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— ¿Adonde vamos? — inquirió la muchacha, que seguía apoyándose en mi brazo. Aminoró el paso. Un rayo de luz roja le cruzó la cara.

— A donde tú quieras.

— Entonces iremos a mi casa. No vale la pena tomar un glider; estamos muy cerca.

Seguimos andando. Tampoco allí se veía ninguna casa, y el viento, que venía de la oscuridad reinante detrás de los arbustos, soplaba como si nos halláramos en un espacio libre.

¿Alrededor de la estación, directamente al centro? Se me antojó algo singular. El viento llevaba consigo un ligero aroma de flores, que aspiré con avidez. ¿Lilas? No, no era de lilas.

Entonces encontramos una acera deslizante y nos colocamos en ella; una pareja cómica.

Las luces se quedaban atrás, muchas veces nos pasaba algún vehículo como metal negro fundido: no tenían ventanillas ni ruedas, ni siquiera faros, y, sin embargo, iban a una velocidad extraordinaria, como ciegos. Las luces movibles salían de hendiduras estrechas y verticales, practicadas en el suelo. No pude averiguar si tenían algo que ver con el tráfico y su regulación.

Por el cielo invisible sonaba de vez en cuando un pitido lastimero. De pronto la muchacha bajó de la acera rodante, para subir en seguida a otra que ascendía abruptamente. De improviso me encontré muy arriba; el recorrido duró tal vez medio minuto y terminó en una galería llena de flores perfumadas, como si hubiéramos llegado a la terraza o al balcón de una casa oscura. La muchacha entró en esta galería. Yo, acostumbrado ya a la oscuridad, vislumbré con los ojos de un ave nocturna las grandes siluetas de las casas contiguas; no tenían ventanas, estaban muertas. No había luces pequeñas, ni llegaba hasta mí el menor ruido, aparte del rumor causado por el paso de los vehículos negros que circulaban por la calle. Me asombraba esta oscuridad intencionada, como también la falta de anuncios tras la orgía de neones de la estación.

Pero no tuve tiempo para reflexionar.

— Ven, ¿dónde estás? — le oí decir en un murmullo. Sólo veía la mancha blanca de su rostro.

Rozó la puerta con la mano, y la puerta se abrió, pero no conducía a la vivienda, y el suelo acompañó nuestros pasos.

«Aquí no hay modo de caminar — pensé —. Resulta cómico que aún tengan piernas.» Pero se trataba de una ironía inútil, debida a mi desconcierto constante y a la sensación de irrealidad que no me abandonaba desde hacía muchas horas.

Nos hallábamos en un gran pasillo o corredor, ancho y casi oscuro — sólo brillaban los ángulos de la pared, con rayas de color luminoso —. En el punto más oscuro, la muchacha volvió a posar la mano extendida sobre la pequeña placa de metal de la puerta, y entró delante de mí.

Pestañeé: el recibidor, fuertemente iluminado, estaba casi vacío. Ella fue hacia la puerta siguiente; cuando yo me acerqué a la pared, ésta se abrió de repente y mostró una concavidad, llena de botellas metálicas. Fue tan inesperado que retrocedí involuntariamente.

— No asustes a mi armario — dijo ella, ya desde otra habitación.

La seguí.

Los muebles parecían hechos de una sustancia vidriosa: sillas pequeñas, un sofá bajo, mesitas; por el material medio trasparente se movían con lentitud verdaderos enjambres de luciérnagas; muchas veces se perseguían, otras se fundían de nuevo en un pequeño arroyo, y en el interior de los muebles parecía circular una sangre luminosa, verde pálido, con reflejos rosados.

— ¿Por qué no te sientas?

Ella estaba de pie en un nivel más bajo. El asiento se abrió para albergarme. Esto no me gustaba nada. El vidrio no era tal vidrio; tenía la impresión de estar sentado sobre almohadones rellenos de aire. Y cuando miré hacia atrás, pude ver el suelo a través del respaldo curvado de mi asiento.

Al entrar, la pared que estaba frente a la puerta se me antojo de cristal, y me pareció ver una segunda habitación y varias personas en ella, como si se celebrase una fiesta, sólo que estas personas eran de tamaño mayor del normal. De improviso comprendí que se trataba de una pantalla de televisión que abarcaba toda la pared. El sonido estaba desconectado; ahora, desde mi asiento, vi un enorme rostro femenino, exactamente como si esta mujer gigante de cutis oscuro nos mirase por la ventana de la habitación; sus labios se movían, hablaba, y las joyas — grandes como los escudos de antiguos guerreros — que cubrían los lóbulos de sus orejas refulgían de brillantes.

Me incorporé algo en el sillón. La muchacha, con una mano en la cadera — su vientre era efectivamente como una escultura de metal azulado —, me contemplaba con atención. Ya no daba la impresión de estar bebida; quizá sólo me lo había parecido.

— ¿Cómo te llamas? — quiso saber.

— Bregg. Hal Bregg. ¿Y tú?

— Nais. ¿Qué edad tienes?

«Extraña costumbre — pensé-; pero, qué remedio, debe de ser lo normal.» — Cuarenta años. ¿Por qué?

— Por nada. Pensaba que tenías cien.

Sonreí.

«Si quieres, puedo tenerlos. Lo gracioso es que es la verdad», me dije.

— ¿Qué te apetece?

— ¿De beber? Nada, gracias.

— Como quieras.

Se dirigió a la pared, donde se abrió algo parecido a un pequeño bar. Su cuerpo tapó la abertura. Cuando se volvió, llevaba una pequeña bandeja con vasos y dos botellas. Destapó una y llenó uno de los vasos de un líquido igual que la leche. — Gracias — dije —, para mí no…

— ¡No te iba a dar nada! — se sorprendió.

Comprendí que había cometido un error, aunque ignoraba cuál, así que murmuré algo y tomé el vaso. Ella se sirvió de la otra botella. El líquido era aceitoso, incoloro, formaba ligeras burbujas bajo la superficie y se oscureció en seguida, como por efecto del contacto con el aire.

Ella se sentó, rozó el vaso con los labios y preguntó como de pasada:





— ¿Quién eres?

— Kol — repuse. Levanté el vaso para observarlo; aquella leche no tenía ningún olor. No probé la bebida.

— No, en serio — dijo —. Pensaste que quería gastarte una broma, ¿verdad? Pues no. Sólo fue un kals. Estaba con el seis, ¿sabes? Pero acabó siendo muy aburrido. Me harté…, y ya me iba cuando tú te sentaste a la mesa.

Ahora ya comprendía algo; al parecer me había sentado a su mesa sin darme cuenta, mientras ella estaba…, ¿bailando, quizá? Callé diplomáticamente.

— Desde lejos parecías tan… — no pudo encontrar la expresión adecuada.

— ¿Sólido…? — sugerí. Sus párpados temblaron. ¿Tendría también allí una piel metálica? No, era pintura. Levantó la cabeza.

— ¿Qué quiere decir eso?

— Pues…, hum…, digno de confianza…

— Hablas de un modo muy cómico. ¿De dónde eres?

— De muy lejos.

— ¿Marte?

— Aún más lejos.

— ¿Vuelas?

— Ya he volado.

— ¿Y ahora?

— Nada. He vuelto.

— ¿Volverás a volar?

— No lo sé. Creo que no.

La conversación languideció un poco. Se me antojó que la muchacha ya estaba arrepentida de su invitación algo atolondrada, y traté de facilitarle las cosas.

— ¿Acaso deseas que me vaya? — pregunté, todavía con la bebida intacta en la mano.

— ¿Por qué? — se sorprendió.

— Creía que… era tu deseo.

— No — dijo ella —, quieres decir… No, ¿por qué? ¿No quieres beber?

— Sí, ahora beberé.

Era leche, en efecto. [A esta hora, en estas circunstancias! Estaba tan desconcertado que ella lo observó.

— ¿Qué pasa? ¿Está mala?

— La…, esta leche… — murmuré. Mi expresión debía ser la de un completo idiota.

— ¿Qué? ¿Qué es leche? Esto es brit…

Me limité a suspirar.

— Escucha, Nais…, ahora me iré. Sí, será lo mejor.

— Pero, entonces, ¿por qué has bebido? — inquirió.

La miré en silencio. El lenguaje en sí no había cambiado mucho, pero yo no entendía absolutamente nada. Nada. Son ellos los que han cambiado.

— Como quieras — dijo por fin —. Nadie te retiene. Pero ahora… — Estaba confusa. Bebió su limonada, como yo llamaba en mi mente su burbujeante bebida; y de nuevo me quedé sin saber qué decir. ¡Qué difícil era todo!