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Pero así pensó sólo la primera generación betrizada. Después, en el curso natural de las cosas, llegó el olvido. La indiferencia. Y los niños, cuando se enteraron de la época romántica de los vuelos espaciales, se sorprendieron y tal vez tuvieron incluso un poco de miedo de sus incomprensibles antepasados, que se les antojaban tan extraños y absurdos como los antepasados aún más lejanos que se dedicaban a los saqueos y las expediciones en busca de oro. Esta indiferencia es lo que más me asustó, era peor que una sentencia injusta; la obra de nuestra vida yacía bajo una capa de silencio, enterrada y olvidada.

Eri no intentó despertar en mí entusiasmo por el nuevo mundo ni deseaba tampoco una conversión demasiado rápida; se limitaba a hablar sencillamente del tema. Y yo — precisamente porque hablaba de sí misma, como un testigo de este mundo — no podía cerrar los ojos a su resplandor.

Era una civilización que carecía de temor. Todo cuanto había estaba al servicio de la humanidad. Nada era tan importante como su comodidad, el cumplimiento de sus deseos naturales y también de los más exagerados. Por doquier, en todos los lugares donde la presencia humana, la debilidad de sus pasiones, la lentitud de sus reacciones podía representar el mínimo riesgo, se la eliminaba mediante el uso de maquinaria muerta: los autómatas.

Este mundo estaba libre de peligros. No había lugar para la crueldad, la lucha o cualquier clase de violencia; era un mundo de suavidad, de formas y costumbres blandas, de transiciones moderadas y situaciones sin dramatismo, igualmente digno de asombro que la reacción que despertaba en mí, o en nosotros. Al añadir esto pienso en Olaf.

Porque precisamente nosotros habíamos sufrido durante diez años tantos horrores, tantas cosas contrarias a la naturaleza del hombre, que le hieren y le destrozan, y estábamos tan hartos, volvíamos tan hartos de todo ello, que si alguien nos hubiera dicho que el regreso podía demorarse, que deberíamos ofrecer la frente al vacío nueve meses más, le habríamos saltado al cuello. Y precisamente nosotros, que ya no podíamos soportar este riesgo constante, esta posibilidad ciega de ser blanco de un meteorito, esta continua tensión de la espera, los tormentos que sufrimos cuando un Arder o un E

El Castillo de Fantasmas era el encierro en un pequeño recipiente, todo lo perfectamente aislado del mundo que uno pueda imaginar. A su interior no llegaba ningún sonido, ningún rayo de luz, ningún soplo de aire, ni el mínimo movimiento exterior. Este recipiente — parecido a un pequeño cohete — estaba provisto de aparatos y provisiones de agua, alimentos y oxígeno.





Y en él había que vivir inactivo, sin nada absolutamente que hacer, un mes entero, que se antojaba una eternidad. Nadie salía de él tal como había entrado. Yo, uno de los más duros según el doctor Janssen, no empecé hasta la tercera semana a ver aquellas cosas extrañas que los demás ya observaban al cuarto o quinto día: monstruos sin cara, multitudes sin forma que emergían de las esferas luminosas de los aparatos para entablar conmigo locas conversaciones y columpiarse sobre mi sudoroso cuerpo, que perdía sus fronteras. El cuerpo se transformaba, adquiría proporciones gigantescas y al final — y esto era lo más repugnante — empezaba a independizarse de alguna manera: primero palpitaban una por una todas las fibras de los músculos, después — tras sensaciones de hormigueo y entumecimientos — venían las convulsiones y seguidamente movimientos que yo observaba rígido por el asombro, sin comprender nada, y sin el entrenamiento preliminar y las indicaciones teóricas habría estado dispuesto a creer que mis manos, mi cabeza y mi nuca habían sido poseídas por demonios. El interior acolchado de este recipiente — según se rumoreaba — había visto ya escenas indescriptibles e inmencionables. Janssen y su equipo eran testigos, mediante aparatos apropiados, de lo que tenía lugar allí dentro, pero ninguno de nosotros sabía — ¡entonces! — nada de ello. La sensación de aislamiento tenía que ser real y completa. Por esto nos resultó incomprensible la desaparición de algunos ayudantes del doctor. Hasta que estuvimos volando no me confió Gimma que simplemente se habían desmoronado. Uno de ellos, un tal Gobbek, llegó a intentar abrir el recipiente por la fuerza, porque no podía contemplar la tortura del hombre encerrado en él.

Pero esto era solamente el Castillo de Fantasmas. Después venía el Planchado, con sus caídas y centrifugaciones, con la endiablada máquina de aceleración, que podía dar g, una aceleración que, naturalmente, nunca pudo llevarse a la práctica, pues habría convertido a los hombres en un charco; pero g bastaban para que toda la espalda del sujeto se quedara pegajosa en una fracción de segundo por la sangre transpirada por la piel.

La última prueba, la Coronación, la resistí muy bien. Era el último tamiz, la última estación selectiva. Al Martin, un muchacho que entonces tenía en la Tierra el mismo aspecto que yo ahora, un coloso, un único ovillo de músculos duros como el hierro, la tranquilidad misma, o al menos eso parecía, volvió de la Coronación a la Tierra en un estado tal que hubo que llevarle inmediatamente al sanatorio.

Esta Coronación era algo muy sencillo. Se introducía al sujeto en un traje espacial, se le llevaba a una órbita cercana a la Tierra, y a una altitud de unos cien mil kilómetros, cuando la Tierra lucía como una Luna cinco veces mayor, se le echaba simplemente al vacío y los demás se alejaban. Y entonces, colgado de esta manera, moviendo manos y piernas, había que esperar su regreso, la salvación; el traje espacial era seguro, cómodo, tenía oxígeno y climatización, calentaba e incluso alimentaba al sujeto con una pasta nutritiva que salía cada dos horas de una boquilla especial, gracias a una ligera presión. Así pues, no podía ocurrir absolutamente nada, salvo si fallaba el pequeño aparato de radio acoplado a la parte exterior del traje, que emitía una señal automática para indicar el lugar exacto de la situación de su propietario. En este traje espacial sólo faltaba una cosa que siempre llevaba incorporada: el transmisor, y deliberadamente, claro, por lo que no se podía oír ninguna voz que no fuese la propia. De este modo había que estar suspendido en medio de la oscuridad y las estrellas, girando por la falta de gravedad y esperando. Durante mucho tiempo, ciertamente, pero no demasiado. Y nada más.

Sí, pero hacía enloquecer a los hombres; en los cohetes de la base eran víctimas de convulsiones epilépticas. Esto era lo peor de todo para los hombres: esta destrucción total, este aislamiento, la muerte con plena conciencia; era la experiencia de la eternidad, que se infiltraba en los hombres y les dejaba probar su espantoso sabor. Se nos comunicaba el conocimiento, siempre considerado como imposible de alcanzar, de la insondabilidad sin fronteras de la existencia extraterrena; un abismo ilimitado, estrellas entre las piernas, que colgaban y se agitaban inútilmente, la superfluidad de las manos, de la boca, de los gestos, de todo movimiento e inmovilidad. Dentro de los trajes espaciales resonaba un grito, los infelices proferían alaridos… pero, basta.