de allí. Es el capitán del «Aristóteles».
— ¿Niels? ¿Eres tu, Niels? — sonó la voz de Van.
— Transmite que ha dado con ellos — explico Dimov —, los ha encontrado.
— ¿Cuál es su estado?
— No sé — contesto Dimov —. Esperen.
— ¿Y en que terminó la cosa? — preguntó Pavlysh.
— ¿Qué? ¿Estábamos hablando de Marina? En nada. La perdonaron. Van asumió toda la culpa. Marina y Dimov hicieron lo mismo, y Guevorkian los miró y, como con los años se ha hecho más blando… los perdonó. Es una historia muy romántica. Solo que su padre no la perdonó. Se fue, ¿comprende? Pero la perdonará. ¿Qué otra cosa puede hacer?
— ¿A qué profundidad se encuentran? — preguntó Pavlysh a Van, tras de conectar la emisora.
— A veinte metros más abajo que yo — respondió el otro.
Llenaron de agua la bodega de la canoa, alojaron allí a las bioformas tiburones y se dirigieron a la Estación.
Mientras tanto, Pavlysh regresó a la isla para evacuar de allí a Sandra y a Pflug y llevarse los aparatos. El torrente de lava había cambiado de dirección y ponía en peligro la laguna y el refugio. Sandra no se había despertado aún.
Mientras Pflug y Goguia acomodaban en la cabina a Sandra, Pavlysh regresó al refugio. Sacó los aparatos, desconectó el equipo de radio y obturó la escotilla. El refugio permanecería vacío hasta que la naturaleza se tranquilizase. Goguia se apeó del flayer, tomó un cajón y corrió de nuevo al aparato. Quedaba un contenedor, tan pesado, que solo podrían llevarlo entre dos. Pavlysh se sentó en el borde del contenedor, esperando a que alguien volviese para ayudarle.
En torno todo había cambiado. Veinticuatro horas atrás, la laguna era un pacífico y calmo rincón, donde las olas no llegaban a la orilla. Esta vez, sobre la isla pendían, bajas, nubes de ceniza, y caían a menudo gruesas y turbias gotas de lluvia. El pequeño volcán de la ladera escupía barro; el torrente de lava, que fluía, humeante, desde la cima, había ya alcanzado la laguna y formaba una península. Chorros de vapor salían de las grietas de la vertiente. Por entre ellos se abrían paso los siniestros llamarazos anaranjados de la cumbre.
Uno de los pájaros había regresado a la isla en pos del flayer y volaba en lo alto.
Pavlysh lo saludó agitando la mano. El pájaro no llevaba radio, y Pavlysh no pudo preguntarle quién era.
El geiser arrojó de pronto a la altura un chorro de barro, como si quisiera derribar en pleno vuelo al pájaro, que plegó un tanto las alas y torció a un lado.
Goguia dijo:
— Llevemos el contenedor.
Pavlysh se levantó, se inclinó, asió el contenedor, y los dos juntos lo llevaron al flayer. La tierra trepidaba bajo los pies.
— Tengo la impresión — dijo Goguia — de que la isla va a volar por los aires de un momento a otro.
— No te apures — aconsejó Pavlysh —, tendremos tiempo.
— En todo caso, Alan vigila — observe Goguia —. Él también esta preocupado.
— ¿Es Alan? ¿Cómo lo distingues?
— Creo que es Alan. Es un hombre muy entero.
Naturalmente, pensó Pavlysh, no es Marina. No quiere verse conmigo. El casco amortiguaba el estruendo del volcán. Hasta Pavlysh solo llegaba un sordo y monótono fragor. Pero, en aquel mismo instante, en las entrañas del monte nació un sonido tan agudo y siniestro, que penetró en el casco.
El testigo de una catástrofe súbita y rápida suele actuar instintivamente. Y la idea del orden en que se produjeron los acontecimientos cristaliza ya luego, cuando todo ha pasado y a las propias impresiones se suman los relatos de otros testigos. A Pavlysh le pareció como si un hacha invisible hubiera golpeado el monte y este, como un leño, se hubiese partido; pero Pflug, que lo veía todo desde la escotilla del flayer, abierta, comparó mentalmente el estallido con un telón de teatro que se hubiera corrido a un lado en el mismo instante en que la orquesta tocaba el ultimo acorde de la obertura y dejara salir por el hueco, que se iba ampliando, la viva luz del escenario.
Pavlysh quizás permaneciera inmóvil cosa de un minuto. No cayó, no perdió el equilibrio, aunque le faltó poco, y su cerebro alcanzó a registrar que el monte se fraccionaba con excesiva lentitud. Fue en aquel mismo instante cuando la onda explosiva lo arrojó hacia el flayer.
El sismólogo se asomaba por la escotilla y gritaba algo, pero Pavlysh no lo oía. Miraba la decoración que se venía abajo y vio que un gigantesco torbellino arrastraba al pájaro, que parecía una plumita blanca, lo proyectaba arriba, lo hacía girar y lo llevaba hacia el agua…
— ¡Pronto! — gritaba Goguia —. ¡Monta!
En el interior del monte se veía una incandescente masa amarilla, blanda, dúctil. Salía muy lento por entre las almenadas rocas.
Pavlysh no podía apartar la mirada de la bola de plumas blancas que caía al agua.
— ¿A donde vas? — grito Goguia —. ¿Te has vuelto loco?
Pavlysh corría hacia el agua. El pájaro, arrastrado por una ola de aire, caía como una hoja desprendida de un árbol, girando impotente.
Debía de caer a unos cien metros de la orilla, pero una ráfaga de viento lo acercó a tierra, y Pavlysh, sin pensar siquiera si la profundidad sería muy grande, corrió, hundiéndose en el barro; resbalaba y procuraba no perder el equilibrio; la tierra se sacudía y parecía escapar de debajo de los pies.
Al principio, el fondo subía en dulce pendiente, y la sucia agua le llegaba a las rodillas cuando había dado ya unos veinte pasos.
El pájaro cayó en la laguna. Tenía un ala recogida, y la otra yacía en el agua. Parecía de algodón, carente de vida. La profundidad aumentó de súbito, y Pavlysh se hundió hasta la cintura. Cada paso le costaba un esfuerzo terrible, el agua de la laguna bullía y se arremolinaba, aunque la capa de ceniza en su superficie amortiguaba la agitación, como se arremolina la espuma en una cazuela de sopa hirviente.