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Hablaba siempre con lentitud. ¿Has oído hablar del agujero… de Kerenea? — Sí.

— Estaba atrapado entre dos rocas; debajo de él borbotaba un pantano hirviente que en cualquier momento podía llenar el sifón donde él se encontraba. Y me hablaba: «Hal, espera.

Quiero observar un poco más lo que me rodea. Tal vez podría quitarme la botella… no. No me la quito, las correas se han enredado. Pero espera un poco.» Cosas así, como si hablara por teléfono en una habitación de hotel. No estaba fingiendo, es que era así. El más sensato de todos nosotros. Siempre lo calculaba todo. Por eso más tarde voló conmigo y no con Olaf, que era amigo suyo…, pero de esto ya nos has oído hablar…

— Sí.

— Pues bien… Arder. Cuando le miré allí… tenía lágrimas en los ojos. Tom Arder. Pero nunca se avergonzó de ellas, ni entonces, ni después. Cuando hablábamos de todo más adelante, y lo hacíamos con frecuencia, los otros se enfadaban. Porque entonces nos poníamos tan… tan serios. Cómico, ¿verdad? Bueno, continúo. Nos miramos y a los dos se nos ocurrió la misma idea, aunque no sabíamos si podríamos arreglar bien la escala del gravímetro. Y era preciso, pues de otro modo no volveríamos a encontrar el Prometeo. Pero pensamos que había valido la pena. Sólo estar allí y contemplar aquella sublimidad en colores.

— ¿Estabais sobre una montaña?

— No lo sé, Eri, allí la perspectiva era muy distinta. Mirábamos desde arriba, pero no era una montaña. Espera. ¿Has visto el gran Cañón del Colorado?

— Sí.

— Pues imagínatelo ampliado a mil veces su tamaño real. O a un millón de veces. Rojo y oro rosado, casi completamente transparente, todos los estratos, depresiones y capas geológicas de su formación, y todo ello sin gravedad, fluido, y casi son-riéndote, pese a carecer de rostro.

No, no es esto. Amor mío, tanto Arder como yo realizamos ímprobos esfuerzos para contárselo a los demás, pero no pudimos. Esta piedrecita procede de allí… Arder se la llevó como amuleto, y siempre la llevaba encima. También la tenía en Kerenea. Dentro de una cajita para vitaminas. Cuando empezó a desmoronarse, la envolvió;En algodón. Después…, cuando regrese solo, la encontré: estaba bajo la litera de su camarote. Seguramente se le había caído.

Olaf, según creo, pensaba que todo había ocurrido por esta causa, pero se guardaba de manifestarlo en voz alta, porque hubiera sonado a pura estupidez… ¿Qué relación podía haber entre una piedrecita tan pequeña y el hilo que causó la avería en la radio de Arder…?

VIII

Entretanto, Olaf seguía sin dar señales de vida. Mi inquietud se convirtió en remordimientos de conciencia. Temía que hubiera hecho alguna locura. Estaba solo, todavía más de lo que yo lo había estado. No me gustaba mezclar a Eri en incidentes imprevisibles que pudieran surgir como consecuencia de la operación de búsqueda que pensaba iniciar, por lo que decidí ir primero a visitar a Thurber. No estaba seguro de si quería pedirle un consejo; sólo quería verle. Olaf me había dado su dirección; Thurber residía en el centro universitario de Maíleolan.





Le envié un telegrama notificándole mi visita y me separé de Eri por primera vez. En los últimos días había estado intranquila y silenciosa; yo lo atribuí a su preocupación por Olaf. Le prometí volver lo antes posible, probablemente en un par de días, y no dar ningún paso tras la conversación con Thurber sin consultarlo con ella.

Eri me llevó hasta Houl, donde tomé un ulder directo. Las playas del Pacífico ya estaban vacías, pues no tardarían en llegar las tormentas otoñales; de los lugares de veraneo desaparecieron los jóvenes vestidos de alegres colores, y no me sorprendió ser el único pasajero del proyectil plateado. El vuelo entre nubes, que hacía irreal la región, duró apenas una hora y terminó hacia el atardecer.

La ciudad se perfilaba en la penumbra gracias a sus luces multicolores; los edificios más altos, casas cáliz, brillaban en la niebla como llamas delgadas e inmóviles; sus siluetas, entre los blancos desgarrones de niebla, tenían la forma de mariposas gigantescas, unidas por los arcos de los más elevados niveles del tráfico, que colgaban del aire. Los planos inferiores de las calles formaban ríos policromos, que se cruzaban entre sí. Quizá se debía a la niebla, quizá a la influencia de los edificios de cristal; en todo caso, el centro semejaba desde aquella altura una masa de esmalte precioso rodeado de agua, una isla de cristal cubierta de joyas, erigida en un océano cuya superficie repetía los pisos cada vez menos luminosos, hasta los que eran casi invisibles, los últimos. Como si iluminara toda la ciudad un armazón rojo como el rubí, procedente de sus entrañas. Era difícil creer que aquella paleta de llamas y colores mezclados entre sí fuese simplemente el lugar de residencia de varios millones de personas.

El centro universitario se encontraba en las afueras de la ciudad. Mi ulder aterrizó allí, sobre la pista de cemento de un gran parque. De la ciudad cercana venía un débil resplandor, que iluminaba el cielo y el muro negro de los viejos árboles. Una larga avenida me condujo hasta el edificio principal, que estaba oscuro y como muerto.

Apenas abría la gran puerta de cristal, en el interior se encendieron las luces. Me encontraba en una gran sala abovedada, cubierta de intarsias azul pálido. Un sistema de pasillos insonorizados me llevó a un largo corredor, recto y como severo, abrí una puerta y luego otra, pero todas las habitaciones estaban vacías y daba la impresión de que nadie las habitaba desde hacía mucho tiempo. Subí por una escalera corriente al piso superior; probablemente había un ascensor, pero no tenía ganas de buscarlo; además, esta escalera ya era de por sí algo digno de verse, ya que no era automática. Arriba, un pasillo se bifurcaba, conduciendo a ambos lados. También allí estaban desiertas las habitaciones; entonces vi en una puerta una pequeña tarjeta con las palabras: «¡Aquí, Bregg!» escritas a mano. Llamé y oí en seguida la voz de Thurber.

Entré. Estaba sentado encorvado frente a la oscuridad de una ventana grande como la pared, a la luz de una lámpara baja. La mesa donde trabajaba estaba repleta de papeles y libros — libros verdaderos —, y sobre una mesita auxiliar había montones de «granos» de cristal y aparatos diversos. Tenía ante sí un fajo de papeles y escribía notas al margen… ¡con una pluma mojada en tinta!

— Siéntate — ordenó sin mirarme —. En seguida termino.

Me senté en una silla baja que había ante la mesa y la empujé un poco hacia el lado, porque el rostro de Thurber era sólo una mancha bajo la luz, y yo quería verle bien.

Trabajaba a su manera, lentamente, con la cabeza baja y el ceño fruncido, defendiéndose de la luz. Era una de las habitaciones más modestas que había visto hasta el momento, con paredes mates, puertas grises, sin un solo adorno ni la menor huella del antipático oro; a ambos lados de la puerta había pantallas cuadrangulares, ahora ciegas; bajo la ventana había estanterías, y en una de ellas reposaba un gran rollo de mapas o dibujos técnicos, y esto era todo. Miré a Thurber. Calvo, macizo, pesado… escribía, y de vez en cuando se secaba una lágrima con el dorso de la mano. Sus ojos siempre lloraban, y Gimma (que gustaba de traicionar los secretos ajenos, sobre todo los que uno prefería no revelar) dijo una vez que Thurber temía por su vista. Por eso yo comprendía que fuese el primero en acostarse cuando cambiábamos la aceleración, y que más tarde confiara a otros el trabajo que siempre solía realizar él solo.

Reunió sus papeles con las dos manos, los golpeó contra la mesa, para igualar los bordes, los metió en una carpeta, la cerró y dijo, dejando caer sus manos de dedos gruesos y rígidos:

— Hola, Hal. ¿Cómo te va?

— No puedo quejarme. ¿Estás… solo?